La tumba de Truffaut (París)
A los vivos nos gusta visitar los cementerios, nos llena de orgullo sentirnos vivos, nos da fuerza -decía Canetti,- pensar en los pobres muertos, tan desmejorados ellos en su sudario.
Siempre que regreso a la ciudad de Truffaut, una de las primeras cosas que hago es ir a la place de Cliché y me voy caminando por el Boulevard hasta la Rue Rachel, una calle chiquitita y húmeda, que lleva al cementerio de Montmartre, uno de los lugares más bellos y tranquilos de París. Un cementerio que todavía no es un cementerio espectáculo, porque sus muertos no son de primera. No hay estrellas del rock ni escritores del Boom, y la entrada es por eso gratuita. En este cementerio, en donde Truffaut rodaría sin permiso varias escenas de El amor en fuga, lejos del bullicio de Clichy, en el barrio de los cines de su infancia y de los burdeles de su adolescencia, escogió Truffaut ser enterrado.
Él, que nunca fue religioso, pero si creyó en los ritos, dispuso esto poco antes de morir, mientras leía La ceremonia del adiós de Simone de Beauvoir y preparaba el tránsito. Nunca he encontrado a nadie junto a su lápida, y me extraña, porque lo que sí hay siempre sobre ella son recuerdos, pequeños homenajes, rosas largas y frescas, velas prendidas, dedicatorias en forma de carta de espectadores de todo el mundo. Una vez encontré una carta firmada por una mujer llamada Françoise, dirigida a mí: "Le he visto varias veces venir a esta tumba...". Contesté a esta mujer -que luego supe que era cineasta- con otra carta, y aunque me dejaba su dirección de correo electrónico preferí citarme con ella a través del buzón de la tumba de Truffaut. Nunca me contestó. No sé si le llegó mi carta o se la llevó un jardinero. He vuelto varias veces al cementerio desde entonces. Una vez, a lo lejos, me pareció ver a una mujer misteriosa y bella que me miraba detrás de unas gafas negras. Es mi imagen de Françoise.
Truffaut fue el hombre al que todas las mujeres amaron y que amó a todas las mujeres. A todas menos a una. Hace unos años, mientras preparaba mi primera película, rodada en París, hice un curioso descubrimiento. Unos metros más allá de la lápida negra de Truffaut, dos nichos apenas le separan de la mujer que más le amó, pero que no se vio correspondida porque era fea: Helen Scott. Una mujer norteamericana, grande (y gorda), enamorada de la lengua francesa, que formó parte de la resistencia muy joven y que conoció a Truffaut en el festival de cine de New York y que acabaría siendo una de sus más grandes colaboradoras. Con ella hizo Truffaut la famosa entrevista libro a Hitchcock; al acabarlo se vino Helen a vivir, desde los EEUU, enfrente del piso de Truffaut -algo que no le gustó nada a François, tan celoso siempre de su vida, aunque sus personajes lo hicieran en la ficción-, quizás de ahí le vino al director la idea para uno de los episodios más divertidos de El amor a los veinte años, solo que ella tenía sesenta. Esta mujer magnífica no sobrevivió a Truffaut nada más que tres o cuatro años, y, entonces, se hizo enterrar a tres metros de su amor no correspondido, bajo una lápida blanca y pequeña para un cuerpo tan grande, que dice "Helen Scott".
Si van de vacaciones a París y pasan por este cementerio, por favor, échenle una foto o un vistazo a Helen Scott, americana en París, enamorada tan sola.
Javier Rebollo (Madrid, 1969) es cineasta. Ha dirigido las películas 'La mujer sin piano' y 'Lo que sé de Lola'. Su nuevo trabajo, 'El muerto y ser feliz', competirá en Sección Oficial en el Festival de San Sebastián.