Las creaciones de Aaron Sorkin en general y El ala oeste de la Casa Blanca en particular, depositan cierta fe en el ser humano, defienden que, si un grupo de personas inteligentes une sus fuerzas, trabaja duro y rema en la misma dirección, todavía queda un resquicio por el que pueda filtrarse la esperanza de un futuro mejor. Esas ficciones aspiracionales, hasta cierto punto idealistas, pero siempre sustentadas en la suma del talento, el esfuerzo y la responsabilidad (algo muy hawksiano), necesitan un terreno sobre el que germinar, una tradición política de la que nutrirse en busca de ejemplos. Dicho de otro modo, Jed Bartlett (Martin Sheen) no sale de la nada.
Frente a la, digámoslo así, mitología política que Sorkin ya conocía pero que se empolló para escribir El presidente y Miss Wade (Rob Reiner, 1995) y que luego dio lugar a El ala oeste de la Casa Blanca; aquí, en este nuestro estado plurinacional, envidamos con -venga va, así, a boleo- las últimas entrevistas concedidas por Alfonso Guerra, alguien que, salvando las distancias que se quieran, debería formar parte del pasado más o menos glorioso de la política española contemporánea. A lo que vamos: si para el guionista de Studio 60, los referentes son Franklin Delano Roosevelt, Kennedy o incluso Bill Clinton, a Diego San José y Juan Cavestany, los creadores de la dolorosísima Vota Juan, solo les queda fijarse en Mariano Rajoy y Pedro Sánchez, habida cuenta del descrédito que acumulan, como si fueran cartones del bingo sin premiar, el expresidente que cambió la americana de pana por trajes a medida que no se arrugaran al sentarse en el sillón del consejo de administración de una energética, o su sucesor, el hombre del bigote incorrupto, que nos mandó a buscar armas a Irak para acabar encontrando petróleo en las cuentas de su partido. Por no hablar del tercero en discordia, un señor que pensó que la crisis era como una tormenta de verano o un ataque de aerofagia. Llevamos once años sin terminar de tirarnos el pedo.
Sirva todo este conglomerado de argumentos para justificar que el equipo creativo de esta producción de TNT no tenía otra salida. Que ni siquiera los espectadores la tenemos. Que estamos todos condenados. Porque, no nos engañemos, la lectura última que uno puede extraer después de sufrir placenteramente los ocho episodios de Vota Juan es que no hay escapatoria posible, que de un lado están “los mediocres, con falta de talento y ausencia de ideas” y del otro los caníbales y los medradores. Y a mí eso me toca la moral, porque es un mensaje descorazonador que niega cualquier posibilidad de cambio y nos conduce a conclusiones del estilo “todos son iguales”, conclusiones que conllevan consecuencias poco alentadoras. Dicho esto, y asumiendo mi voluntaria desviación interpretativa, quiero que Vota Juan funcione como un diagnóstico y no como un certificado de defunción; que sea antes un catálogo sobre especies peligrosas, parásitos a extinguir, que un capítulo de un libro de historia. Necesitamos poder reescribir(nos).
El escenario político actual es el que es y tal vez por eso se apueste por una fotografía apagada, como si estuviéramos viendo un viejo bodegón que lleva décadas en un desván en el que no entra la luz. En Vota Juan todo luce desangelado. Esa sensación de que nada ha cambiado en décadas -los muebles de los despachos, las cortinas- envuelve a alguien que, como Juan Carrasco (Javier Cámara… ¿en el mejor papel de su carrera?) quiere remover el avispero de la política nacional (muy lampedusiano, todo), un tipo que quiere dar el salto del Ministerio de Agricultura a la presidencia de su partido y, de ahí, a la del gobierno. Y esta carrera da para mucho (agárrense).
En primer lugar, nos ofrece una incisiva descripción de las interioridades de la política, incidiendo en la creación de estructuras profesionales conformadas por individuos que jamás han hecho otra cosa que no sea servir a su partido y que no tienen otra fuente de ingresos al margen de la que les proporciona la organización o las instituciones (el robótico personaje interpretado por Nuria Mencía es un calco de esos asesores que, a pesar de su limitada formación, pululan por ayuntamientos, mancomunidades y diputaciones en busca de un pesebre. La secuencia del currículum es para guardársela).
Con todo, el mejor retrato es el de los responsables de todo ese ejército formado por jefes de gabinete, asesores de imagen y demás gaznápiros sin oficio y con beneficio. Empecemos por el protagonista. Juan Carrasco ha llegado a ministro tras pasar por la alcaldía de Logroño. Profesa un amplio desconocimiento de la legislación en general y, en especial, de las materias que incumben a su cartera; suple su falta de conocimientos disparando frases hechas de manera indiscriminada sin tener en cuenta el contexto; es un tipo solitario a su pesar, cargado de frustraciones, una figura patética que, sin embargo, seguramente por haber crecido en el seno de sistema político depredador, sabe aprovechar la ocasión cuando se le pone delante.
En la carrera por ganar las primarias y hacerse con la presidencia del partido se enfrenta a dos rivales. Primero, a Ignacio Recalde (Cristóbal Suárez), Ministro de Educación. Un señor bien parecido, inteligente y capaz de generar empatía entre la gente (ojo, que no se nos oculta su lado paternalista y esnob). La némesis de Juan Carrasco. El duelo entre ambos tiene lugar en un acto celebrado en un colegio (capítulo 4º). Batido por su rival, que le ridiculiza ante alumnos, medios y profesores, Carrasco encuentra en un casualidad futbolística -un gol de Iago Aspas que valdrá la clasificación de la selección para el Mundial- el talón de Aquiles de su oponente. Si el delantero gallego le ha dado la vuelta a un partido que parecía perdido, Juan utilizará la demagogia y los nulos conocimientos balompédicos de su oponente para desacreditarlo frente a la audiencia. Así pues, lo que era un debate en torno a la educación es sustituido por una arenga en la que la fe, los símbolos y los sentimientos lo son todo. Todo el conjunto de secuencias, dirigidas por David Serrano (Días de fútbol), es sublime. Arranca con Juan Carrasco derrotado, encajonado entre los asientos traseros de su coche oficial. Está hundido. La rabia, la impotencia y la frustración van pasando por el rostro de un Javier Cámara transparente. Va a estallar. Pero no. Marca España (sí, va con segundas). Y llega el contraplano del chófer explicándole qué está pasando, aireando la escena. El ministro ya tiene la clave para desbloquear la situación. Tras aniquilar a su adversario previo soborno de un alumno (¡), Juan, esta vez acompañado de su séquito -al que no habría dudado en abandonar minutos antes- sale del colegio al son de Nessun Dorma (oigan ese ‘vincerò’ final en la voz de Pavarotti). El trayecto está rodado en cámara lenta. Finalmente, el reflejo en la ventanilla del coche le devuelve una imagen de sí mismo ligeramente modificada: un frondoso bisoñé oculta su calvicie. La épica del triunfo transformada en patetismo (la serie, por cierto, crea toda una galería de motivos patéticos, quizá el más estremecedor sea el del episodio sexto, con Juan, semidesnudo en la cocina de un restaurante de Logroño, sosteniendo un bote de melocotones en almíbar tras intentar, sin éxito, acostarse con una excompañera de instituto).
El segundo contrincante no es otro que el actual presidente del Gobierno (madre mía, Mario Gas, ¡madre mía!) que, en buena lógica, concurre a las primarias para mantener la secretaría general de su formación y así poder renovar su candidatura para seguir en la Moncloa. Un tipo curtido, sin escrúpulos, que se las sabe todas y las que no se sabe las canjea por un chantaje a tiempo. De un lado los estúpidos y del otro, las alimañas, tipos que creen que el fin siempre justifica los medios, porque, en el fondo, el fin no es otra cosa que su propia subsistencia. El debate televisado del séptimo capítulo no es más que una imitación de los niveles que ha alcanzado la discusión política en este país, en el que la desacreditación perpetua y el insulto impiden que se aborde con rigor, enfrentando argumentos y modelos de gestión, cualquier tema realmente relevante para la población. Un felón lanzado a tiempo evita que tengamos que hablar de la caja de las pensiones, del salario mínimo o de la regularización del alquiler.
Esa es la clase política que vemos en Vota Juan. Y detrás están sus chalecos salvavidas. Desde la abnegada jefa de gabinete interpretada por María Pujalte que, de tanto insistir en la fidelidad a su superior ha terminado por no tener donde caerse muerta, hasta esa asesora de prensa que no para de buscar un puesto en el que colocarse ante el previsible descalabro de su jefe. Y luego está, Víctor (Adam Jezierski), la versión hispana del Gary Walsh (Tony Hale) de Veep, la serie de Armando Iannucci con la que Vota Juan comparte algunos rasgos (la estulticia de sus personajes, la dictadura de la mediocridad o los desastres provocados no por la maldad sino por el más absoluto desconocimiento. Por cierto, comparar El ala oeste de la Casa Blanca con Veep, más allá de las diferencias entre sus creadores, ayuda a comprender el cambio de percepción con respecto a la política que se ha producido entre finales de los 90 y la actualidad). No menos interesante es la figura de Luis Vallejo (Joaquín Climent), el pitbull del presidente (y del partido). El tipo que lava los trapos sucios, que coloca las piezas en el tablero y que controla los accesos. Tom Hagen y Luca Brasi en uno. Si alguna vez han frecuentado la trastienda política, al nivel que sea, los habrán conocido (se caracterizan por la espumilla blanca que les brota en la comisura de los labios; cuando aparece, acto seguido, muerden).
Y en este panorama nos movemos, porque lo que observamos en Vota Juan no está lejos del triunfo en las primarias socialistas de un Pedro Sánchez al que todo el mundo daba por liquidado y que ha terminado, primero, borrando del mapa a Susana Díaz y, después, aupándose a una efímera presidencia del gobierno tras una moción de censura que, recuérdenlo, tampoco iba a prosperar. Juan Carrasco es una mezcla del espíritu indomable de Sánchez -alguien que no sabe retirarse, que embiste y embiste, aunque delante haya un precipicio- y del porte y la oratoria de Mariano Rajoy. El debate televisivo del episodio séptimo así nos lo muestra, con sus vacilaciones, sus frases sin sentido y sus expresiones mal utilizadas (ahí me quedo con ese ‘vox populis’ o su ‘más Extremadura, menos Extrasburgo’). Todo ello coronado por su aspecto vulgar, su escaso tacto, su ‘taruguismo’… Es alguien que está en un sitio que no le corresponde. Y la pregunta es: ¿no tenemos a alguien mejor?
En esta sátira que tanto me duele -porque, ¿acaso vislumbran ustedes, allá en el horizonte, una renovación política, no contrasistema, que no incluya a tipos como Carrasco?- tiene hostias para todos. De manera sutil, desvela el control político al que están sometidos unos medios de comunicación privados que prefieren “la publicidad institucional a difundir un escándalo”. Se señala, también, la igualación entre el periodismo y el entretenimiento con tal de que el ideario influya en una opinión pública cada vez más confundida: da lo mismo ir al Hoy por Hoy de Pepa Bueno que a El Hormiguero; de hecho, es mejor ir al segundo porque lo ve más gente.
Tampoco deberíamos perder de vista el contexto familiar. La vida política exige -o al menos así lo parece- desprenderse de las relaciones afectivas más cercanas y consagrar la totalidad del tiempo a ‘hacer carrera’. Juan está virtualmente separado de su mujer y es incapaz de establecer vínculo alguno con su hija -una Esty Quesada cuyo registro youtuber se adapta perfectamente al personaje de Eva-, alguien que parece proceder de otro planeta y que lo único que logra es incomodarle, principalmente porque le obliga a enfrentarse a sus contradicciones. Las secuencias compartidas entre Juan y su hija son retablos consagrados a la incomunicación -no se miran, hablan en códigos distintos- y apuntan a una brecha generacional cada vez más insalvable (la elección de Quesada/Soy una pringada me parece fundamental porque implica una reflexión que va más allá de la propia serie para hablar de comunicación y entretenimiento a todos los niveles).
Con Vota Juan no queda más que abochornarse de risa ante el televisor. Contemplar, tal y como ya sucedía en Vergüenza, como el tiempo del plano se alarga y los silencios se vuelven insidiosos, como si el colirio de un solo uso se dispensase en envases de litro y medio; como, con prodigiosa finura, se extrae savia cómica de las adopciones o la discapacidad, de las mujeres o de las Españas olvidadas (Badajoz, Logroño). Y todo eso sucede porque San José, Cavestany, Daniel Castro y Víctor García de León (autor de Selfie, sin duda, el programa doble ideal con esta serie) saben en qué dirección viaja el sentido del humor: aquí la mofa no recae sobre las amas de casa, las hijas obesas o la gente de pueblo, aquí esas bromas provocan sonrojo -impiden incluso un visionado maratoniano, por tanta incomodidad como generan- y ponen en evidencia al que las pronuncia, jamás al que las recibe. Parafraseando a la propia serie, a eso se le llama utilizar el humor sin hacer el ridículo.