El guion que Jimmy Sangster escribió para el Drácula producido por la Hammer en 1958 conservaba mínimos puntos de contacto con la novela original para promocionarse como la primera adaptación en color del libro de Bram Stoker, aunque, en realidad, se tomaba numerosas licencias con respecto al material de partida. En aquella versión dirigida por Terence Fisher, Jonathan Harker (John Van Eyssen) no era el diligente abogado que viajaba hasta Transilvania para certificar la compra de propiedades en Inglaterra por parte del conde Drácula (Christopher Lee) sino el discípulo aventajado del doctor Abraham Van Helsing (Peter Cushing), cuya única misión no era otra que acabar con el vampiro en cuanto dispusiera de la menor oportunidad. Los cambios que Sangster introdujo con respecto a la novela fueron numerosos y cristalizaron en una aproximación que respetaba los elementos básicos de la genealogía del mito pero que enflaquecía el relato hasta dejarlo en un escuálido guion de 81 minutos (una historia cuyo protagonista, que no era otro que Harker, palmaba a los veinte minutos… dos años antes de Hitchock filmara Psicosis). El uso del color (la imagen que cierra la secuencia de créditos, con la sangre roja goteando sobre la tumba de Drácula es toda una declaración de intenciones estéticas), el juego con los tamaños y la colocación de los actores en el interior del plano o la introducción de una fuerte carga sexual incorporada por un Lee que compuso un confiado, agresivo y atractivo conde, marcaron un antes y un después en la larga historia de las adaptaciones de este clásico de la literatura gótica.
Si citamos el filme de la Hammer para hablar de la miniserie sobre Drácula que Netflix acaba de estrenar es porque sus responsables, Mark Gatiss y Stephen Moffat, han reinterpretado el clásico de Stoker con una heterodoxia y un respeto por el espíritu de la obra idénticos a los de Sangster. Solo que, si el guionista de El sabor del miedo (Seth Holt, 1961) se entregaba a una ardua labor de desbroce sintético, los creadores de Sherlock amplían el campo de juego como ya hicieran con el personaje creado por Conan Doyle. Como bien apuntó Jordi Sánchez Navarro, director de los Estudios de Ciencias de la Información y de la Comunicación de la Universitat Oberta de Catalunya, esta versión expandida de la leyenda del príncipe de las tinieblas es una “edición crítica de la novela de Stoker, (un) enciclopédico homenaje a adaptaciones previas y (una) extensión creativa del original”. En resumen, un fino trabajo de reescritura en el que las marcas de estilo de sus responsables se hacen patentes sin manosear indecentemente su modelo. Estamos, pues, ante una versión descreída -e incluso por momentos resabiada- que, como si de una herejía respetuosa se tratara, venera el original modificándolo (muy en la línea del Watchmen de Damon Lindelof).
La traslación de la construcción epistolar de la novela de Stoker -sustentada en cartas, diarios y transcripciones- toma aquí la curiosa forma del interrogatorio; esto es, acudir al testimonio principal en lugar de la fuente secundaria. En ‘The rules of the beast’ (1.01) la hermana Agatha (Dolly Wells) interrogará a Jonathan Harker (John Heffernan), inexplicablemente huido del castillo de Drácula (Claes Bang) y con pintas de heroinómano con síndrome de abstinencia al que un cerrojo traicionero le ha tenido tres semanas encerrado en el baño. Además, la pareja de guionistas divide su miniserie en tres bloques que remiten a otros tantos momentos clave de la novela: la visita de Harker al castillo, el viaje de Drácula a Inglaterra y su estancia en Londres (aunque esta vez no habrá regreso a tierras transilvanas).
Que el primer episodio incluya en su título la palabra reglas ya debería ponernos sobre aviso (ya saben aquello de que están para romperlas). En él, Moffat y Gatiss ponen sobre el tablero todas las piezas con las que jugaremos: un narrador (Harker) poco creíble cuyo aspecto nos invita a desconfiar de él tanto como sus dificultades para recordar su pasado más inmediato; un relato que avanza y retrocede para tratar de comprender qué sucede en el presente narrativo y una ruptura continúa de las expectativas cuyo punto álgido se produce cuando descubrimos que el diario de Jonathan Harker -piedra angular de la novela de Stoker- ahora en posesión de la hermana Agatha es como la pizarra en la que Bart Simpson escribe repetidamente el motivo por el cuál ha sido castigado. Esa estrategia de borrado no es ni más ni menos que una brillante licencia que los creadores se toman para reescribir, a su manera, el mito de Drácula. Por eso la famosa frase “la sangre es la vida” muta en “la sangre son las vidas” y funciona como la actualización de un sistema operativo: cada víctima licuada transfiere su saber al huésped. Esos detalles, al igual que la continua reformulación-refutación de la quintaesencia vampírica (el miedo a la cruz, al sol, las estacas, etc.) o la creación de una monja-superhéroe -dicho así parece una boutade pero tiene todo el sentido- engrandecen una obra que empieza siendo más o menos fiel a los pasajes stokerianos en la primera mitad del piloto para transformarse en algo diferente - el conde asediando el convento en el que se refugia Harker (por cierto, los ataques a conventos -de frailes- también están presentes en varias pelis de la Hammer).
Esta nueva adaptación es, como ya lo era Sherlock, un derroche de entretenimiento ilustrado (aunque a veces parezca sabihondo). El dominio de los recursos y de las trampas dramáticas así como del ritmo son evidentes y la construcción de los diálogos -amén de la deliciosa pronunciación del elenco actoral- es el más claro exponente del talento escritural de la pareja británica, tal y como demuestran los diálogos afilados -Harker le pregunta al conde si hay alguien más viviendo en el castillo a lo que este le responde un “There is no one… living here” que juega con la polisemia que en inglés posee la palabra ‘living’, que puede traducirse como viviendo, pero también como vivo: “no hay nadie… viviendo aquí” o “no hay nadie… vivo aquí”: bienvenidos a un festín de dobles sentidos-; las réplicas sangrantes -la Madre Superiora le pregunta a sor Agatha “¿por qué las fuerzas de la oscuridad atacarían un convento?” a lo que esta le responde “quizás sean sensibles a las críticas”- o el sarcasmo virulento que destila ese “eres inglés, una combinación de presunciones incomparable” que pronuncia el conde o la ya muy citada: “Es usted un monstruo”. “Y usted un abogado, nadie es perfecto”.
Drácula versión 2020 exhibe un saludable espíritu lúdico: aquí hemos venido a jugar. Si el piloto está planteado como una yincana laberíntica seguido de una partida de Risk dialéctico, el 1.02 va del ajedrez al ‘Cluedo’. Gattis y Moffat no renuncian a su amor por la crime & mistery fiction y siembran el sustrato gótico del relato de alusiones a autores como Sir Arthur Conan Doyle o Agatha Christie. En el capítulo inicial, Jonathan Harker se valdrá de las artes deductivas para hallar los pasadizos secretos de un castillo diseñado como “una cárcel sin cerrojos” por un arquitecto llamado Petruvio ‘El viudo’ (esta trama tan secundaria como decisiva para el desarrollo de los acontecimientos es la única nota romántica de la teleserie: esto no es el Drácula de Coppola). En ‘Blood Vessel’ (1.02) la interrogada y, por tanto, la conductora del relato será sor Agatha. La artera elipsis que separa los episodios 1 y 2 -presten atención al final del primero y al inicio del segundo- contienen indicios suficientes como para saber que, una vez más, el narrador no es fiable. La partida de ajedrez entre Drácula y la hermana que abre el capítulo -en cuyo inicio se le vuelven a exponer al espectador las reglas que regirán el episodio: “no se encariñen de los personajes”- dará paso a una suerte de whodunit: en el Demeter, el navío que transporta al conde hacía Inglaterra, los pasajeros van siendo asesinados uno a uno y los supervivientes inician una investigación para ver quién es el culpable. En este punto nos encontramos con una revisión sui generis de El asesinato de Roger Ackroyd, la famosa novela de la gran dama del misterio en la que protagonista y criminal son la misma persona con la salvedad de que, en esta ocasión, el espectador-lector conoce el desenlace desde el principio y aunque el juego del gato y el ratón se mantenga (¿acaso no deseamos saber si el resto de los tripulantes será capaz de descubrir a su verdugo?) interesan más la motivaciones que subyacen tras los crímenes (si en Asesinato en el Orient Express todos los pasajeros tenían al menos una razón para matar a Ratchett, aquí Drácula también va revelando el móvil que se oculta detrás de cada… cena) y el tono cuasi paródico que envuelve el episodio. Ese es, sin duda, uno de los grandes aciertos de la serie: conjugar terror gótico, peripecia detectivesca y comedia sardónica sin perder jamás el equilibrio.
El gatissllazo
Como ya sucedía en las últimas entregas dedicadas al archiconocido detective afincado en Baker Street, la cosa empieza a torcerse en el tercer acto. Al igual que en Sherlock, y aprovechando la imperceptible longevidad del personaje principal, los creadores actualizan el relato mediante el tramposillo cliffhanger con el que termina el episodio segundo para situar a Drácula en el presente histórico (luego se explicarán sus 123 años de letargo en compañía de Bob Esponja). Los problemas, sin embargo, no tienen tanto que ver con ese salto temporal como con un cambio de tono que brota de un interés por releer, a partir del mito, algunas de las claves que articulan la sociedad actual. Por más que esos updates tengan sus orígenes en la novela de Stoker, el episodio final carece de la solidez de los anteriores y peca de exceso temático. Gatiss y Moffat nos hablan de corporaciones disfrazadas de fundaciones que campan a sus anchas saltándose cualquier regulación, de la burocratización de un estado garantista o, entre otras muchas cosas, de unas nuevas generaciones despreocupadas y narcisistas con un inconsciente afán por la experimentación -esa especie de nihilismo cosmético e inocente que practica Lucy Westenra (Lydia West) y que, inesperadamente, conecta Drácula con Euphoria (Sam Levinson, 2019-?) sin abandonar la construcción psicológica del personaje creado por Stoker (por eso se les llama clásicos). Too much.
El episodio va encadenando disparates, empezando por la huida del conde cuando está rodeado por un escuadrón de mercenarios: ¿qué necesidad tiene de robarle el arma a una agente si luego escapará convertido en bandada de murciélagos? ¿cómo es posible que los miembros de seguridad de la Fundación Harker, cuyo único objetivo en la vida no es otro que esperar la llegada del vampiro, no sepan que puede adoptar diferentes formas animales o humanas y no tengan previsto un plan de contingencia? El desastre se consuma con la aparición de Renfield, interpretado, además, por el propio Gatiss. El fiel asistente del conde en Londres se convierte aquí en un no menos fiel abogado que sacará a su representado de la cárcel apelando a sus derechos y a las libertades civiles: el argumento es tan absurdo que, por mucho que la serie juegue la carta del humor, se torna inverosímil. Y lo es, básicamente, por no respetar las reglas que ella misma ha creado: por más que la doctora Zoe Van Helsing (Dolly Wells) tenga el encargo de estudiar a la criatura, es consciente de que el vampiro no puede abandonar su reclusión porque supone un peligro para la humanidad (¡pero si la propia celda en la que está confinado está rodeada de tipos armados y está diseñada para que el sol le abrase si agrade a algún visitante!). Pero nada, aquí llega Gatiss disfrazado de letrado grimoso y el chupasangre ya puede irse a Harrods a renovarse el vestuario.
La cosa no queda aquí, porque acto seguido se abre una elipsis trimestral, tiempo suficiente para que un tipo con las habilidades sobrehumanas de Drácula haya convertido Inglaterra en su campo de golf. No digo ya el mundo, que es muy grande. No digo ya Europa, puesto que reside en un país con alergia continental. Ni siquiera mencionaré Gran Bretaña, que los escoceses son difíciles de entender. ¿No creen ustedes que con tres meses tiene tiempo más que de sobra para apoderarse de la minúscula Inglaterra? Pues rien de rien. El tío se dedica a utilizar el Tinder como si fuera Just Eat, le compra el piso a Mario Vaquerizo y se entrega a una existencia ociosa digna de aparición bimensual en el ‘Hola’ (allí el ‘Hello’). Hay momentos en los que esperas que, de detrás de uno de esos muebles horteras que rodean el salón del loft, aparezca Chiquito de la Calzada diciendo aquello de “soy Brácula, con B de Barbate”. Aunque los diálogos sigan teniendo más chispa que el mechero de Bob Marley (“la democracia es la tiranía de los desinformados”) y los duelos de esgrima verbal nos hagan llevadero el episodio, el cierre está más desustanciado que la sangre de un vegano.
Nada como un buen martillo
En el terreno estético, esta coproducción entre Hartswood Films (con la curtida productora Sue Vertue al frente), Netflix y la BBC bebe, sobre todo, de la sangre escarlata que brota del manantial fundado por William Hinds en los años 30 y explotado, sobre todo, por James Carreras. Ahora bien, las referencias a otras adaptaciones del mito son múltiples y, de algún modo, amplían el álbum de cromos cinéfilo que Francis Ford Coppola empezó a completar en su Bram Stoker’s Drácula (1992). De hecho, la presentación del conde remite al filme del 92 -ese juego con la sombra o los espejuelos que utiliza el conde en el 1.02- pero el catálogo de citas va mucho más allá. El castillo en el que se desarrolla el primer episodio es el mismo en el que F.W. Murnau filmó su seminal Nosferatu (1922); la famosa frase pronunciada por Bela Lugosi en el Drácula de Todd Browning (1931) –“I never drink… wine”- se convierte aquí en gag recurrente; la presencia de actores como Nathan Stewart-Jarret y Lydia West en los capítulos 2 y 3 establece un vínculo tangencial con Drácula Negro (William Crain, 1972) y la voracidad depredadora del aristócrata transilvano, al que no le importa que sus ‘novias’ sean mujeres o hombres, remite a Sangre para Drácula (Paul Morrissey, 1974). Pero, además, la sangre como sustancia generadora de dependencia conecta con The Addiction (Abel Ferrara, 1995) y el cándido grumete falsamente llamado Piotr (Samuel Blenkin) recuerda al joven apocado que interpreta Polanski en su El baile de los vampiros (1967). Si como dice el propio Drácula, “eres lo que comes”, los creadores de Sherlock han devorado pelis de vampiros como si hubiera un mañana soleado y ellos se limpiaran los dientes con una esmaltadora.
Podríamos seguir inventariando el trabajo de minería referencial llevado a cabo por dos eruditos como Moffat y Gatiss (que también citan Doctor Who, Inside no. 9 y Sherlock), pero la fuente principal sigue siendo la filmografía que la mítica productora británica le dedicó al no-muerto desde finales de la década de los cincuenta (en el episodio primero hay toda una secuencia construida con un martillo -hammer en inglés- como motivo principal). Por un lado, la magnífica interpretación del actor danés Claes Bang hereda el porte de superioridad que Christopher Lee le imprimió a su Drácula, cuya presentación en la primera de las películas de la Hammer, dirigida por Terence Fisher, es un dechado de montaje interno del plano y de descripción de personajes. Lee contribuyó enormemente a engrandecer el potencial simbólico del vampiro: en la secuela -Drácula, príncipe de las tinieblas (Terence Fisher, 1966)- basta con su sola presencia para infundir terror y articular el relato puesto que no tiene ni una sola línea de diálogo (dice la leyenda que se negó a pronunciar palabra alguna porque sus frases eran muy malas).
Pero la actuación de Bang, que también se mira en el Frank Langella en Drácula (John Badham, 1979), no recordaría tanto a los filmes de la Hammer sino fuera por la recuperación de algunos tropos visuales como los ojos inyectados en sangre o los planos frontales de un personaje que parece estar a punto de hincarle el diente al espectador. El magnífico diseño de producción de Arwel Jones y la dirección de arte de Harry Trow, los efectos visuales descaradamente demodés e incluso el uso de los filtros en el tercer capítulo, que recuerdan a los que ya aparecían en la cuarta película dedicada al vampiro de los Cárpatos, Drácula vuelve de la tumba (Freddie Francis, 1968), e incluso el halo romántico de la música de David Arnold y Michael Price, hermanan a la serie de Netflix con los filmes del sello british.
Con todo, y salvo en secuencias puntuales como la del pausado ataque del conde a Dorabella (Lily Dodsworth-Evans) en el que la planificación magnifica la presencia de Drácula y la superioridad con respecto a su víctima, la labor de los realizadores Jonny Campbell, Damon Thomas y Paul McGuigan no solo está a océanos de distancia del nivel de los guiones o de los departamentos técnicos, sino a años luz del trabajo que desarrolló Terence Fisher. A nivel visual, la presentación de Harker en el Drácula de 1958 -cuando cruza el puente que separa el castillo de Drácula de la vereda y su figura queda empequeñecida por la planificación y el uso de los decorados- no encuentra eco en esta nueva versión que, sin embargo, termina con una jugosa variación de la secuencia final del clásico de la Hammer (otra señal inequívoca de cuál es el referente principal). Aunque aquí, en otro golpe de genio, Moffat y Gatiss subviertan la esencia de un Drácula que, a fuerza de embeberse de su propia leyenda, ha terminado por creérsela. Irónico, ¿verdad?