El bien arraigado sentimiento de pertenencia de nuestro patrimonio histórico se evidencia, con la afluencia de público masivo, cada vez que en el Museo del Prado se recuperan, aunque solo sea temporalmente, obras traídas de colecciones extranjeras de quienes consideramos nuestros Maestros en pintura. Sin embargo, no siempre fue así.
Hace poco más de un siglo, al comienzo del XX, sin apenas legislación sobre protección del patrimonio nacional, en un periodo político complejo y sin coleccionistas privados con suficiente vocación y, sobre todo, poderío económico frente a los magnates estadounidenses, destacadas piezas de nuestros maestros salieron de España para engrosar colecciones privadas, embriones de los grandes museos estadounidenses enciclopédicos y pequeños pero densos museos particulares como The Frick Collection en Nueva York, del que, gracias a reformas en su edificio, ahora llegan al Museo del Prado nueve telas de primera calidad.
Esta migración de obras cruciales en la historia del arte desde inicios del Renacimiento hasta las vanguardias afectó a toda Europa y en la mayoría de los casos estuvo determinada por la ideología capitalista y protestante de sus beneficiarios. Lo que determinó, por ejemplo, su falta de interés por la tradición de pintura religiosa a favor de las escenas de género de vida cotidiana de gusto centroeuropeo y francés.
La “distinción” (en términos de Bourdieu) que se pretendía lograr con este “blanqueamiento” cultural de fortunas amasadas sobre las pobres condiciones industriales, como la Frick, también se reflejó en el escaso interés por representaciones eróticas de mitologías y alegorías frente a los paisajes ingleses y alemanes. En cambio, el género del retrato quedó indemne, con aquellos grandes hombres a cuya genealogía se pretendía, al cabo, pertenecer. Y que explica que la mayoría de las obras prestadas en esta ocasión precisamente sean retratos.
Otra consecuencia de las adquisiciones de las familias estadounidenses Morgan, Gardner, Mellon, Lehman, Huntington, Havemeyer y otras, fue consolidar el canon que se había ido cerniendo a lo largo del siglo XIX.
De los tres retratos goyescos, destaca el 'Retrato de mujer', realizado en 1824, el año en que Goya abandonaría España para establecerse primero en París y, definitivamente, en Burdeos
Aparte de Murillo y el bien consolidado Goya durante la modernidad, para el canon de la pintura española fue fundamental el interés de artistas franceses por Velázquez, que había quedado algo olvidado. Así como, en el caso de El Greco, la retrospectiva celebrada en 1902. Así, aunque Henry Clay Frick (1849-1919) no era un amante como Huntington de la cultura española, en casi una década (1905-1914) consiguió reunir cuatro Goyas, tres Grecos, un Velázquez y un Murillo, entre las 130 piezas que completan una colección que cuenta, por ejemplo, con nada menos que tres Vermeer.
En esta exposición, para intentar congeniar el número menor de obras, solo nueve, con su singular excelencia, se ha optado con acierto por incorporarlas al recorrido del museo, en la sala XVI, vecina a Velázquez y Murillo. Casi como si fueran obras propias, proponiendo interesantes diálogos con otras de la colección.
Comenzando cronológicamente y también por su excepcionalidad temática, de El Greco no se pierdan la pequeña Expulsión de los mercaderes del Templo, h. 1600, una iconografía muy demandada del pintor que realizó antes y después de llegar a España, y que tendría un posible pendant en la versión que se encuentra hoy en la madrileña iglesia de San Ginés.
Como también es único en la producción del pintor el vigoroso retrato de cuerpo entero de Vicenzo Anastagi, h. 1575, caballero de la Orden de Malta. Además, es interesante la comparación entre el San Jerónimo de la colección Frick y el Retrato de un médico (el doctor Rodrigo de la Fuente), ambos tratados con semejante penetración psicológica, aunque la representación del santo sea más estilizada, alargada.
Al lado de Felipe IV en Fraga se ha colgado el retrato del bufón El primo, porque ambos están datados el mismo año, 1614, y fueron realizados sobre la misma calidad de lienzo. Pero, en este caso, sobra un poco, ante la magnífica representación del rey, cuya mirada va más allá del distanciamiento tópico de los retratos oficiales, como ocurre en otros retratos velazqueños (en su extremo, el del Papa Inocencio X), y que, por sí solo, merecería la visita. Mucho menos favorecido sale Murillo con su estudiado Autorretrato barroco junto al retrato del comerciante flamenco Nicolás Omazur establecido en Sevilla perteneciente al Prado: nunca fue su género.
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Y para terminar, Goya, siempre. Presidiendo esta pequeña Sala, la tela La fragua, h. 1815-20, colma la más alta expectativa de esta visita. Planteada desde un punto de vista que dota de monumentalidad a las figuras, como ya ocurriera en telas anteriores a esta, El afilador y La aguadora (hoy en el Szepmuveszeti Múzeum de Budapest), comparte con ellas el estilo próximo a las pinturas negras, de expresiva pincelada y fuertes contrastes cromáticos: aquí, en el centro de la escena, el rojo de la fragua junto al blanco de la camisa del personaje principal.
En cuanto a los tres retratos goyescos, también de la última época, destaca el Retrato de mujer, realizado en 1824, el año en que Goya abandonaría España para establecerse primero en París y, definitivamente, en Burdeos, donde realizaría varios retratos. El menos envarado, natural y austero pero con detalles velazqueños, es el de esta mujer parada, posando pero agitando las manos, con su pensamiento lejos del estudio del pintor. ¡Cualquiera diría que este retrato lo podría haber firmado Manet, que tanto lo copió! Goya, precursor de la modernidad, siempre nos sorprende. Goya, infinito, siempre.