Amondarain. La cultura de la copia
Sin fin. Islaren isla
19 abril, 2007 02:00Sin título, 2006
Vivimos en un mundo tan obsesionado por el beneficio de la originalidad como por la deprimente falta de ésta. Las nuevas amas de la cultura (las alabadas y denostadas sociedades de gestión de derechos de autor) no son sino las guardianas de algo cada vez más escaso, menos valorado socialmente, y que se pretende exprimir económicamente hasta la saciedad. Me refiero a la autoría y el principio en que se basa: la originalidad. La reclamación de los derechos de autor se justifica por la aportación de una acción original en el proceso de creación: hacer lo que nadie había hecho antes. Es una de las bases del concepto romántico del Arte. Pero basta con echar un simple vistazo a la historia de la creación artística para darse cuenta de la falsedad de este principio de la sociedad moderna, y de lo antiguo de estas prácticas.El Romanticismo, y más tarde las Vanguardias, erigieron la figura del artista moderno en base al principio de la originalidad, con lo que ésto tiene de ruptura permanente con el pasado. Pero ¿y copiar? Tan obsesionada ha estado la cultura moderna con la idea de lo original que no se ha preocupado de esa otra acción, que es la reproducción, la imitación, la copia, en suma. La operación que ha sido siempre una parte fundamental del proceso de aprendizaje del oficio de artista (se aprendía copiando a los clásicos) ha quedado denostada ante la idea romántica de un sujeto creador puro que produce su obra desde la nada. La copia como concepto aparece de varias formas en la obra de Borges. En Pierre Menard, autor de El Quijote se centra en lo que podríamos denominar la vida de las obras. Menard no quiere simplemente copiar, palabra por palabra, algunos capítulos de El Quijote. Quiere ir más allá, quiere convertirse al catolicismo, pensar como un hombre del XVII español, conseguir que su copia se transforme en escritura. En Los cartógrafos, la pulsión por la exactitud, la mímesis perfecta, de los cartógrafos de un reino es tal que llegan a construir un mapa que resulta perfectamente superponible, punto por punto, al territorio del reino, consiguiendo con ello, a la par de la mímesis completa, la inutilidad perfecta.
Sin fin, Islaren isla, el proyecto de José Ramón Amondarain (San Sebastián, 1964), gira alrededor de estas dos maneras de ver y entender la copia. Primero, la historicidad de la obra. Reproduce, sí, fotos generalmente conocidas de autores que han logrado la notoriedad en los últimos años. Pero el hecho de reproducirlas ahora, en el momento presente, y con toda la historia de carga y crítica que esas imágenes han asumido, implica una asunción mucho más compleja que la reproducción de impresiones visuales. El que la reproducción se haga trasladando lo visual a otro soporte, el pictórico (que supone siempre una selección y transformación de la información), más el añadido o la eliminación del color, da como resultado un producto complejo, en el que debemos preguntarnos qué añade (o resta) la copia del original y qué es lo que va sucediendo en los diversos procesos de transformación, cuando la copia es, a su vez, copiada. Cuando la foto de Cindy Sherman no ha sido sólo trasladada a la pintura y coloreada, sino que es devuelta a la fotografía y desenfocada, sin dejar de ser reconocible.
De ahí el interés de la sección dedicada a los copistas: esos personajes habituales en las salas de los grandes museos clásicos (¿por qué nadie copia a los modernos?). Aquí Amondarain se convierte, por un momento, en autor, dado que el punto de partida son fotos hechas por él mismo; pero en autor copiado, porque inmediatamente esas fotos son trasladadas, con cambio a formato mural o del color al blanco y negro, al campo de la pintura. Los copistas es algo así como el espacio programático de la exposición, la referencia que nos permite abordar el resto.
Y con todo esto ¿dónde surge la creación? Porque Amondarain ha elegido cuidadosamente para sus procesos de copia la obra de autores cuyo discurso se basa, en buena medida en la copia. O llámela usted inspiración, relectura, visita... Cualquier cosa menos la pretendida radical novedad de la vanguardia. Si hablamos de Cindy Sherman, la estrategia consiste en emular las fotos de las películas de serie B o de las revistas del famoseo. Si se trata de Wall, de citas más o menos contenidas de la pintura clásica o el cine de los sesenta. Si es de Moffat, otra vez el cine B, pero de producción asiática. O Ruff, que fotografía la pantalla de televisión que emite cine porno. Y en cada uno de ellos podemos comenzar una cadena retrospectiva que se alarga infinitamente. Antes, se aprendía copiando a los clásicos.