'Kalifat'. Los tentáculos del estado islámico
'Kalifat' está organizada para que no podamos irnos a dormir sin poner otro capítulo, es casi un elogio de la continuidad, aunque para mantener el ritmo y la tensión recurra a ciertos ‘trucos’ de guion
Objetivo de la semana: ser didáctico. Empezaré diciéndoles que habrá spoilers. Muchos spoilers. Así que antes de que me manden a pasar lo que quede de cuarentena a Rukban les recomiendo que lean esto solo después de haber visto Kalifat (si eso les trae sin cuidado, sean igualmente bienvenidos).
Kalifat fue estrenada por Netflix el 18 de marzo (hace casi un mes que, en el estado en el que nos encontramos, no sé si fue anteayer o en 1997). Aunque el gigante del streaming la venda como un original propio, estamos ante una coproducción sueco-jordana con la prestigiosa firma Filmlance a la cabeza (sí, los de Bron/Broen) y con la compañía radicada en Amman, The Imaginarium Films, al lado (es la responsable parcial de películas como Maya de Mia Hansen-Love, La aparición de Xavier Giannoli o The Idol de Hany Abu-Assad entre otra). Sus ocho episodios han sido escritos por Wilhelm Behrman (Before We Die) y el curtido Nicklas Rockström (Inspector Wallander, Thicker Than Water) y dirigidos por el director bosnio-sueco Goran Kapetanovic. Quédense con la mezcla de nacionalidades.
Pero ¿de qué va? La serie describe el funcionamiento de una célula terrorista que opera en Suecia y cuyo centro de mando se encuentra en Al Raqqa, ciudad del norte de Siria que estuvo controlada durante cuatro años (2013-2017) por el autodenominado Estado Islámico (EI). En realidad, la célula está formada por un único hombre, Ibrahim Haddad (Lancelot Ncube), un joven que trabaja como profesor asociado en el instituto de un barrio de Estocolmo con un alto porcentaje de inmigrantes. En tanto cerebro de la operación trabaja en dos direcciones: por un lado, se encarga de formar pequeños comandos para que cometan atentados y, por el otro, capta a mujeres adolescentes para enviarlas de viaje sin retorno a Siria a vivir bajo la ley de la Sharía y servir al califato instituido por el EI. Pero dejemos a Ibrahim para el final y aprovechemos la coralidad de la propuesta para, por esta vez, ir personaje a personaje.
Pervin. Pervin (Gizem Erdogan) es una joven sueca afincada en Al Raqqa. Vive allí junto a su marido Husam (Amed Bozan) y su pequeña hija Latifa. Los dos viajaron a Siria tras comulgar con la ultraortodoxia islamista en su país de origen. Ella cumple con los mandamientos religiosos y se dedica a cuidar de la casa y de su bebé, mientras que su esposo ejerce como encargado de logística en la milicia en la que se ha integrado, un grupo cuyos objetivos pasan por organizar actos terroristas en territorio sueco y/o involucrarse en su particular guerra santa contra el ejército de Bashar al-Ásad. No son los únicos integrantes nórdicos del Estado Islámico. La serie se encarga de mostrar que esa subcomunidad es más amplia de lo que uno pueda imaginar. De hecho, será la amiga de Pervin la que, tras quedarse viuda y antes de ser recluida en el espacio que la ley designa a las mujeres que han perdido a sus esposos, le facilite un teléfono móvil que guarda clandestinamente y la empuje a contactar con Dolores Vargas (Mónica Albornoz), la que fue su profesora en el instituto de Estocolmo en el que cursaban la secundaria antes de escapar hacia Siria. Sí, la amiga también es sueca. La ‘trama Pervin’ concentra el largo y angustioso proceso que la joven inicia con tal de escapar de una vida que nada tiene que ver con la que le prometieron. La descripción de su asfixia cotidiana es tan minuciosa que no deberías sorprendente si, de repente, te descubres hiperventilando en el interior de una bolsa de papel. Además de las localizaciones y del verista diseño de producción (por cuestiones laborales tengo vistos unos cuantos documentales sobre Siria y el parecido es acongojante) Kapetanovic utiliza la cámara al hombro, siempre muy próxima a su coprotagonista, para mostrar su grado de opresión: el nicab que solo deja ver sus ojos (es la única prenda permitida a la mujer cuando sale de casa), la violencia doméstica que sufre por parte de su marido o de cualquier hombre que la desee, el terror que experimenta al salir de noche (ellas lo tienen prohibido), la laberíntica disposición de la ciudad y del hogar…
Hay dos imágenes que simbolizan el drama que atraviesa Pervin y, por extensión, cualquier mujer que vive bajo el yugo del Estado Islámico (en su desenlace, la serie deja bien claro que las mujeres son las grandes víctimas de esta torticera interpretación del islam: hay una clara toma de posición por parte de los creadores). Volvamos a las imágenes. Una es la de la violación que padece en su propia casa: el realizador utiliza el mobiliario de la cocina para encajonar el rostro de Pervin y sintetizar con precisión cuál es el estado de esa mujer. Cuando el plano cambie la situación también lo hará y la joven esposa acuchillará a su agresor iniciando un movimiento de liberación que no sabe si tendrá un final feliz pero que se impone como un instintivo acto de supervivencia. La otra secuencia relevante, situada en el séptimo capítulo, es la que muestra a Pervin, vestida de hombre y con su hija escondida en una bolsa de la compra, caminando por las calles de Al Raqqa. Va en busca del vehículo que la sacará de allí. La cámara se pega a ella y la sigue, apenas hay profundidad de campo y cada persona con la que se cruza o con la que choca involuntariamente es percibida como una amenaza (las calles están llenas de gente yendo al mercado). La música de Sophia Ersson va machacando nuestros nervios sin imponerse, percutiendo en un discreto y efectivo segundo plano (el sonido ambiente se escucha con nitidez). Cuando la huida no pueda consumarse y tenga que volver a casa, esa combinación de imágenes y sonidos se volverá casi insoportable.
Fatima. Fatima Zukic (Aliette Opheim) es una agente de los servicios de inteligencia suecos con serias dificultades para acatar órdenes. Es amiga íntima de Dolores Vargas y será la profesora/asistente social la que la ponga en contacto con Pervin. Fatima no dudará en ponerle precio a su rescate: si quiere que la saque de Al Raqqa, Pervin tendrá que darle información sobre posibles acciones terroristas del EI en territorio sueco. La inspectora es un alma libre. Su indisciplina la ha llevado a realizar tareas administrativas y ve a Pervin como una oportunidad para recuperar la posición que cree que merece. Actúa en solitario y apenas mantiene contacto laboral con el que es su compañero y amante Calle (Albin Grenholm). Fatima, de origen bosnio, es el personaje bisagra: tendrá que montar el rescate de Pervin y atajar en solitario (sus advertencias han sido desoídas por sus superiores) los atentados que sabe que están a punto de perpetrarse. El diseño de su carácter -individualista, tenaz, concienzuda, irresponsable, obsesiva y engreída - y la acertada interpretación de Opheim, hacen llevaderas determinadas conveniencias de guion que se acrecientan pasado el ecuador de la serie. Las dejo en forma de preguntas: ¿no es demasiada casualidad que los dos hermanos terroristas, Jakob (Marcus Vögeli) y Emil (Nils Wetterholm), acudan al campo de tiro abandonado en el que hacen prácticas a recoger un casquillo olvidado justo en el momento en el que Fatima ha ido a echar una ojeada? En realidad, este momento está insertado en un cuarto capítulo repleto de felices eventualidades que hacen que la trama avance “por donde toca”: ¿no es acaso un golpe de fortuna que una profesora le comunique a otra la radicalización de dos alumnas justo en presencia de Ibrahim (que así se pone alerta)? ¿O que el profesor-terrorista abandone la charla que está dando la policía justo en el momento en el que se pone un vídeo en el que él, con la cara cubierta, aparece como ejecutor de un prisionero? En realidad, la trepidación de un guion plagado de puntos de giro en el que una enfebrecida continuidad no deja ni un solo tiempo muerto (terminado un capítulo se genera esa necesidad de ver el siguiente: todo está encadenando de tal manera que, si quitas una pieza, el mecano se cae a pedazos) sirve para ocultar unos cuantos excesos de verosimilitud: ¿o es que a Fatima no le resulta demasiado sencillo orquestar no una sino dos exfiltraciones de Al Raqqa por su propia cuenta y riesgo? Pero esto que es, ¿Prison Break? Al igual que su proceso de ocultación y huida de la policía -una vez que ha decidido saltarse a la torera cualquier regla con tal de evitar los atentados- está explicado al detalle y resulta creíble, el rescate de las mujeres necesitaría una descripción más prolija.
Sulle. Esto me lleva a la historia de Sulle Wasem (Nora Rios) y su hermana Lisha (Yussra El Abdouni). Si la extracción de Pervin se antoja demasiado sencilla es, precisamente, porque asistimos al periplo que las dos hermanas llevan a cabo hasta llegar a su destino. Varios vuelos y otros tantos enlaces, cambios de identidad, trayectos en coche por caminos pedregosos, refugios en casas abandonadas y la imposición de la nueva indumentaria antes de iniciar un último viaje hacinadas en una furgoneta hasta llegar a territorio del EI. Sulle y Lisha son dos adolescentes que estudian en el instituto en el que Ibrahim ejerce como profesor ayudante. Sus padres son jordanos emigrados y podríamos definirlos como creyentes no practicantes. Sus hijas han nacido en Suecia. Adoctrinadas por Ibrahim, asistiremos a su proceso de conversión -al que también se suma su amiga Kerima (Amanda Sohrabi)- y a la paulatina radicalización que las lleva a seguir el camino de Pervin: dejar atrás su país y su familia para abrazar el supuesto paraíso que les espera en el nuevo califato.
Ibrahim. Regresemos a él. Sus acciones se coordinan desde Al Raqqa y el objetivo final de su operación consiste en ejecutar tres atentados simultáneos en diferentes puntos de Estocolmo. Los hermanos Jakob y Emil (los dos de origen sueco) serán los encargados de perpetrar una masacre en la estación de metro de Globe. Jakob es un veinteañero criado en una familia desestructurada y que, a su temprana edad, ya ha pasado un tiempo en la cárcel. A su vez, ejerce como figura paterna de su hermano Emil, un joven con serios problemas de aceptación y con una bajísima autoestima.
El segundo acto homicida consiste en hacer estallar un avión que vuela desde el aeropuerto de Arlanda a Londres. Para ello, Ibrahim utilizará a Miryam (Shada-Hellin Sulhav), una joven iraquí que trabaja en el Duty Free. Llegará a casarse con ella y la hará servir como correo para introducir los explosivos en el aeropuerto de modo que el encargado de hacer estallar el artefacto pueda recogerlo en la zona de las terminales, con los controles de seguridad ya superados. Solo un breve apunte: mientras que Miryam es el personaje peor escrito de la función (sin apenas un matiz), la descripción de los pasos previos a la ejecución del atentado (todo ese proceso) es muy interesante.
El tercer objetivo de Ibrahim es reventar el salón de actos un centro religioso en el que, utilizando como tapadera una asociación cristiana que él mismo ha creado, se celebrará un encuentro entre diferentes entidades con la destrucción de la cultura como pretexto temático para la ponencia. Para completar estas tres operaciones, el autor intelectual y material de los atentados ha empleado seis meses de su vida (estamos ante un proceso formativo que, así lo entiendo yo, requiere de un tiempo que no casa bien con el tempo). Este dato es importante porque, llevado por el furor narrativo, uno puede pensar que Ibrahim tiene el don de la ubicuidad y está en varios sitios a la vez o se mueve como Flash puesto de speed (aunque, parafraseando a los Astrud, parece que “hay un hombre en el ISIS que lo hace todo”). Antes de pasar al siguiente epígrafe, no está de más incidir en que Goran Kapetanovic se marca una treta digna de fullero veterano haciéndonos creer que Ibrahim ha conseguido sus objetivos (fíjense en cómo está montada esa secuencia y luego reconózcanme que el tipo es tramposillo).
El islam y el Estado Islámico. La teleserie sueca trata de evitar por todos los medios que la velocidad propia del thriller (eso es Kalifat) esconda un mensaje de corte xenófobo en el que lo musulmán se confunda con el terrorismo y el islam con el Estado Islámico (algo que sucedía, por ejemplo, en las primeras temporadas de Homeland). Hemos insistido en los orígenes de los personajes principales, todos ellos integrantes de una primera generación de suecos, hijos de padres inmigrantes. Sulle y Lisha descienden de jordanos con escaso interés por el Corán y totalmente contrarios a las aplicaciones más restrictivas del libro sagrado (el padre obliga a Sulle a quitarse el hiyab cuando se presenta a desayunar con él: “vinimos aquí huyendo de eso”, le espeta a su hija). Aunque el origen de Pervin no se especifica, su nombre es de origen persa y pertenece a esa generación de hijos de emigrados que buscó asilo en Suecia. Tanto ella como su marido, Husam, proceden del mismo entorno: entre ellos hablan en sueco (ella apenas chapurrea el árabe) y ven Bron/Broen (¡!) en su portátil. La relación entre ambos supone otra inyección de complejidad: aunque Husam la domina y la maltrata, se nos presenta como un pusilánime que ejerce la violencia más por miedo que por convencimiento (es un cobarde) y cuya lábil voluntad Pervin aprende a manejar (es infinitamente más inteligente que él) aunque sepa que cualquier error de cálculo pueda costarle la vida. Se nota un esfuerzo por dibujar una relación que se aleje del tópico tirano vs. víctima (por más que la serie dejé muy claro que ese tópico es ley y que las mujeres son un mero accesorio en el seno de esa sociedad).
Fatima es sueca de adopción. Nació en Bosnia. Después de que su padre, que pertenecía a las fuerzas especiales, fuera asesinado durante la guerra de los Balcanes, su madre y ella emigraron a Suecia. Tenía cinco años. No se olvida de sus orígenes: va por casa con la camiseta del FK Sarajevo (mi memoria futbolística se acuerda del mítico Susic) y los amigos de su padre son los que la esconden cuando pintan bastos. Que Fatima sea bosnia y que su padre falleciera en la masacre de Srbrenica no es una elección casual sino un modo de apartar los juicios rápidos, recordando una matanza que costó la vida a 8000 musulmanes y señalando hechos históricos que hoy parecen olvidados (en el armario de los agravios históricos, cada religión tiene su balda para los cadáveres). Es, pues, una agente de origen musulmán la que perseguirá a los radicales islamistas (por más que ella no muestre jamás ninguna inclinación hacia la religión, el detalle está ahí para quien quiera verlo).
Los que circulan por el eje del mal también son suecos. Born and raised in Sweden es el villano de la función, Ibrahim Haddad (de padre egipcio y madre sueca) y residente en el país desde hace años es Miriyam cuyo origen iraquí tampoco debería tomarse como un dato anecdótico. Aun siendo el personaje con menos aristas, no es casual que manifieste su deseo de venganza por todos los males que occidente ha causado al pueblo musulmán y que sea iraquí. Detrás de esa postura están las dos injustificables e injustificadas guerras del Golfo y la posterior invasión estadounidense, o el hecho de que tanto Irak como Siria fueran los dos países en los que primero se asentó el Estado Islámico con la intención de ir extendiendo su imperio. Tampoco nos olvidemos de Kerima, de padre checheno, otro enclave en el que la religión late tras una guerra que no acaba y que ahora, bajo el poder de Ramzan Kadyrov, parece estar en estado latente. Así pues, Kalifat también puede leerse como un mapa de las regiones en las que el islam figura como foco del conflicto y como índice cronológico de los desastres bélicos en los que se ha visto involucrada población musulmana (ya sea como víctima o como verdugo o, como la serie se ahínca en mostrar, en los dos lados).
Desde un punto de vista contextual, la serie escrita por Behrman y Rockström hace hincapié en que la captación de jóvenes no tiene tanto que ver con sus profundas creencias religiosas como con el hecho de pertenecer a familias con escasos recursos, normalmente desestructuradas (Jakob y Emil no pertenecen a ninguna familia emigrada de países con mayoría musulmana; son, simplemente, dos jóvenes suecos sin futuro). El factor edad es, también, fundamental. Guiar el angst propio de la adolescencia -ese momento en el que queremos arrasar, simbólicamente, con todo empezando por los padres- hacia el camino de la violencia puede ser relativamente sencillo en un ambiente marcado por la falta de oportunidades, la ‘guetización’ y ciertos desequilibrios en función de los orígenes (aunque esta entrevista data de 2010, las declaraciones del abogado y escritor Jens Lapidus no deberían caer en saco roto: “Suecia tiene una ley contra la discriminación y el sentimiento general en la política sueca es muy abierto y en contra de la discriminación. Una vez dicho esto, creo que hay un profundo racismo oculto en la sociedad sueca. La gente con orígenes no europeos no encuentra trabajo de la misma manera que los suecos de origen; en el Parlamento no hay representantes que vengan las clases bajas”. La irrupción de políticos como Jimmie Akkeson me dicen que Lapidus sabía de lo que hablaba). Si nos fijamos en el retrato que hemos hecho de los ‘captados’, salvo Sulle y Lisha, el resto proceden de entornos desfavorables.
En conclusión: Kalifat está organizada para que no podamos irnos a dormir sin poner otro capítulo, es casi un elogio de la continuidad, aunque para mantener el ritmo y la tensión recurra a ciertos ‘trucos’ de guion. Pero más allá de que muchas cosas sucedan en el momento oportuno, ofrece una realización cargada de brío y una profundidad contextual infrecuente que trata de desterrar cualquier prejuicio: la clave (oh, una sorpresa) está en la figura del jefe de los servicios de seguridad, de nombre Nadir (una pista, aunque sea sueco no se parece a Alexander Skarsgard).