El 14 de julio de 1976, Carmelo Soria, ciudadano español y funcionario internacional de la CEPAL en Santiago de Chile, fue secuestrado por la Brigada München de la DINA, la policía secreta de Pinochet, trasladado a una casa del barrio alto de Lo Curro, propiedad de Michael Townley, agente de la CIA; atado y privado de la vista fue interrogado y torturado por miembros de aquella brigada policial; hasta que se les fue la mano.
Entonces, fallecido ya Soria, lo metieron en su coche, le pusieron una botella de licor en la boca para que tragara y una carta en el bolsillo donde daba cuenta de su voluntad de suicidio. Dejaron el coche en un recodo del río Mapocho, y allí apareció el cadáver de Carmelo Soria dos días más tarde. El burdo simulacro del suicidio quedó inmediatamente derrumbado. Soria era un abstemio de libro, jamás bebió un trago, la letra de la nota encontrada en su bolsillo no era la suya, de modo que todo pareció lo que era: un asesinato en toda regla.
Casi cincuenta años después, El Tribunal Supremo de la República de Chile ha condenado a los verdaderos culpables del asesinato, luego de décadas de entradas y salidas de los juzgados, de verdaderas peleas legales, de intentos de amnistías y cierres del caso, de lucha incansable por la justicia.
Laura González- Vera, la viuda de Soria, nunca creyó en otra cosa más que en el asesinato y su hija Carmen Soria se erigió poco a poco en la luchadora trágica que, contra toda esperanza, pelea hasta el final y por encima del tiempo, hasta conseguir ahora restituir en lo posible la justicia y la dignidad de su padre.
[Moral política y moral ciudadana]
El 'caso Soria' se convirtió para mí, como escritor y como ciudadano, en una obsesión que iba más allá de la literatura. Durante años, busqué información y documentación del asunto, trabajé en guiones de la novela que quería escribir sobre el crimen, viajé muchas veces a Santiago de Chile, visité los lugares del caso, me hice amigo de Laura González-Vera y de su hija, Carmen Soria, una mujer esplendorosa e invencible, una verdadera heroína de novela trágica, una suerte de Antígona chilena, que no dejaba de molestar a los poderes públicos para que se encontrara justicia en el caso de su padre.
En uno de esos viajes, Jorge Edwards me cito con Carmen Soria a cenar en un restaurante de mariscos cercano al Palacio de la Moneda: el Azócar. Corría el rumor de que allí con cierta asiduidad, se reunían Pinochet y militares golpistas a celebrar con vino chileno sus criminales hazañas bélicas. A la mitad de la cena, Edwards nos puso en guardia. “Parece que veo en aquella mesa la cabecita de un asesino”, dijo.
Miré hacia atrás sin poderme contener, mientras, con más disimulo, Carmen Soria lanzaba una mirada suave y tranquila hacia el lugar donde había señalado Edwards. “Es Guillermo Salinas. Fue él, el criminal”, dijo Carmen, bastante más reposadamente que lo que yo podía esperar. Salinas era un agente de policía, el más activo, de la Brigada München y el que había asesinado a Carmelo Soria Espinosa en los sótanos de la casa de Townley, donde por el día se celebraban talleres literarios como si abajo, en el infierno del piso bajo, no estuviera pasando nada (Roberto Bolaño habla de este asunto en su Nocturno de Chile). El Azócar sería, tiempo después, pasto de las llamas y las sospechas sobre el suceso llenaron los periódicos de Santiago de Chile.
Ahora, cuando la Cámara Suprema de la Justicia chilena ha hecho justicia, recuerdo mi obsesión sobre el 'caso Soria', que se convirtió en una novela titulada Al sur de la resurrección y que junto a La Orden del Tigre componen el Díptico del Sur, sobre las dictaduras de Pinochet y Videla, en Chile y Argentina.
Ahora, que se ha impartido justicia tras medio siglo de lucha, recuerdo a Carmen Soria, tan cercana y tan lejana ahora, allá en Santiago, una tarde entera hablando de su padre, del asesinato de su padre, de la dictadura, de la muerte de tantos amigos en el Estadio Nacional, y aquel nefasto personaje al que se llamaban “el Encapuchado del Estadio Nacional”, el delator del que nunca se supo si era uno solo o varios que iban cambiando día a día para señalar con el dedo índice de su mano derecha y en público a los reos de muerte inmediata.
Fue un honor escribir esa novela, y un honor y un privilegio conocer a la familia Soria y estar durante dos años tan cerca de Carmelo Soria y de su tragedia. Ha pasado casi medio siglo y recuerdo con claridad el tono de voz de Jorge Edwards en la marisquería Azócar: “Parece que veo en aquella mesa la cabecita de un asesino…”.