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Chantal Akerman[/caption]
El próximo 5 de octubre hará tres años que Chantal Akerman se suicidó en París. Fue un final triste para una cineasta que había visto la luz 65 años antes en Bruselas, la ciudad que ella misma reflejó en sus películas con enorme lucidez. Chantal Akerman nació un 6 de junio de 1950, poco después de terminada la Segunda Guerra Mundial. Judía e hija de una superviviente de Auschwitz, la atrocidad nazi marca una obra en la que la directora desafió todas las convenciones, no solo por ser mujer y feminista en un tiempo en el que los hombres copaban por completo la profesión, también por su importantísima labor como pionera del lenguaje cinematográfico y figura de vanguardia.
Akerman tuvo la suerte, ella dice que fue también una especie de maldición, de triunfar pronto. A los 25 años presentó en Cannes su obra maestra, Jeanne Dielman, 23 quai de Commerce, 1080 Bruxelles (1975), y ella misma contó después que en un abrir y cerrar de ojos pasó de ser una joven desconocida a ser celebrada como una maestra del cine. Ese éxito tempranísimo marcó a fondo a Akerman, que no siempre vivió bien el ser asociada de inmediato a ese gran triunfo juvenil como ese actor que ha arrasado con un personaje y que después se queja de que no le dan más oportunidades. Chantal Akerman, sin embargo, dirigió muchísimas películas a lo largo de su vida, algunas tan buenas como Dis moi (1980), en la que da voz a los supervivientes del Holocausto, o Del Este (1993), una exploración del mundo postsoviético, o una de los últimas, La locura de Almayer (2011), en la que adapta a Joseph Conrad para abordar los males de la colonización a través de otro poderoso retrato femenino.
Fue, como es célebre, la cineasta de la lentitud y los planos larguísimos, una mirada que nos obliga a ver y no solo mirar en el plano. Y fue también una pionera a la hora de entender que la intimidad podía convertirse en un espectáculo de la misma forma en que lo aparentemente irrelevante podía alcanzar verdadera altura cinematográfica. En un tiempo en el que la gente no contaba a diario los detalles más banales de su vida cotidiana y donde la telerrealidad o los canales de youtube no habían convertido el ver a nadie fregando platos o cambiándose de ropa en algo digno de ser visto, Akerman intuyó antes que nadie que el espacio público y el privado acabarían convirtiéndose en uno solo en unas películas donde la incomunicación y la falta de empatía surgen como males primordiales del mundo contemporáneo.
Un ejercicio interesante para adentrarse en la filmografía de Akerman es ver seguidas su primera película, Jeanne Dielman (1975), y la última, No Home Movie (2015), un estremecedor retrato de los últimos días de vida de su madre. Película célebre y mítica en los circuitos de cine independiente, Jeanne Dielman pone en valor la cotidianidad de las mujeres, algo que no se había visto nunca, o muy poco, en el cine. La película cuenta la degradación moral de una mujer en sus treintaymuchos, bien parecida, cuya vida, no muy afortunada, discurre entre estos tres elementos: las tareas del hogar, las cenas con un hijo intelectual que no despega los ojos de un libro y nunca tiene un gesto de cariño hacia ella y su trabajo como prostituta.
Con sus más de tres horas de duración, Dielman deja claro el estilo de la realizadora: planos largos, atención a actividades rutinarias a las que el cine, atento a los “grandes acontecimientos”, no suele prestar atención, y la sensación de que “no pasa nada”. Decía John Lennon en la canción Beautiful Boy que “la vida es lo que pasa mientras hacemos otros planes” y ese vacío es precisamente el que refleja la película. Al darle consistencia y forma cinematográfica, la realizadora está dando entidad a lo que de hecho es la vida de millones de mujeres en el mundo.
Ejemplo supremo de lo que en esa época muy marcada por la retórica de mayo del 68 se llamaba “alienación”, como explica la propia realizadora, la película funciona como una tragedia griega en la que desde el principio intuimos con claridad que no puede acabar bien. Inspirándose en los rituales judíos, el filme trata la repetición como una forma de deshumanización mecánica que conduce a la tragedia. Sin embargo, como explica Akerman, la protagonista se entrega a ellos de manera obsesiva como forma de “encontrar una forma de paz porque le permite saber qué va a pasar en cada minuto del día”. Esa paz, sin embargo, es esquiva. O imposible.
“Escribí el filme en dos semanas de una manera muy precisa basándome en el estilo del nouveau roman", ha dicho Akerman sobre Jeanne Dielman. “Lo conocía todo perfectamente, por supuesto no la prostitución y el asesinato pero en cualquier caso creo que la prostitución es una metáfora muy obvia. Estaba en mi sangre. Hice esta película para darle un valor cinematográfico a todas estas acciones que normalmente están devaluadas. En todo momento tuve a la actriz Delphine Seyrig en mi cabeza mientras la escribía precisamente porque su imagen no se correspondía en absoluto con el del personaje. Cuando la gente piensa en alguien haciendo camas y limpiando platos no se imagina a una persona como Delphine que en Bélgica siempre ha sido “la dama”. Para los hombres, una mujer fregando los cacharros es invisible pero en cuanto filmas a una mujer como ella realizando esa tarea, se convierte en visible”.
Con un equipo formado en un 80% por mujeres, Jeanne Dielman es una película feminista en su resultado y en su ejecución. En esos tiempos, como explica Akerman, “la gente no confiaba en una mujer como directora de fotografía porque no lo habían visto nunca. Había mujeres en algunos departamentos como maquillaje o scripts pero no había mujeres eléctricos ni sonidistas. Yo quería mostrar que era perfectamente posible que un equipo femenino podía hacer una película”. Como toda obra maestra, hay algo en Dielman de milagro inesperado, imposible de prever, en la relevancia de unas imágenes que logran trascender con mucho lo que muestran para penetrar en un resquicio hondo de la realidad. Es la cámara “espía” de Akerman, una cineasta que da la impresión de captar ese ser interior de los personajes que es el que aflora cuando no somos vistos, el ser no social e íntimo que nos obliga a observar con su cámara morosa.
No Home Movie (2015) es el último filme que dirigió Akerman. En el mismo retrata los últimos día de su madre, una octogenaria superviviente del Holocausto, y al final también los suyos propios, pues la cineasta no la sobrevivió mucho tiempo. El propio título del filme, “no es una película casera”, juega al equívoco porque lo que vemos son precisamente las imágenes domésticas grabadas por la directora en las que nos encontramos con su madre, como Dielman, en su casa. Muy mayor, la encantadora señora Akerman vive en un bonito apartamento burgués en el que recibe ayuda de sendas mujeres de servicio. Se trata de un deterioro progresivo, pero no moral como en el caso de la alienada ama de casa, sino una decadencia totalmente irremediable, porque es físico. De repente, esa mujer tan fuerte como para haber sobrevivido a un campo de concentración se desintegra poco a poco, perdiendo la vista, el oído y las facultades motoras, ante la fatalidad de la muerte.
Algunas de las imágenes más bellas de esta artista están en No Home Movie. En este caso, la protagonista se resiste a que su propia hija registre su decrepitud. La “cámara espía” de la directora se hace visible y se convierte en una intrusa, que sería lo mismo que sentiría Dielman si supiera que es filmada en sus horas más bajas. Y si toda obra de arte en realidad habla del propio artista como sostiene Chuck Palahniuk, lo cual es una teoría bastante plausible, en ambos filmes sentimos esa desolación íntima de Akerman que también nos conmueve cuando la oímos hablar a sus 25 años promocionando Jeanne Dielman. Hay una fragilidad en todo lo que filma la directora que se corresponde con su cine.
La cámara intrusa de Dielman aparece en su primer trabajo cinematográfico, realizado en el emblemático 1968, cuando la directora solo contaba 18 años. Saute ma ville es su debut como cineasta y como actriz. Consideraba el corto como “un espejo” de Jeanne Dielman, y de nuevo surge la idea de una intimidad hurtada. Vemos a Akerman perder progresivamente el control en una cocina en unas imágenes que parecen jugar con cierto disparate para acabar de forma trágica.
La directora dirigió muchos cortos y mediometrajes a lo largo de su vida y éstos tienen una gran importancia en su trayectoria. Una de los más conocidos es La habitación, rodado en 1972, en el que las imágenes de una habitación burguesa parecen adquirir una dimensión misteriosa y compleja. En 1974 rueda Yo, tú, él, ella, su película más elaborada antes de su éxito con Dielman. En ese filme vemos a una mujer joven estirada en una cama mientras en off escuchamos el contenido de las cartas que escribe o imagina escribir al amante que la ha abandonado. Retrato de la desolación de una ruptura, es cine duro en el que la propia Akerman se revuelve de dolor y aburrimiento entre cuatro paredes hasta que llega el giro final, un recurso muy habitual en una directora que nos acostumbra a películas que parecen adquirir un significado muy diferente en el último momento.
La idea del off en el que se recitan las cartas que escribe o recibe se repite en Noticias de casa (1976), rodada durante el tiempo en que vivió en Nueva York, en la que las imágenes de la ciudad, ese Manhattan canalla y bohemio previo a la era Giuliani y los neoliberales, son ilustradas con las frases que le escribe su madre desde Bélgica. El filme es un poderoso documento de la ciudad en un momento clave de su historia guiado por la mirada poética de la directora.
La exploración en la identidad judía oriental de Akerman se convierte en territorio habitual de su obra. En 1980 estrena en la televisión francesa Dis moi, en la que da voz a mujeres judías supervivientes de la guerra en un momento en el que el recuerdo del Holocausto estaba tratando de ser enterrado por poderosas fuerzas. Mientras la directora come pizzas, las llamadas “abuelas” en el filme recuerdan un tiempo finiquitado por el horror que tampoco era un paraíso, en una Polonia pobre y antisemita. En 1993 dirige El Este, un documental en el que refleja los restos del imperio soviético después de su desintegración tras la caída del muro. Rodada en 16 milímetros, la película es un viaje por todo un mundo en desintegración en el que no desaparece lo que había ni se construye lo nuevo en un intermedio fascinante que Akerman muestra mediante escenas de una poética costumbrista. En ella, los largos travellings de las infinitas colas postcomunistas muestran a una directora cada vez más cercana a un lenguaje simbólico que en este caso adquiere una trascendente plasticidad.
Existe una Akerman más accesible y comercial de la que ella misma no estaba muy convencida. Opinaba que cuando trataba de dirigirse al gran público le daban palos por todos lados y sus espectadores fieles consideraban que era un trabajo alimenticio mientras que el más amplio creía que era demasiado rara. En cualquier caso, dos películas suyas de presupuesto holgado y formas más clásicas como Un diván en Nueva York (1996), con una jovencísima Juliette Binoche y La locura Almayer (2011), ambas disponibles en Filmin, son lógicamente dos de sus trabajos más difundidos.
Un diván en Nueva York, con Binoche y William Hurt, parte de una premisa hoy tan actual como el intercambio de pisos entre un reputado psicólogo de Nueva York en crisis y una bailarina parisina mucho más equilibrada que se mudan a las respectivas ciudades aunque sea a barrios totalmente opuestos. En este caso, el espacio íntimo, los respectivos apartamentos como reveladores de la personalidad, se convierte en espacio de seducción. A partir del mobiliario y objetos personales, Hurt deduce que Binoche es “alegre y espontánea” y también “cruel e indiferente a su manera”, mientras la artista va adquiriendo el rol de psicoanalista del dueño del piso como si la casa hiciera al habitante.
Basada muy libremente en una obra de Joseph Conrad, La locura de Almayer (2011), uno de sus últimos trabajos, está cercana al videoarte y también por su ambientación asiática recuerda al trabajo de cineastas de esos lares como Apichatpong Weerasethakul o la japonesa Naomi Kawase, con la que Akerman guarda varios puntos de conexión. Un viaje estético y reflejo del choque entre dos culturas dispares representadas por Nina, una bellísima adolescente de madre malaya y padre europeo, el Almayer del título, un hombre europeo que ha olvidado sus orígenes después de décadas en Asia para el que la selva es al mismo tiempo el lugar en el que pueden hacerse realidad sus deseos de encontrar un tesoro como la tumba de mosquitos y calor asfixiante en la que se hunde.