Hreinn Fridfinnsson, magia cotidiana
Lo que hace el artista en la galería Elba Benítez procede de la fecunda matriz del arte conceptual, al que añade unas gotas de poesía
23 marzo, 2021 01:41Una famosa cita de Nietzsche proclama que tenemos el arte para no perecer de la verdad. Famosa y oscura. Su interpretación más aceptada es que el filósofo afirmaba que ante la acongojante realidad de nuestras vidas, el arte ofrece un consuelo eficaz. No sé yo. Por mi parte, pienso que si hoy en día el arte tiene sentido es porque estamos ensimismados. Si miráramos, escucháramos, sintiéramos, viviéramos en definitiva a pleno pulmón, con los cinco sentidos bien abiertos, el arte no sería necesario. A través del arte yo veo el mundo con una riqueza de significados que sé que está siempre ahí, pero que no percibo porque llevo demasiada prisa o ando pensando en otras cosas. Porque estoy distraído. El arte, quizás es eso lo que decía Nietzsche, es capaz de convertir en juego hasta las tragedias (también de tomarse trágicamente en serio lo trivial, añado yo).
Todo esto se me ocurre al ver la exposición de Hreinn Fridfinnsson (Islandia, 1943), un artista, por cierto, admirado por artistas como Olafur Eliasson y comisarios como Hans Ulrich Obrist. Es su tercera exposición en la galería Elba Benítez de Madrid, ha sido puntualmente reseñado en estas mismas páginas y, sin embargo, a pesar de esos acercamientos, su enigma no ha adelgazado un gramo. Tal vez por eso mismo, miro una y otra vez sus obras con la misma curiosidad que el primer día. Obras que, por cierto, apenas podemos distinguir de “la realidad”. Ya sea la foto de un charco, el vídeo de una vela ante una mano, unos palos manchados de pintura en la pared, una pluma clavada en la esquina de la habitación… nada nos sugiere que se trate de esa tan especial creación humana que llamamos arte. Claro está que enseguida uno se pregunta si llamamos arte a las mismas cosas.
Lo que hace Fridfinnsson procede de la fecunda matriz del arte conceptual, al que añade unas gotas de poesía
Lo que hace Fridfinnsson procede, en definitiva, de la fecunda matriz del arte conceptual. En el que lo importante no es tanto lo que vemos sino lo que pensamos de lo que vemos. Más aún: el viaje de nuestras facultades intelectuales (memoria, imaginación, razón…) propulsado por la obra. El islandés añade siempre al combustible unas gotas de poesía, lo que le convierte, según ha escrito algún crítico, en un “conceptual romántico”. En su obra se cruza lo científico con lo lírico, como en esas humildes superficies de agua, que reflejan con precisión un patrón geométrico. O esa otra, en la que tres piedras (una es un meteorito) consiguen atraer largos hilos metálicos, tensos pero separados de las piedras por milímetros. Magia cotidiana, podríamos pensar. La serie de palos usados para remover botes de pintura en una tienda es una suerte de ready-made, pero también son un fragmento de biografía y una crónica de sucesos del color. La pluma en la esquina no sé cómo comentarla sin que resulte cursi (y no lo es, como pasa con una puesta de sol y la postal de una puesta de sol). En un vídeo vemos la llama de una vela protegida del viento por una mano, que ondea y se revuelve como un animalillo. Nada que no hayamos visto antes, sin embargo, como no nos habíamos fijado, nunca nos pareció tan interesante como ahora.
El riesgo que corre una poética centrada en revelar lo deslumbrante que es la realidad es que resulte de una obviedad aplastante. Que de tan transparente se vuelva innecesaria. Otros artistas indiscutibles caminaron por ese filo, pienso en Robert Filliou o en Juan Hidalgo. Acabaré también con la frase de un filósofo. Derrida decía que un poema siempre corre el riego de carecer de sentido, pero no es nada sin ese riesgo.