'Jack The Ripper' y 'El lugar de la ejecución': asesinos sin rostro y homicidios sin cadáver
Ante la falta de buenas series de estreno, rememoramos dos interesantes clásicos de la televisión británica, disponibles en Filmin y Amazon Prime Video
El verano está siendo flojo. De haber entrado en casa la otra noche, hubieran quedado sorprendidos. Allí andábamos, tratando de poner fin al eterno debate entre mostrarles a los vecinos las interioridades de nuestro hogar a cambio de que el viento nos agasajara con un par de soplidos de frescor o entre donar nuestros ahorros y algún órgano a las eléctricas poniendo el aire acondicionado a la velocidad de la luz, mientras, en la pantalla del televisor, una sanitaria que adivinamos asiática por la estrechez de sus pupilas —el resto de su cara la había robado del museo de Madame Tussauds— se afanaba en extirpar de la frente de una joven un bulto de grasa que hubiera hecho las delicias del Peter Jackson de Braindead (1992). Vestidos como si Supervivientes se rodara en un Carrefour (yo con un pantalón de pijama holgado y pecho a lo Austin Powers, ella con su batola de Pitufina para no olvidar de qué tiempo venimos), mi santa y servidor tratábamos de combatir ese calor de jungla vietnamita que inutiliza el poder refrescante de las duchas descorriendo ventanas, fijando distancias mínimas de seguridad y bebiendo moscow mules como si acabáramos de terminar la Marathon des Sables y nos ofrecieran un Aquarius. De fondo, aquella doctora de rictus robótico porfiaba en la transmutación del quiste en una disimulable cicatriz que permitiese a la joven ponerse una diadema y lucir la frente despejada sin ser confundida con la gemela de John Merrick.
Cuando el termostato hogareño empezó a acercarse a cifras admisibles para cualquiera que no fuese un participante de Forjado a Fuego o el primo de Lucifer, a mi cerebro, que ya no tenía que preocuparse por averiguar a qué temperatura empiezan a hervir los órganos humanos, le dio por preguntarse qué es lo que nos había llevado a estar viendo —es un decir— la enésima versión de ese tipo de programas consistentes en arreglar desperfectos, ya sean viviendas diseñadas por Calatrava y ejecutadas por Pepe Gotera y Otilio, coches usados con metástasis en el carburador que esconden su belleza bajo tres capas de herrumbre o familias mal sorteadas por el bingo del destino que buscan una reasignación más beneficiosa aunque para ello tengan que pagar el precio de la exposición pública. ¿Por qué teníamos de fondo a aquella chica lógicamente preocupada por su abultamiento craneal y a la instruida sajadora de ascendencia malayo-singapurense cuando, sin entrar en términos valorativos, en casa nunca hemos visto Overhaulin’, Extreme makeover o Me cambio de familia?
Al día siguiente, después de atemperar mis meninges bebiéndome dos cervezas cuyo tacto me recordó a los pies de un esquimal, caí en la cuenta de que este clima desértico también está marchitando las florecillas del jardín seriéfilo, de ahí que, la noche anterior, por la pantalla de nuestro televisor desfilaran los desagradables éxitos cirujanos de la Doctora Lee. Salvo la gloriosa tormenta semanal que supone el chaparrón de The Good Fight, los anuncios de estrenos resultan tan apetecibles como un prospecto de promoción de estufas catalíticas o como un bono gratuito para un baño turco al mediodía. Claro está que a uno puede bastarle el buenismo futbolero de Ted Lasso, la blandura cómica de Supernormal o el posh crime que parece ser The White Lotus (no pasé del primero), pero me parece conformarse con muy poco. Y seguro que ha habido novedades que se me han pasado por alto, novedades que ustedes me asegurarán que están muy bien, juicio que puede que yo mismo corrobore cuando las vea, pero que no sé si será capaz de eliminar la certeza de que, en líneas generales, el panorama es desolador.
Así que, hastiado de la actualidad y acordándome de la doctora Sandra Lee (pues así se llama la cirujana dermatológica aniquiladora de pústulas indecorosas), mi enrevesada mente tejió una asociación, sin duda producto de la lógica macabra que la domina en estos tiempos de calor y pandemia, que me condujo a seleccionar, dentro del prolijo menú de clásicos con el que cuenta Filmin, Jack The Ripper, la miniserie de dos episodios que en octubre de 1988 emitió la ITV británica y que le valió un Globo de Oro a Michael Caine por su interpretación del inspector Frederick Abberline.
Dividida en dos episodios de 95 y 93 minutos —aunque en la plataforma española ambos vienen unidos en una versión completa de 188’— esta producción británico-estadounidense repasa, justo un siglo después, los asesinatos cometidos en los aledaños del barrio de Whitechapel por ese serial killer anónimo que tuvo la perspicacia promocional suficiente como para bautizarse con el ya inmortal nombre de Jack ‘El destripador’. Pero ¿qué es lo que nos propone esta ‘vieja’ serie? En primer lugar, se presenta como una historia cuya pulpa dramática procede del hacendoso exprimido de los archivos oficiales sobre el caso facilitados por el Ministerio del Interior británico, así como del filtrado de los testimonios de criminólogos de Scotland Yard instruidos en los hechos. Es, pues, la dramatización de una investigación: su final no deja lugar a dudas, el inspector Abberline y su ayudante, el sargento George Godley (Lewis Collins) encontraron al asesino; los motivos por los cuales el nombre del homicida más famoso de todos los tiempos permaneció en el anonimato son otros.
Las bondades del Jack The Ripper escrito por Derek Marlowe y David Wickes se encuentran, precisamente, en el terreno de la reconstrucción. A la impecabilidad del diseño de producción (ese East End reconstruido en los estudios Pinewood) o del vestuario (ganó el Emmy a mejor peluquería) hay que añadirle la exhaustividad en la exposición de los hechos. Abberline es un buen inspector cuyos instintos andan un tanto disminuidos a causa de su irrefrenable dipsomanía. No duda en dormir las borracheras en el calabozo de la comisaría, así que su conducta lo invalida como uno de esos especímenes míticos en la estela de Auguste Dupin o Sherlock Holmes. No es que Abberline no tenga afinado el sentido de la deducción (basta ver la emocionante secuencia en la que calculan el tiempo empleado por el asesino y examinan su ruta), sino que su talento para la inferencia es, simplemente, una herramienta más dentro de esa caja de utensilios desgastada que es el trabajo policial, labor que aquí se nos describe como una tarea enormemente dificultosa, en la que la falta de recursos, la ausencia de formación de algunos agentes y la consumada inutilidad de otros, las injerencias de los mandos superiores y los recelos profesionales, la convierten en (casi) un imposible.
Solvente en su parte puramente procedimental, esta versión del caso de Jack ‘El destripador’ ofrece, además, una interesante lectura sobre el tema del doble. A la hipótesis de que sean dos las personas que colaboren para cometer los crímenes (uno como chofer y otro como ejecutor), se le incorporan los estudios sobre la personalidad múltiple que desarrolla el doctor Gull (Ray McAnally), médico de la Reina Victoria, y la exitosa adaptación teatral de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde que, en aquellos momentos, dejaba boquiabiertos a los ocupantes de la platea del Lyceum Theatre, espectadores de excepción de la sorprendente metamorfosis que sufría el rostro del laureado actor Richard Mansfield (Armand Assante), tránsito obligado para interpretar al personaje escindido creado por Robert Louis Stevenson. Esa condición dual, que también ostenta el médium Richard James Lees (alguien capaz de acceder a otro plano de la realidad), encuentra su correlato visual en la representación de dos mundos cuya coexistencia termina por provocar un cataclismo. Nos referimos a esa Londres cosmopolita y moderna, impresionada en esas tomas elevadas, siempre diurnas, que permiten apreciar la suntuosidad de los edificios nobles y de los barrios en los que residen las clases altas, una Londres diametralmente opuesta a la ciudad suburbial, atravesada por callejones mal iluminados por los que corretean hampones y prostitutas y repleta de tugurios bulliciosos e irrespirables, en la que el asesino comete sus crímenes. Cuando ‘El destripador’ comience a cobrarse sus víctimas y las investigaciones revelen la continuada presencia de algunos de los más ilustres residentes de la zona pudiente de la metrópolis en los burdeles del East End —y su más que probable participación en los homicidios— esa construcción binaria que planea sobre toda la serie incidirá en el señalamiento de un horror que estalla en los neblinosos arrabales de la ciudad, pero que tiene su origen en las capas altas de la sociedad; al fin y al cabo el despiadado Hyde se esconde detrás del rostro de un respetable doctor, el heredero al trono británico se disfraza para acudir sistemáticamente a los prostíbulos de Whitechapel y el asesino viaja oculto en un carruaje con distintivos reales.
Jack The Ripper, complemento ideal para el From Hell de Alan Moore y Eddie Campbell y para esa golosa fábula fílmica que es Asesinato por decreto (Bob Clark, 1979), no es ningún prodigio visual —basta ver las propias contradicciones técnicas que presenta, como la todavía hoy impactante transformación de Jekyll en Hyde sobre el escenario, en contraposición a la pobrísima combinación de zoom y sobreimpresiones para ilustrar las visiones de Lees (Ken Bones)— pero se sostiene gracias a sus apuntes contextuales (esa turbamulta de vigilantes que utiliza la caza del asesino como pretexto para levantarse contra un sistema que les oprime) y a un hábil diseño de personajes que encuentra en la escueta pero punzante composición de Emma (Jane Seymour) su mejor ejemplo, una falsa mujer florero que, en sus escasas y significativas apariciones, no duda en hacer gala de una inteligencia y una libertad sexual infrecuente en 1888 e incluso hoy. En un relato en el que las víctimas son mujeres explotadas sexualmente, contar con una señora que se acuesta con quien quiere, que no pide cuentas a nadie y que no es castigada por ello, debería tenerse en cuenta, sobre todo porque no se busca forzar el equilibrio, sino que Emma se mueve en un entorno en el que su conducta resulta natural, si bien sus decisiones no responden al estereotipo asociado al periodo (lo que hace mucho más interesante al personaje).
'El lugar de la ejecución'
De un matarife inidentificado a un asesinato sin cadáver. No me negarán que la sucesión de mis elecciones tiene su aquel. El lugar de la ejecución tiene ya sus buenos 13 años y, al igual que Jack The Ripper, fue una producción para la ITV británica. En realidad, allí se estrenó como una TV movie de 140 minutos. Un año después, en Estados Unidos, se lanzó como un díptico y a España nos llega como una miniserie de tres episodios que se ve en un suspiro. La podéis encontrar en el catálogo de Amazon Prime Video, eso sí, solo en versión doblada que en algo hay que ahorrar para sufragar los voltios espaciales del jefe: me guardo unos subtítulos por aquí, enchufo una copia de esas que se pasaban por televisión cuando había rombos por allá y ya tienes un tornillo más para el New Shepard, también conocido como el ‘falicohete’ o ‘The Flying Dick’.
Con dos veteranos de la televisión como el realizador Daniel Percival (The State Within, Strike Back) y el guionista Patrick Harbinson a los mandos (Urgencias, Millennium, Homeland), esta adaptación de la novela original de Val McDermid transita entre un presente en el que la reportera Catherine Heathcote (Juliet Stevenson) realiza un documental sobre el caso de una niña desaparecida y la rememoración directa de los hechos ocurridos 40 años atrás. En aquel lejano 1963, Allison Carter, de apenas 13 años, se esfumó sin previo aviso dejando a su perro en mitad del bosque, amordazado, y un reguero de sangre y algunas prendas de ropa en las galerías de una vieja mina. Su cuerpo jamás se encontró, pero hubo sospechosos, juicio y un condenado a muerte.
Cuatro décadas después, la periodista repasa la investigación de la mano del inspector que, se supone, resolvió el misterio, el reputado George Benett (Lee Ingelsby / Philip Jackson), ahora un señor jubilado profundamente respetado por su comunidad que, en mitad de la producción, decide cancelar su aparición en el documental por motivos inexplicados. Tan repentina renuncia obligará a Catherine Heathcote a viajar al lugar en el que todo sucedió para tratar de convencer a Bennett de que no retire su testimonio y para seguir ahondando en los pormenores de un caso que sigue planteando demasiados interrogantes.
En definitiva, El lugar de la ejecución bucea en ese pantano gris que se extiende entre las orillas de la verdad y la justicia, un terreno resbaladizo que la comunidad de Scardale está dispuesta a proteger a toda costa de cualquier injerencia externa, ya sea la ley o los medios de comunicación. El sorprendente, inverosímil y desolador doble desenlace con que la trama se resuelve —sin ánimo de desvelar nada, pregúntense por las motivaciones del personaje clave y se darán cuenta de que necesitan ir anudando argumentos enrevesados para justificar sus acciones y su torpeza— tiene mayor interés por la descripción que hace de la colectividad, con los tácitos juramentos que la mantienen unida a pesar de los desastres y los secretos que un puñado de familias han decidido enterrar bajo los rosales de sus cuidados jardines, que por el supuesto shock que provoca.
Situada en una zona muy concreta del condado de Derbyshire —en ese enclave semimontañoso, rural y enverdecido denominado Peak District— la serie vale más por su retrato ambiental —esa idea de sociedad impenetrable que se rige por códigos indescifrables para los forasteros— y por sus personajes que por su discutible desarrollo policiaco. La galería de caracteres es, con mucho, lo mejor de esta producción británica: el inspector que “ha estudiado” frente a unos superiores con cuatro candados en el cerebro, fieles a los viejos métodos y a colgarle el muerto al tonto del pueblo que para algo es tonto (además lo tenemos a mano, no tiene oficio ni beneficio y es como un personaje de Andrés Pajares pero en peligroso); la reportera a la que se le ha roto el matrimonio, no sabe si por falta de uso o por que el material era de mala calidad, una mujer que está más explotada que la grabadora de Villarejo, con un hija que más que la edad del pavo tiene la edad del T-Rex y no se conforma con escupirle insultos a su madre sino que necesita subir la apuesta y cometer pequeños actos vandálicos en señal de protesta contra esas leyes que te impiden, vete a saber por qué, hacer cosas de adultos por cuestiones de edad. De hecho, los mejores detalles de planificación de la serie se encuentran en la relación entre madre e hija, casi siempre dándose la espalda, con encuadres opresivos, hasta que los lazos entre ambas vuelven a fortalecerse y terminan en un plano general, al aire libre, mirándose cara a cara y dándose un abrazo (a quien le dan la espalda será a la abuela, que ha escondido durante más de 40 años un secreto familiar inconfesable).
Por lo demás, afuera el calor persiste, Amazon retira mañana las siete temporadas de El Ala Oeste de la Casa Blanca (¿ahorrando para un nuevo trasto espacial, Jeff?), tengo miedo de enchufar el aire acondicionado porque la última factura de la luz parece la cifra del PIB de algún país de Micronesia y, mientras recupero series antiguas, sigo aguardando el estreno que me arregle el verano. Vayan por la sombra, no hagan deporte en las horas centrales del día y, por San Bernardo, hidrátenseme.