'22 de julio': el niño bien de Oslo que asesinó a 77 personas
La miniserie noruega indaga en los atentados ocurridos en Oslo y la isla de Utoya en 2011 sin otorgarle protagonismo al autor
En el artículo ‘Diez cineastas fundadores de la serialidad televisiva’, Jordi Balló y Xavier Pérez, profesores de la Universitat Pompeu Fabra, establecían una luminosa conexión entre “las películas documentales encadenadas” con las que el realizador Frederick Wiseman lleva décadas retratando las instituciones públicas norteamericanas -del tribunal juvenil de Memphis en Juvenile Court (1973) a una pequeña localidad en Monrovia, Indiana (2018)– y “la construcción de un retrato puntillista de los instrumentos imperfectos de la democracia” que lleva a cabo David Simon en la capital The Wire (2002-2008). El nexo común entre la filmografía del primero y la serie televisiva del segundo -serie que, no olvidemos, dedicaba cada una de sus temporadas a analizar distintos ecosistemas sociales en conflicto- estaría en la “conciencia exhaustiva” que ordena ambos procederes.
Sin alcanzar tal grado de meticulosidad, 22 de julio (2020), la miniserie noruega que indaga en los atentados ocurridos en Oslo y la isla de Utoya en 2011 comparte esa aproximación de raíz sociológica presente tanto en los trabajos de Wiseman como en gran parte de las creaciones del showrunner de Washington (de Show Me a Hero a The Deuce). Sarah Johnsen y Pal Sletaune sitúan la acción en los días precedentes a los ataques y siguen un orden cronológico que termina en diciembre de 2011, seis meses después de la masacre que costó la vida a 77 personas. Tanto el guion como la realización, que corre a cargo del propio Sletaune y de Gjyljeta Berisha, se alejan de los dos precedentes fílmicos que abordaron los hechos: evitan a toda costa la recreación fría e inane que firmó Paul Greengrass en 22 de julio (2018) y rehúyen cualquier aproximación de carácter inmersivo, próxima a determinado cine de terror, como la que propuso Erik Poppe en Utoya, 22 de julio (2018) rodada en un único plano secuencia que pretendía transmitir el pánico y la angustia que experimentaron las víctimas, principalmente miembros de Liga juvenil del Partido Laborista que celebraba su campamento anual en la pequeña isla situada en el lago Tyrifjorden.
La miniserie que estrenó Filmin el pasado día 19 está en las antípodas de los dos filmes citados. Su propósito parece ser bien otro, el de confeccionar un minucioso examen de las posibles causas que desembocaron en el múltiple homicidio y de las consecuencias que la matanza tuvo en la sociedad noruega. Las referencias a Wiseman y a Simon no son gratuitas porque Sletaune y Johnsen emplean una estrategia similar a la de los creadores estadounidenses. Se trata de elaborar un retrato panóptico que dé cuenta de un objeto desde diferentes perspectivas, cuantas más mejor -solo viendo la duración de esta producción, seis episodios que abarcan unos 300 minutos de metraje, ya se deduce que tiene complicado alcanzar los niveles de profundidad de City Hall (Frederick Wiseman, 2020) o Treme (David Simon & Eric Overmeyer, 2010-2013).
Si Wiseman dedica largometrajes enteros a retratar bibliotecas, universidades o un barrio entero y Simon examina en cada una de las cinco temporadas de The Wire un reducto social distinto y en tensión (la comisaria, el puerto de Baltimore, un periódico o una escuela), en la teleficción escandinava se realiza una aproximación polifónica a una atrocidad en la que la pluralidad de voces representadas procura ir sumando grados de complejidad que nos permitan hacernos una idea del asunto. Así, la diversidad de puntos de vista incluye el de dos reporteros del Aftenposten que destaparon las negligencias policiales durante su intervención tras el ataque en la isla; el de la jefa de urgencias del hospital de Ullevaal y el de un limpiador del mismo centro (emigrante y musulmán); el de una profesora cuyo hijo adolescente se vio afectado por la bomba de Oslo o el de un veterano policía que intervino en las labores de rescate, sin olvidar el de un popular blogger de extrema derecha.
Las semejanzas entre los dos referentes citados y esta producción de la televisión pública noruega no se reducen a esa composición expansiva que aquí adopta la forma de una narración coral, sino también al despliegue de un discurso con una fuerte carga política. Existe, por un lado, una defensa frontal de la sanidad pública: la serie arranca con las tensiones que surgen en el hospital de Ullevaal cuando la gerencia quiere imponer un paquete de recortes que mejoren el balance contable. Por otra parte, ahonda en los males de una sociedad de consumo en la que los individuos están cada vez más alienados: el chaval que sufre las consecuencias de la bomba porque su madre transige y le compra el skate que no puede pagar (al volver a la tienda estallará el artefacto), la madre embarazada que maltrata a su primogénito, la ola de ardor xenófobo que aviva la hasta no hace tanto contenida valentía de una gran parte de la sociedad noruega, la aparición de numerosos personajes con problemas psicológicos… Todos esos males terminan por encontrar la hendidura por la que propagarse, el fallo sistémico que les dé la posibilidad de liberarse para causar el mayor daño en el menor tiempo posible. ¿Cuáles son esos errores o cómo es posible que se produzcan? Reduciendo el personal sanitario de un hospital e impidiendo que, cuando suceda un desastre, no haya médicos ni enfermeros suficientes para atender a los heridos, aplicando mal los protocolos de intervención policial en caso de atentado o aligerando la gravedad, categorizándolas como anécdotas, de las publicaciones racistas y antidemocráticas que inundan internet. O, simplemente, dejando de prestar atención a las personas con las que convivimos.
Existe, pues, una mirada profundamente crítica sobre todo lo que rodeó a aquella tragedia, una mirada que se derrama sobre el presente de un país no ha superado un acontecimiento cuya explicación no puede armarse recurriendo a una lógica binaria (bien/mal, amigo/enemigo) y que, sin embargo, a pesar de la ininteligibilidad que lo envuelve - ¿cómo es posible que un niño bien de Oslo mate a decenas y decenas de críos a sangre fría? – o precisamente a causa de las enigmáticas razones que lo engendraron, se torna más ominoso cuando se contempla la feroz rotundidad de sus consecuencias, tan concreta como una nave industrial repleta de ataúdes blancos. Y ahí, en esa línea de sombra que va de lo incomprensible a la cruda literalidad del cuerpo de un niño asesinado -un cuerpo que no puede ser metáfora ni símbolo, que únicamente es el resultado de una barbarie que nadie sabe por qué ha sucedido-, en ese páramo yermo de raciocinio es donde 22 de julio quiere encender una cerilla. Y la cerilla prende. Y va encendiendo preguntas incómodas: ¿se puede asumir un error que ha costado la vida a otra(s) persona(s)? (Impagable todo el arco dramático del policía interpretado por Øyvind Brandtzæg) ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad laboral? (He aquí una serie sobre la ética en el trabajo) ¿Cómo se recupera la gente de un golpe así? (La profesora que pide el traslado para estar más cerca de su hijo, el agente que no multará a ese chaval que va demasiado deprisa con su moto… ¿acaso podemos castigar más a nuestros jóvenes?) ¿Se pueden desligar las manifestaciones falaces, puramente racistas, de las acciones violentas llevadas a cabo por terceros basadas en esas indicaciones ideológicas? El listado de interrogantes es inacabable y va ampliándose incluso mucho después de que el último episodio haya terminado.
Quienes se hayan dejado arrastrar por el sensacionalismo del titular para, a continuación, toparse con los nombres de dos profesores universitarios en la primera línea del presente texto pueden haber experimentado el mismo desencanto que aquellos que entren en 22 de julio - fecha asociada a una matanza- bien con morbosas expectativas, bien en busca de una catarsis. No encontrarán nada de eso. Salvo algunos excesos en el uso de la banda sonora compuesta por Uno Helmersson y Jodan Soderqvist y un par de secuencias demasiado llamativas (ese hombre que, en mitad del capítulo segundo, se para en mitad de la calle y exhibe impúdico su racismo rampante), no hallarán rastro alguno de los tics efectistas que habitualmente pueblan las ficciones sobre actos terroristas (desde Cuando el polvo se asienta a Kalifat, por no abandonar el marco geográfico). La renuncia a adornar la violencia con la parafernalia propia del cine espectáculo y el arrinconamiento del drama sobrecargado en el que el sentimentalismo es antónimo de cualquier aporte sustancial, procede de la propia forma de la miniserie. Habrán notado que hemos llegado hasta aquí sin necesidad de mencionar el nombre del autor de los atentados, Anders Behring Breivik. Si ha sido así es porque Johnsen y Sletaune niegan continuamente su presencia, reducen sus apariciones a la fotografía que publicaron en su día los diarios (episodio 3), a unos segundos de la retransmisión del juicio por televisión y, en el único momento en que será interpretado por un actor, a una visión fugaz de su perfil y un par de tomas de su espalda (puño en alto). La no-presentación de Breivik se produce cuando dos repartidores irán a una granja a entregarle los miles de kilos de fertilizante con los que construirá la bomba que detonará en un edificio de viviendas frente a la oficina del Primer Ministro. No le veremos. La cámara se quedará en la cabina del camión y no concederá ni un segundo de metraje al asesino. Pero ¿por qué condenarlo a ese fuera de campo permanente? Esa decisión tiene un componente ético -ni un segundo a un homicida neonazi- indisociable de su correlato estético -el uso del fuera de campo- que tendrá otras consecuencias discursivas y formales: la no exposición de Breivik le invalida como chivo expiatorio, como figura sobre la que volcar los problemas de una sociedad en lugar de afrontarlos, analizarlos y determinar por qué en Noruega (“el mejor país del mundo” como se afirma en el arranque) surgen tipos como él -el mayor volumen de atentados terroristas en suelo noruego corresponde a los grupos de extrema derecha, tal y como se explicita. Si la culpa no es (solo) del terrorista, ¿entonces de quién es?
Un inciso. En el último episodio, la mujer del policía le pregunta a su marido si no quiere ver el juicio, que está siendo emitido por la televisión: “¿no quieres saber cómo es?”. Eivind (Øyvind Brandtzæg) se niega. Sin embargo, sí que se nos explica cómo es Breivik y no solo en ese capítulo final ocupado por el juicio en el que aparecen los primeros informes psicológicos que le diagnosticaron esquizofrenia y los segundos, que determinaron que tenía un trastorno narcisista, sin olvidar la investigación periodística que lleva por su cuenta la infatigable Anine Welsh (Alexandra Gjerpen) que también aporta datos sobre esta cuestión. Antes de llegar a los tribunales, de manera minuciosa y casi subliminal, los guionistas describen al terrorista utilizando a otros personajes: la mirada de Mads (Frederik Hoyer), titular del blog Breidablikk y representante de esas corrientes neofascistas que hoy campan a sus anchas por el mundo, es idéntica a la del Breivik interpretado por Anders Danielsen Lie en la película de Greengrass (esa alucinación ideológica que les ensancha las pupilas como si fueran las de un muñeco ventrílocuo), hay una correlación doctrinal entre los personajes y una mímesis interpretativa entre los actores; también está esa madre embarazada que agrede a su hijo y que no es más que un reflejo de la madre del propio Breivik, aquejada de trastorno límite de la personalidad, por no hablar de la tolerancia de un sistema cuyos pecados de omisión -un policía que desoye una agresión, un periódico que no presta atención a los mensajes xenófobos que le llegan- son el vivero idóneo para que descapullen las flores del mal.
Renunciar a Breivik es renunciar a lo evidente, es apelar a la sugerencia y a la reacción antes que a la visión directa de la violencia y del horror, es anteponer la reflexión a la emoción (que brotará por sí misma, sin necesidad de forzarla): no veremos la explosión en pleno distrito gubernamental de Oslo (retendremos el revoloteo de los miles de folios alrededor del edificio destrozado), no veremos la masacre en la isla (nos quedaremos con el sonido de los disparos que oyen los campistas que están en la orilla de enfrente -hay un excelente trabajo con la gradación del sonido- o con los que llegan a través de los mensajes a los teléfonos y a través de las redes sociales); no veremos los cadáveres de los jóvenes asesinados (se nos pegará en la retina la imagen de un camping improvisado en mitad de un claro en el bosque y el incesante sonido de los smartphones sin nadie que los atienda, ¿hay acaso manera más pertinente de hacernos notar la pérdida y el dolor? La pérdida de quienes ya no pueden responder -no hay un solo cuerpo en la escena- y el dolor de los que llaman en vano).
Todas estas decisiones formales hacen de 22 de julio una producción tremendamente respetuosa no solo con las víctimas, con los supervivientes y con los familiares sino también con la propia sociedad noruega a la que se le exige que asuma su responsabilidad y que ponga medios para que algo como aquello no vuelva a suceder sin por ello dejar de reconocer sus valores, valores que se oponen radicalmente a los defendidos por Breivik en el manifiesto que dio a conocer tras los asesinatos (desprecio del multiculturalismo, islamofobia, oposición al feminismo… la extrema derecha de siempre). Detrás de todo esto hay un elogio de la dignidad personal y profesional que se percibe tanto en el tratamiento visual (esas intervenciones hospitalarias en las que priman los insertos, los planos de detalle y el montaje veloz, apenas vemos los cuerpos enteros: no existe una concepción teatral del quirófano) como en la propia dramaturgia: una jefa de urgencias que no dudará en denunciar a la prensa (y ante la reina) las tropelías de la dirección (jugándose el puesto), un veterano policía que dimitirá tras corroborar que su idea de servir y proteger nada tiene que ver con la de sus superiores, un par de periodistas que se desvivirán por ir más allá de las versiones oficiales y que no abandonarán su labor incluso cuando reciban el reconocimiento de sus colegas,… Lo crucial está en que esa dignidad, lo intachable de su conducta, implica numerosas derrotas: “nos equivocaremos, pero actuaremos”, dice la jefa de urgencias cuando tiene que empezar el turno en el que se atenderá a los numerosos heridos que van llegando (la misma gran profesional que no reconoce que está operando a Liiban (Hamza Kader), el limpiador con el ha trabajado durante meses, víctima de un apuñalamiento); la acusación de insensibilidad que recaerá sobre los periodistas Anine y Harald (Marius Lien) tras cuestionar, con pruebas y testimonios, la actuación de la policía (lo que implica sufrir cierto relegamiento profesional y la condena de una población consternada de la que solo parece esperarse que cumpla con el obligado luto) o la asunción de ese trágico error del pasado que martirizará a un Eivind que, no obstante, hará lo posible por enmendarlo, …
Si el trabajo con el fuera de campo y con la sugerencia es consecuencia del escrupuloso respeto por la multiplicidad de puntos de vista desplegados -no se abandona a los personajes para enseñarnos la deflagración, por ejemplo- el hilo dramático que termina uniendo sus experiencias no es menos riguroso. Al inicio, la doctora Anne Catherine Kristoffersen (Ane Skumsvoll) recurrirá a Anine para denunciar los recortes que mermarán la capacidad de respuesta del hospital de Ullevaal. La propia médica será la encargada de atender al pequeño Ole Christian, ingresado tras caer desde el balcón de su piso. El niño presenta heridas sospechosas. La jefa de urgencias hablará con el agente Eivind, encargado del caso. Cuando, en el episodio final, Anne Cathrine ejerza como mediadora entre Eivind y Anine para que este último denuncie públicamente, tras el enésimo fallo del sistema y de los hombres que lo manejan, qué le pasó realmente a Ole Christian percibiremos la fortaleza de un guion que entrecruza los destinos de los personajes de manera coherente y sin buscar la cuadratura del círculo, sin pretender que todas las historias confluyan.
Como sucede con Wiseman o con la mayoría de las series firmadas por David Simon, después de ver 22 de julio les tocará poner el cerebro a centrifugar; Johnsen y Sletaune son de esa clase de gente que siempre deja la pelota en tu tejado. Recójanla.