La vida en tensión
La Triennale. Intense Proximité
4 mayo, 2012 02:00Vista de la instalación de Meschac Gaba.
Este año, la Trienal de París explora el diálogo establecido entre el arte y la etnografía, recordando el trabajo de Claude Lévi-Strauss, Marcel Mauss, Michel Leiris y Marcel Griaule, y se instala en el Palacio de Tokio y en siete sedes alternas, entre las que destacan el Museo del Louvre, el Grand Palais y los Laboratorios de Aubervilliers. Ambición hay también con los artistas. Hasta 120.
Director del Haus der Kunst de Munich y ex director artístico de la Documenta 11 (2002) y de la segunda edición de la malograda Bienal de Sevilla, Enwezor acostumbra a dotar sus proyectos de un elevado sesgo intelectual. Su intención en esta Trienal es explorar el modo en que se exhibe el arte (desde la perspectiva curatorial) en relación a los modelos etnográficos que aparecieron en el siglo XX. Ver cómo conviven estas dos metodologías en el escenario enconado en el que se da hoy la vida, sin jerarquías, sin barreras, una sociedad en perpetuo estado de tensión, es el objetivo central del proyecto. Se nos cita el término "post-identitario", tal vez en velada alusión a la voluntad de Nicolas Sarkozy, hecha pública hace unos meses, de plantear un debate urgente sobre la identidad francesa. Y aquí aflora la postura implacable de Enwezor, que, en lo relacionado con las prácticas artísticas, rechaza, por tendenciosas y reductivas, las exposiciones de carácter "nacional" y que, en un registro más amplio, elude las consideraciones ya caducas en torno al yo y el otro, el nativo y el desplazado, herederas del inmenso debate que generó la etnografía del siglo pasado -con los primeros viajes a Brasil y a África de los intelectuales occidentales- en torno a la relación entre el explorador y el explorado.
Uno de los atractivos de la exposición es la inclusión de trabajos realizados por estos viajeros. Las fotografías y dibujos de Claude Lévi-Strauss en la selva brasileña (el antropólogo francés, autor del bellísimo Tristes Trópicos, es una de las piedras angulares del proyecto), las películas de André Gide y Marc Allégret en Congo y las de Jean Rouch en Ghana, las fotografías de Marcel Griaule en la misión Djibouti-Dakar... Aparecieron estos trabajos en la década de los treinta, y pronto se situaron en el centro de una efervescente discusión en torno a las nuevas metodologías etnográficas. Junto a este legado encontramos obras de arte que cubren un espectro de ocho décadas. La mayoría descubren a un sujeto dislocado, abierto a transformaciones, bajo presión. Trazamos asociaciones de diferente índole, y una de las más felices nos la sugiere Enwezor al invitarnos a que "desaprendamos", a que soltemos el lastre de nuestra conciencia cultural, histórica e intelectual para que nos miremos a la cara con ojos frescos. En este sentido, el diálogo entre el cubano Wilfredo Lam (1902-1982) y el estadounidense Jason Dodge (1969) se alza sobre lo inestable y lo etéreo, con motivos iconográficos cuya procedencia es tan incierta como impredecible su deriva. En una sensibilidad próxima se define también el trabajo, unánimemente aclamado, del croata Ivan Kozaric, que, a sus noventa y tantos años, se enfrenta al de Monica Bonvicini en otro momento de altura. Ambos tratan el tema de la perversión y la disolución de las formas y, aunque no es lo mejor de la italiana, una artista, en mi opinión, algo sobrevalorada, el conjunto funciona.
El cuerpo, el objeto, el lenguaje... Son conceptos tratados siempre desde esa idea de inestabilidad y fricción. Carol Rama (1918) y David Hammons (1943) nos ofrecen epatantes lecturas del cuerpo humano, la primera desde su condición de mujer, el segundo desde la de afro-americano. Los objetos del citado Jason Dodge son sólo relativamente tangibles, y en las obras de la jovencísima francesa Dominique Hurth y de la coreana Jewyo Rhii, el lenguaje y la comunicación se encuentran al borde de un colapso inminente.
Bajamos a los pisos inferiores y nos abruma la dimensión del espacio remodelado por Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal. Estamos en las antípodas del cubo blanco, el modelo arquitectónico predominante en las salas de exposiciones. Si el cubo blanco nos aísla del espacio y del tiempo real, estas salas inmensas están abiertas al exterior y permiten, por tanto, la irrupción, muchas veces dramática, de la luz. En una exposición que pretende retratar un mundo sin barreras, en el que la distancia entre "nosotros" y "ellos" es ahora una convivencia en intensa proximidad, esta luz que se desplaza y desconcierta juega un papel trascendental.