Nótese que el calificativo del titular no alude a una cualidad moral, sino que más bien refiere a la importancia de la serie dentro del contexto de producción en el que nace y pretende resaltar sus características superiores con respecto al resto de compañeras de promoción -con las excepciones de No me gusta conducir (Borja Cobeaga, 2022), 800 metros (Elías León Siminiani & Ramón Campos, 2022) y algún destello puntual visto en proyectos de antología como Apagón (‘Supervivencia’, Alberto Rodríguez & Rafael Cobos, 2022) o Historias para no dormir (‘La alarma’, Nacho Vigalondo, 2022).
Aunque la teleserie producida por Atresmedia y Caballo Films todavía no ha terminado de emitirse (le restan dos episodios), su concepción y su factura se alejan tanto de los estándares televisivos que gobiernan la ficción seriada española que, antes de cerrar el año y contraviniendo las normas no escritas de este blog, dedicarle unos apuntes a La ruta se antojaba una decisión más que justa.
Para ello analizaremos únicamente dos secuencias. La primera se encuentra en el episodio piloto, ‘Puzzle 1993’, dirigido por Borja Soler, cocreador de la serie junto a Roberto Martín Maiztegui, autor de cortometrajes como Mindanao (2021) y realizador de los capítulos tercero y cuarto de Antidisturbios (Rodrigo Sorogoyen & Isabel Peña, 2020). La segunda secuencia está situada en el capítulo 5, al que preferimos denominar 4b, y está dirigida por Belén Funes, responsable de uno de los grandes debuts cinematográficos de los últimos años como es La hija de un ladrón (2019).
El presente artículo pretende ser lo más directo posible, así que resumamos brevemente el argumento de La ruta antes de entrar en materia analítica. La serie repasa, centrándose en un periodo que abarca casi una década (1982-1993), las vidas de cinco personajes y, a partir de las relaciones que se entretejen entre ellos, bucea en lo que supuso el levantamiento, auge y caída de la denominada Ruta Destroy, formada por una red de discotecas situadas en Valencia y alrededores, un (supuesto) hervidero contracultural en el que la música electrónica, el baile y las drogas llevaron a miles de jóvenes a peregrinar por las carreteras valencianas cada fin de semana.
Los pilares maestros que sostienen la serie son, antes que la aproximación histórica o la anécdota extravagante, un minucioso estudio de caracteres y su particularísima estructura in extrema res que hace que el relato arranque cuando el fenómeno del bakalao daba sus últimos coletazos y termine en su génesis, decisión no poco importante sobre la que después volveremos.
Secuencia 1: a tomar por culo
La elección de la primera secuencia viene motivada por una de las características formales que hacen de La ruta una serie a contracorriente no solo dentro de la teleficción española actual, sino también de la que se produce fuera de nuestras fronteras.
En una época en la que el montaje acelerado y la escasa duración de los planos son los recursos más utilizados para aumentar el ritmo y evitar que el espectador desatienda lo que está viendo, aquí el reposo de las imágenes es crucial para entender el caleidoscopio relacional que anuda las vidas de los personajes.
Pese a desarrollarse en un ambiente dominado por la música electrónica y las drogas acelerantes, desde la dirección se impone un tempo pausado que facilita la exploración tanto de la cara b de toda aquella efervescencia festiva como de la gestión de los afectos de un grupo de amigos marcados por una muerte accidental.
La unidad dramática seleccionada se compone, en realidad, de dos secuencias. En la primera vemos a Sento (Ricardo Gómez) y Nuria (Elisabet Casanovas) charlando en el exterior de la discoteca Puzzle a la que la pandilla asiste para ver la última sesión de su colega Marc Ribó (Àlex Monner) antes de que se marche a Ibiza. Sento es un empresario de la noche hecho a sí mismo y Nuria acaba de empezar a trabajar en el IVAM. Estamos en el primer episodio, por lo tanto, en el último desde una perspectiva cronológica. Todo lo que ha podido pasar entre ellos dos todavía no se nos ha contado.
Borja Soler encuadra a la pareja en un plano general y realiza un suavísimo travelling de acercamiento hacia ambos (foto superior). Ella le pregunta por qué ha salido, si le pasa algo, y él le responde con una pregunta expresada casi en los mismos términos: “¿tú no habías venido a ver pinchar a Marc?”. El realizador valenciano corta entonces a un primer plano de Nuria para ver su reacción y la conversación seguirá esa escala mientras se encadenan planos y contraplanos.
Ella le pregunta por una historia del pasado (“¿cómo fue lo del elefante?”) que el público desconoce y ese interés viene acompañado de un acercamiento físico, Nuria entrando en el espacio fílmico que era propiedad de Sento, que culmina con un beso rodado en primerísimo primer plano.
Así pues, pasamos de un plano general compartido (ella se inquieta porque él ha abandonado la fiesta), a una sucesión de planos/contraplanos (hay un distanciamiento entre ambos, reflejado también por la precaución, o quizá el temor, que expresan las miradas de los actores) y de ahí a una toma muy próxima de los dos (el interés por el pasado, el elefante, deviene aproximación carnal).
Tras un interludio discotequero, el encuentro entre Sento y Nuria se prolonga en una segunda secuencia, de ahí que hablemos de una sola unidad dramática. Esta se abre con un plano de Sento en el asiento de su coche, en camiseta interior, encendiéndose un cigarro postcoital (plano 1).
La composición del plano ya resulta llamativa (el personaje descentrado, aprisionado tanto por los perfiles de su propio vehículo como por la nula profundidad de campo, que crea una masa nebulosa a su alrededor), pero no tanto como que la secuencia no arranque con un plano de situación.
Al contrario de lo que sucedía en el primer segmento, donde una toma general servía para ubicar a la pareja, aquí nos topamos con un diseño áspero, introducido con sequedad, ilocalizable para el espectador que no conoce el espacio y que únicamente por inferencia deduce lo que ha sucedido (se han besado, luego ahora acaban de follar en el coche). Recuerden: personajes descentrados, atrapados y separados. Corte.
Un plano réplica del anterior desde el otro asiento (el del conductor), con Nuria enfundándose el suéter y arreglándose el pelo (plano 2). Sin más, le pregunta a Sento si regresan al local. Corte.
Sento (plano 1): “¿era verdad aquello que me dijiste, en el coche, en Benidorm?”. Otra referencia a un pasado compartido que no conocemos. Corte.
Núria, regresamos al plano 2 pero con una ligera modificación, un sutil travelling de acercamiento que incide en la importancia de la respuesta que vendrá a continuación. Ella contesta: “No, creo que no. (…) Prefiero pensar que no”.
Aquí está el meollo del asunto. Para soltar esa frase, partida en dos por una pausa larguísima, Borja Soler emplea 27 segundos. Y, lo más importante, tras el “no, creo que no” no introduce inmediatamente un plano de Sento para que veamos su reacción, sino que deja que el peso de esa negativa vaya aumentando.
Todos los planos de la secuencia son largos –mucho más largos de lo que acostumbramos a ver en las series actuales– pero este es especialmente extenso porque su duración implica la consumación de un final: no sabemos qué paso entre ellos (intuimos que mantuvieron una relación), ni qué se dijeron en Benidorm, pero la forma misma de la escena nos indica que fue importante y que la respuesta de Nuria, en mitad de una conversación en la que la pareja nunca comparte un plano y las miradas son asimétricas (no hay devolución), marca una ruptura definitiva cuya magnitud nos es transmitida a través de ese concepto bergsoniano aplicado por algunos cineastas de la Nouvelle vague como el de la durée.
Ese alargamiento del plano nos obliga a tomar conciencia del tiempo de la duración (durée), a que nos preguntemos por qué ese plano dura tantísimo y lo enlacemos con la situación dramática que se nos plantea y que, pese tener escasa información sobre ella, se carga de una gravedad tensa, que sumada al resto de decisiones de puesta en escena determina que estamos ante la destrucción total y absoluta de una relación. Como tal lo percibimos y por eso, con apenas tres frases, la emoción se hace presente (¿alguien recuerda el final del cuarto episodio de Horace and Pete? Pues eso).
Si en el primer bloque secuencial la pareja aparecía junta al principio y al final -aunque ya se nos indicaba que entre ellos había fricciones expresadas a través del fraccionamiento plano/contraplano -, en el segundo, después del último polvo, la ruptura es irreversible: no hay plano de situación, no hay mirada compartida, si a Rick y a Ilsa siempre les quedó París, a Sento y Nuria ya no les queda ni Benidorm, porque lo que fuera que ella le dijese en el aquel lugar, aquello que sostenía el finísimo hilo de su frágil romance, no era verdad.
La secuencia no termina ahí, sino que sigue con una sucinta certificación del final de una relación que deviene metáfora de la bajada de persiana de toda una época.
Sento (plano 1). “Ahora sí que sí. El Marc se pira, la Toni a otras, tú … Ahora sí que a tomar por culo”. Corte.
Nuria (plano 2). Ladea la cabeza. Corte.
Plano general de la discoteca Puzzle. Corte.
Nuria (plano 2). “Bueno, pero todavía nos queda la última, ¿no?”. Corte.
Sento (plano 1). Asiente.
No hay mejor manera de terminar que una fiesta de despedida para olvidarnos de la tristeza que la sucederá. Y a tan concluyente cierre llegamos, no lo olviden, con dos tiros de cámara; dos encuadres desequilibrados (y deslocalizados) de contornos brumosos; dos actores excepcionalmente contenidos y una laxitud tensa. Todo para alcanzar un final demoledor.
Secuencia 2: la discordia en un pasillo
Al inicio hemos apuntado que el capítulo 5 es, en realidad, el 4b, si bien, para ser más exactos, los dos forman un todo (por algo se titula, ‘Espiral 1987’, Cara A y Cara B) aunque no se emitiesen conjuntamente. Antes de entrar a examinar con mayor detalle la secuencia elegida, es interesante observar tanto la estructura de este doble episodio como su relación con el armazón completo de la temporada.
En primer lugar, si decimos que los capítulos 4 y 5 son solo uno, es porque, por un lado, rompen con la lógica temporal establecida por la serie (esto es, el quinto sucede cronológicamente al cuarto, cuando debería antecederlo) y, por otro lado, porque los dos pivotan alrededor de un acontecimiento central: el accidente de coche en el que se ven involucrados Marc y Lucas Ribó (Guillem Barbosa). Solo que esa alteración de la temporalidad no es la única, puesto que va acompañada de otra de orden estructural, en tanto en cuanto ‘Espiral 1987’ recurre a un esquema narrativo muy específico: el de las historias cruzadas.
Hasta ese momento habíamos asistido a la involución de las vidas de cinco personajes contadas en paralelo, con sus puntos coincidentes, pero aquí existe un hecho nuclear (el accidente) sobre el que gravitan las perspectivas de todos y cada uno de los protagonistas, así como el grado de intervención que establecen con respecto a ese hecho.
La manera de contar, aunque similar, es distinta a la empleada hasta el capítulo tercero, y en virtud de esas similitudes sustentadas por una propuesta coral, el conjunto no se resiente (la decisión no se aprecia como algo forzado y caprichoso). Es lógico que, además, el fatal siniestro ocupe un lugar central (y diferenciado) dentro del conjunto, y también que esté atravesado por continuas repeticiones para que veamos qué papel jugaron Sento, Nuria, Toni (Claudia Salas) y Marc en ese suceso y qué consecuencias operó en ellos, más aún cuando toda La ruta, desde el primer episodio, es una serie sobre el duelo.
Esta libertad que el equipo de guionistas formado por los citados Soler y Martín Maiztegui, a los que se suman Clara Botas y Silvia Herreros de Tejada, se toma a la hora de ordenar la serie nada tiene que ver con la arbitrariedad, sino con una concepción más abierta de la serialidad, menos constreñida por los manuales de guion o por fórmulas supuestamente infalibles que lo único que logran es ganar el premio a la previsibilidad.
Esa libertad se traslada también a la dirección, y solo basta observar cómo, sin perder el tono establecido por Borja Soler en los tres primeros episodios, la precisión para el encuadre que exhibe Belén Funes (ahora lo veremos) es muy distinta al estilo físico, al tratamiento de los cuerpos y al uso de las tomas largas para que los actores evolucionen ‘en el plano’ que Carlos Marqués-Marcet nos ofrece en la sexta parte del show.
Es decir, las imágenes permiten intuir que se ha generado un espacio de creatividad que, sin traicionar la propuesta original, permite que los directores se muestren ta y como son y sus estilos sean claramente reconocibles, algo del todo infrecuente en una teleserie.
La secuencia elegida -tres minutos y medio, 17 planos; no la desglosaremos entera, solo lo más relevante- arranca con Marc respondiendo a una llamada de IBM. Lo acaban de seleccionar para que entre a trabajar en la compañía (foto superior). Un corte directo nos llevará a un plano de la pared opuesta a la que se sitúa el teléfono.
Entre los muchos retratos colgados, hay uno de Marc con su hermano. El joven entra en el plano y responde mecánicamente mientras observa la imagen. De un plano general frontal, se pasa a una escala corta filmada en escorzo desde el ángulo opuesto al anterior (foto inferior). Retengan esta información.
Regresamos a una toma amplia y vemos como Marc cuelga el teléfono y, tras mirarse unos segundos en un espejo que el espectador no ve, todavía dolorido tras el accidente, camina hacía el salón y toma asiento (foto inferior).
La sucesión de reencuadres nos muestra a un personaje que se encuentra en un impasse existencial: acaba de recibir una oferta laboral que puede cambiarle la vida y su hermano recién ha fallecido en el mismo accidente de coche del que él ha salido ileso.
Si tomamos el pasillo como el elemento modulador de la secuencia, el siguiente plano nos coloca en la parte opuesta para para mostrarnos a Miguel (Luis Bermejo), padre de Marc, bajando las escaleras (foto inferior). Le pregunta a su hijo por la respuesta de IBM, que él entiende capital. Nótese que mientras Marc ocupa un espacio iluminado, su padre, al otro extremo del corredor, aparece tiznado de oscuridad.
Esa oposición cromática marca la tensa relación entre ambos, tan separados el uno del otro como el blanco del negro. Esa distancia emocional se evidencia también de manera física, puesto que el pasillo se utiliza, también, como separador afectivo (¡qué lejos están el uno del otro!).
Cuando Marc le mienta a su padre y le diga que IBM no lo ha elegido, esas modificaciones de ángulo y de escala anteriores (la información que les he dicho que retuvieran) cobrarán sentido porque venían a indicarnos la toma de decisión del protagonista: renuncia a su futuro profesional cuando observa la foto de él junto a su hermano y, acto seguido, se mira en el espejo para tratar de reconocerse y hacer lo correcto.
Ese cambio de disposición en el carácter se marca desde una puesta en escena que antecede la verbalización de su nueva postura (se podría haber rodado igual desde el otro lado, de manera mucho menos marcada).
Pero esperen, que aún hay más. El juego con la luz y la distancia también opera en clave informativa. El padre de Marc (a oscuras) no sabe que era su hijo menor, que no tiene carné, el que conducía el coche. Cuando Marc (la luz, la verdad) decida contárselo veremos como Miguel va ‘hacía la luz’ (foto superior).
Aquí conviene hacer dos apuntes. Uno: Belén Funes sigue, en buena lógica, marcando la distancia entre ambos (primer plano Marc; plano medio largo, Miguel). Dos: toda la secuencia es opresiva, pero aquí esa sensación aumenta con el cambio de posición de Luis Bermejo, que provoca, junto con el ligero escorzo con el que está filmada la toma, que las líneas de fuga se cierren en el segundo término del encuadre, lo que sumado al aumento del cuerpo del actor torne el plano más irrespirable.
Una vez que el padre conozca lo sucedido, imponga la ley del silencio y aniquile las dudas de Marc -la versión oficial es que Lucas conducía el vehículo- nos toparemos con un plano aterrador (foto superior): Miguel de espaldas, la oscuridad devorando la luz, Marc empequeñecido por la vehemencia de un progenitor que regresará al reino de las sombras para, toda vez conocida la terrible verdad, separarse quién sabe si definitivamente de su hijo menor, un Marc ya por siempre atrapado (esos reencuadres) en una mentira que deberá sostener hasta que su tiempo acabe. La Ruta, por desgracia, se acaba dentro de dos capítulos.