La razón poética de Ramón Gaya
Tramonto a Venezia, 1953. Gouache sobre papel, 29 x 25
Plenitud. ése es el estado de gracia en el que se produce y encuentra la obra de Ramón Gaya (Murcia, 1910). Es una condición que proclama la integridad, totalidad, culminación y cualidad de excelencia del arte de la pintura, practicado aquí desde la excepcionalidad y la renuncia combativa a los cánones de las vanguardias. No todos entienden que precisamente por esta oposición a aceptar las convenciones del modernismo "legal" la obra de Gaya supone un desprecio a los límites, una transgresión que permitirá al artista "conocer el infinito, vislumbrando una existencia libre de reglas y constricciones" -como diría Bataille- y otorgádole al cuadro el aspecto utópico de toda obra de arte. Pues bien, esa rara y serena cualidad de lo pleno constituye la atmósfera de esta exposición -sencilla y compleja-, que se le dedica en cumplimiento de lo estipulado en las bases del Premio Velázquez que, en su primera celebración, se otorgó a Gaya el año pasado.Se trata de una exposición de gabinete, que sigue la secuencia cronológica de la producción de la obra, lo que, a su vez, implica que los sucesivos bloques de pinturas y dibujos testifiquen las diferencias en la luz y el color, y en los motivos (paisajes, interiores, objetos y figuras) proporcionados por las ciudades en que han ido fraguando la biografía y el trabajo de Gaya: la Murcia de 1920-1930, tan relacionada con Juan Ramón Jiménez y los poetas del 27, el Madrid de las Misiones Pedagógicas y de La Barraca, el castillo francés de Cardesse del primer exilio en la posguerra, su larga estancia de doce años en México, Roma -donde se instaló en 1956 y desde donde viajaría a Florencia, Venecia y París-, y de nuevo Murcia y Madrid, ciudades definitivamente reencontradas en 1978. Todo ello importa sobremanera en el caso de un artista tan intimista y para el que pintura y vida han sido siempre términos equivalentes en valor, estima, potencia y eficacia.
Al hilo de esa secuencia se ensartan aquí los dibujos de intensidad y elegancia infrecuentes, ya desde el primerizo y magistral Retrato de Solana (1939); las suites de Homenajes que, desde los cuarenta, van proclamando a los maestros preferidos de la "historia de la pintura personal" de Gaya: Rubens, Rembrandt, Constable, Picasso y los primeros cubistas, junto a, en particular, el Murillo intimista del Sueño del caballero, Velázquez -como cumbre de la "roca española" del Museo del Prado, en la denominación del mismo Gaya- y Eduardo Rosales, cuya obra exquisita, entre italianista y francesa, melancólica y abocetada, constituye la piedra angular de la pintura siempre nueva del murciano; aparecen también los asuntos religiosos -las dos versiones del Bautismo de Cristo, o el San Sebastián-, y, naturalmente, el repertorio de los paisajes mediterráneos, los cuadros de flores y la frescura única de las "naturalezas quietas", de luces y reflejos maravillosos sobre los volúmenes líquidos de las copas de cristal, o sobre la tersa superficie azogada de los espejos, o sobre la blandura planchada de los manteles… Todo Gaya, en su reserva y distancia, así como en la profundidad de su "razón poética", explícita sobre el perfume de la generación del 27 y la modernidad imprevista, cézanniana, del consistente "arte de los museos".