“Era una persona que siempre estaba dándole vueltas a todo, haciéndose preguntas sobre cualquier cuestión, por qué las ramas de los árboles crecen de una manera o de otra, por el movimiento del agua y las olas… Y su trabajo estaba muy basado en esas preguntas”. Se cumplen 20 años de la muerte de Eduardo Chillida y así lo recuerda su hijo Luis, presidente de la Fundación Eduardo Chillida y Pilar Belzunce.
El 19 de agosto de 2002 falleció uno de los grandes escultores del siglo XX, constructor de espacios, “arquitecto del vacío” en sus propias palabras. De hecho, su formación era arquitectónica, si bien abandonó los estudios que había iniciado en Madrid para centrarse en el dibujo y la escultura.
Chillida nació en San Sebastián el 10 de enero de 1924. Su infancia junto al mar en la bahía donostiarra marcó su relación con el paisaje y el espacio. Desde muy pequeño iba a ver cómo rompían las olas al lugar donde décadas más tarde colocó su Peine del viento.
Con 18 años fue portero de la Real Sociedad, pero una lesión en la rodilla le obligó a abandonar el fútbol. No resulta frívolo sospechar que algo hay en su escultura de la capacidad que los grandes guardametas tienen de controlar el espacio y el tiempo, la relación con el entorno, la toma de decisiones. En los trabajos del portero y el escultor confluyen lo mental y lo manual.
“El mundo del arte siempre estuvo presente para él”, señala su hijo, “sobre todo a través de mi abuelo Pedro, su padre, que era militar de carrera y un gran amante del arte, y educó a sus hijos en esa sensibilidad”.
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Su cambio vocacional responde a un proceso de maduración intelectual: para Chillida la arquitectura “era una creación artística destinada a dar respuestas a las necesidades del hombre”, mientras que la escultura “no tiene que dar respuestas sino que busca preguntarse por lo desconocido”.
Chillida fue un observador, un hacedor de preguntas que en 1948 se trasladó a París, donde realizó sus primeras esculturas figurativas en yeso, influido por el arte griego. Con ellas recibió un temprano reconocimiento exponiendo en el Salon de Mai de 1949. Un año más tarde expuso por primera vez en una colectiva de la Galerie Maeght dedicada a artistas emergentes. Fueron años fundamentales de aprendizaje y experimentación.
“Fue un periodo clave para él”, señala Luis Chillida, “siempre lo consideró así. En vez de aprender en una Universidad, su formación consistió en irse a París, ver museos y exposiciones. Él era una esponja, lo absorbía todo. Cuando vuelve en el año 51 decide que ese periodo se ha acabado y que tenía que buscar su propio camino. Y es cuando descubre el hierro y empieza un trabajo más basado en la abstracción, pero sin abandonar el mensaje”.
“Mi padre realmente no se consideraba un artista abstracto -añade-. Consideraba que sus formas de expresarse no eran las tradicionales, pero de alguna manera sí había una representación de algo, aunque ese algo fuera abstracto. ¿Un rumor de límites o un yunque de sueños qué forma tienen? No tienen una forma establecida. Mi padre intentaba expresar algo que sentía”.
Los primeros años 50 son fundamentales para Chillida en clave personal (se casa con Pilar Belzunce, con quien tuvo ocho hijos) y artística, ya que empieza a desarrollar un lenguaje más personal basado en la indagación y el cuestionamiento, un viaje intuitivo hacia el misterio inspirado por la naturaleza, la música y el universo y que establece conexiones con las raíces de la cultura vasca. Viaja con frecuencia a París, donde establece un fuerte vínculo con Aimé Maeght y su galería, y en 1954 se inicia en la obra pública con las puertas para la basílica de Aránzazu.
Sus obras destinadas al espacio público, más de 40 en ciudades de diversas latitudes (Berlín, Barcelona, Sevilla…), condensan preocupaciones en relación con el espacio, la escala y la arquitectura, y aluden a valores universales como la tolerancia o la libertad.
Muy pronto comienza a recibir reconocimientos por su trabajo. En 1958 le fueron otorgados el Graham Foundation Award en Chicago y el Gran Premio Internacional de Escultura de la Bienal de Venecia. En las décadas siguientes los galardones fueron constantes, del premio Kandinsky en 1960 al Wilhelm Lehmbruck en 1966, del Kaissering alemán en 1985 al Praemium Imperiale de Japón en 1991. En 1987 obtiene el Príncipe de Asturias de las Artes.
Luis Chillida afirma que su padre “se sintió reconocido, y a veces incluso le daba un poco de vergüenza el reconocimiento que tenía. Cuando se hizo El peine del viento en San Sebastián, en 1977, sentía pudor cuando iba y la gente le paraba, así que solía ir de madrugada a observarlo y estar un rato”.
“Era exigente y muy metódico”, recuerda su hijo. “Le gustaba siempre ir a la misma hora al taller a trabajar y seguir su rutina diaria. Y siempre estaba haciéndose preguntas. Por eso en el trasfondo de su obra hay un aspecto filosófico importante. Él se expresaba a través de los materiales, planteando esas preguntas que en muchos casos no tienen una respuesta clara”.
La obra de Chillida está presente en colecciones de todo el mundo y ha protagonizado más de 500 muestras individuales. En 1966, el Museo de Bellas Artes de Houston organizó la primera retrospectiva sobre el artista, que a comienzos de los 80 expuso consecutivamente en el Guggenheim de Nueva York, el Palacio de Cristal de Madrid y (por primera vez en el País Vasco) el Museo de Bellas Artes de Bilbao.
El Museo Reina Sofía de Madrid y el Guggenheim de Bilbao le dedicaron una gran retrospectiva a finales de los 90, y en el nuevo siglo la obra de Chillida ha podido verse en el Jeu de Paume de París, el Museo Hermitage de San Petersburgo, la Fundación Joan Miró de Barcelona o el Rijksmuseum de Ámsterdam.
En septiembre de 2000 se inauguró en Hernani Chillida Leku, un lugar elegido por el artista como seña de identidad, con la finalidad de mostrar al mundo su obra en diálogo con la naturaleza y cuya pieza central es el caserío Zabalaga.
Un museo que, según el presidente de la Fundación Eduardo Chillida y Pilar Belzunce, se encuentra “en un momento estupendo gracias a la colaboración estrecha que mantiene con Hauser & Wirth: se ha revitalizado con un montón de actividades, exposiciones… Está dando un paso adelante”. Dificultades económicas y problemas de gestión motivaron un cierre que se prolongó ocho años, de 2011 a 2019.
Chillida Leku empezó siendo “un lugar de trabajo” y fue evolucionando “sin una idea fija”. Chillida fue creando “más un lugar que un museo”, a partir de su interés por la obra pública: “Para él la escultura se tiene que relacionar con el entorno, y aquí fue adaptando su obra al entorno natural, pensando y repensando. Chillida Leku es una obra más de mi padre”.
Este centro, en palabras de su directora, Mireia Massagué, “alberga el corpus de obra más amplio y representativo que se conserva” de Chillida, “así como el archivo que recoge su legado documental".
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El recuerdo a Chillida en el vigésimo aniversario de su fallecimiento se quedará en la intimidad familiar. El museo sí se plantea una gran conmemoración en 2024, centenario del nacimiento del escultor que aprendió a peinar el viento.