Movidas sobre la caja de un muerto
En el aire de la última columna dejamos la autopsia de un cadáver: las desafortunadas declaraciones de J. I. Wert de antes del verano. Dichas medio en broma, todo informalidad, al margen de dar una impresión de aparente desconocimiento del momento tan complejo (y no sólo difícil económicamente) para el sector de la música de todo un ministro y falta de soluciones, manifiestan más que una tendencia, una norma: heridas profundas en el cuerpo social y cultural del país.
Toda esa ligereza y falta de rigor, esa improvisación y desconsideración que manifiesta Wert, son viejas ya y parecen extendidas como un tumor. Por supuesto no son exclusivas de este ministro ni del gobierno ahora en funciones sino el último caso de un sinfín. Pero lo que nos interesa aquí es la perspectiva que ilumina. Cómo sirve de medidor de la frivolidad con que el asunto de la música, especialmente la Pop, es tratado por los poderes públicos desde la Transición y quizá por ello por la ciudadanía: algo con lo que enrollarse un poco cuando toca pero que no es importante ni para la economía ni para la sociedad, ni por supuesto es de verdad cultura.
Desde el momento en que se pactó el actual régimen, hemos apoyado a la música desde nuestras instituciones estatales únicamente cuando le interesó al poder político y sobre todo económico. Como el ministro Wert sabe tan bien, la Movida en cierta parte consistió (ya desde su mismo nombre y la identificación con Madrid) en la instrumentalización de un underground genuino y muy plural en sus formas por parte de una casta política y empresarial. En su búsqueda de apertura definitiva al capitalismo global, la España democrática oficial tiró de ese underground cultural como imagen de marca diferente para un país asociado con atavismos, oscuridad, olor a Antiguo Régimen y extremos sociológicos.
La Movida musical fue no tanto el tan cacareado instrumento ideológico del imparable nuevo centro-izquierda como una imagen impulsada por todos con la que exportar una idea del país en consonancia con el Mercado Común europeo, resaltando lo nuevo frente a lo viejo mediante su barniz de irreverencia y juventud.
La oficialidad de la Transición hizo guiños a esos músicos raretes y les dio cariñosos golpecitos en la espalda, aprobó conciertos y discotecas, mientras pequeños chutes de capital eran suministrados a bandas y promotores. Primero los grupos incipientes y luego sólo los más consolidados de la Movida, pasaron de tocar para sí mismos a hacerlo en cada rincón de España a propósito de lucrativos festejos municipales y algunos premios-concursos de nuevos valores o la programación a dedo en centros culturales y sitios así. Se impulsó que los ídolos foráneos más o menos raros vinieran a tocar y comenzó a dejarse campo libre a SGAE para que gestionara su ministerio de la música en la sombra. Tanto o más que esa informal inversión de capital ayudó a la propulsión en los medios de comunicación públicos, con espacios en diversas horas de la parrilla de TVE, incluidos la prime time y el horario infantil y con un nuevo canal de RNE, Radio 3. La fiesta.
Allí proliferaron sellos en un principio independientes y comenzaron a acoplarse a la fuerza los engranajes de una incipiente industria pop nunca apuntalada del todo. Con todo, el suave riego y amparo del pop alternativo ayudaron a que germinara el talento de un puñado de figuras esenciales para esa forma de creación cultural aquí. Mientras la Movida fue tal cosa en los primeros 80 (o sea antes de convertirse en negocio puro y duro y fábrica de dudosos productos comerciales) fue un momento brillante, efervescente para la renovación de la música pop española.
(Hasta tal punto que aquel futuro que ya estaba aquí en "Enamorado de la moda juvenil", sigue siendo reivindicado una y otra vez por una parte de un pop indie español que acaso no haya encontrado su propia salida la salida a la Cultura de la Transición, un ajuste del punto de mira acorde a los estos tiempos. Mientras otro indie, desde principios de los 90, ha buscado de manera a veces desesperada distanciarse de todo ello, no sonar a Pop español de los 80 e intentar establecerse en aguas internacionales, en ocasiones usando lenguas extranjeras para ello.)
Creo que la Movida, esa excepción cultural, sirve para entender que no hay neutralidad posible. Un Estado puede estar a favor de la generación plural, creativa y, casi siempre, minoritaria de la creación musical o en contra. No hay otra opción. Porque supongo que a estas alturas nadie creerá de verdad que dejar todo en manos de la ley de la oferta y la demanda, de la iniciativa industrial privada y del consumo de los particulares supone la neutralidad del estado...
El español y sus sucesivos administradores públicos e instituciones han ido históricamente en contra de impulsar el desarrollo y la pujanza, como mínimo, de las músicas minoritarias. Y su resultado y demostración es la falta de respeto por tal clase de creación cultural. Por eso este ministro habla con tal ligereza, por eso nadie en su ministerio ni en ningún lado se ha planteado lo que significa también simbólicamente la subida del IVA a discos y conciertos: porque es algo que no pesa ni importa.
Por supuesto que siempre brotan cosas más allá de los márgenes del estado y que el underground y lo que engloba surge de tal marginalidad. Pero eso en un contexto de desierto cultural, rara vez se extiende y se queda en un jardín particular donde quien lo cultiva y lo usa son los mismos. Tal clase de estrategia deja un campo enorme al mercado, o sea a la gran industria y las situaciones culturales que ésta es capaz de generar.
Y, al contrario, creer que la música pop puede crecer en calidad con una legislación en contra de tal desarrollo es lo mismo que pensarlo del vino o el urbanismo. Que se apañen operadores y hosteleros, que se apañen viticultores y bodegueros, que se apañen los ciudadanos con arquitectos, agentes inmobiliarios. Algo así ha ocurrido en alguno de estos campos durante demasiado tiempo y todos conocemos con qué resultado.
Antes de que se me interprete mal, no estoy reivindicando el discurso que genere el poder político oficial, sea del signo que sea, sino que el funcionamiento de la sociedad, que la administración de lo público, los impuestos e iniciativas avaladas por la ciudadanía de un país, impulsen la libre creación musical y de discurso, también o acaso más aún aquellos que son marginales. Y, más aún, una alfabetización general y una valoración positiva de tales artes desde las instituciones que inviertan la actual mentalidad. No me cabe duda de que tomar desde las instituciones en broma o en serio una parte de la creación cultural, genera un discurso en la ciudadanía.
La apología pop (me guste más o menos) que pudo verse en las ceremonias de apertura y clausura de las olimpiadas de Londres, su autoconciencia de la magnitud como hecho cultural, social y económico, contrasta con el sonriente recuerdo del tipismo bromista de Los Manolos cantando el "Amigos para siempre" en las ceremonias olímpicas barcelonesas (aunque también estuvieran Badalamenti y Caballé, lo sé), eso que tan bien nos define: música como aliño de la fiesta, como exaltación de la amistad y poco más.
Sin duda es un ejemplo algo desequilibrado porque han pasado veinte años, pero da cuenta de un retraso que requeriría medidas de impulso y no de retroceso en medios escolares y académicos, industriales y culturales. Incentivos a los pequeños sellos, ayuda para el aprendizaje y ensayo (locales de práctica y de grabación, profesores extraescolares, una amplia red de fonotecas, instrumentos de bajo alquiler) fuera del ámbito del Conservatorio oficial (dentro imagino que también), escuelas públicas y grados universitarios, fiscalidad y reglas laborales que no castiguen las particulares características del trabajo del músico, etc. Es un retraso que nos debería hacer mirar a vecinos donde esta clase de cosas se cuidan, empezando por las declaraciones de un ministro a la ciudadanía.