Off the Wall fue el primer álbum de la historia en colocar cuatro singles dentro del Top 10 de la lista Billboard. Bad fue el primer disco que consiguió reunir cinco números uno entre sus canciones —la mitad del disco fue número uno; la mitad; se dice pronto—. Thriller, con aproximadamente 65 millones de copias, es el álbum más vendido de la historia. Dangerous, Bad, Off the Wall y HIStory también se encuentran entre los cien más vendidos de siempre. Ni los Beatles, ni los Eagles, ni Pink Floyd. Michael Jackson.
Todavía hoy es el artista con más álbumes en el número uno en Estados Unidos, con un total de 17. También es el músico más laureado de la historia con 735 premios, incluyendo 13 Grammy. Ha ingresado en el Rock and Roll Hall of Fame dos veces. Nadie más que él ha logrado tener un single en el Top 10 de Billboard en cinco décadas distintas. En vida, fue el artista mejor pagado del mundo. Y una vez muerto, también. Según la revista Forbes, Michael Jackson generó 747,5 millones de euros solo en 2016. Ni Elvis Presley, ni John Lennon, ni Bob Marley. Michael Jackson.
Ayer, 25 de junio, se cumplieron ocho años de su muerte. De la muerte de uno de los artistas con más talento de la historia de la música y, sin embargo, también uno de los más repudiados. Michael Jackson fue cantante, productor musical, coreógrafo —en 2010, a título póstumo, fue incluido en el Salón de la Fama de la Danza— y compositor. De su autoría son canciones legendarias como Billie Jean, Beat It (con Steve Lukather de Toto al bajo y Eddie Van Halen a la guitarra), Smooth Criminal, Black or White (con Slash de Guns N’ Roses a la guitarra) o Bad.
Pero también fue el tipo cuya piel se iba clareando misteriosamente con los años, del que se decía que dormía en una cámara hiperbárica, que vivía en un parque de atracciones particular llamado Neverland, como la isla de Peter Pan, que fue acusado en 1993 por el menor de edad Jordan Chandler de haberlo besado, masturbado y obligado a mantener sexo oral, que evitó ir a juicio pagando 22 millones de dólares a la familia del niño y que de nuevo fue acusado en 2003 por los padres de otro adolescente, Gavin Arvizo, de haber emborrachado y violado a su hijo, quien había aparecido en un documental de la mano del cantante diciendo que dormía habitualmente con él.
Su imagen, destrozada a partir de los primeros años 90, afectó irremediablemente a su reputación como músico. De icono de la cultura popular e ídolo de masas había pasado a convertirse, a ojos de la opinión pública, en un verdadero monstruo. Desde el álbum HIStory (1995) hasta su muerte en 2009, tan solo publicó un disco, Invincible (2001), pobremente recibido tanto por la crítica como por el público. Un declive que, además, coincidió con una época marcada por la hegemonía de la guitarra eléctrica y los sonidos más crudos y chirriantes del grunge, el britpop y el metal alternativo. A Jackson, como a Prince y a algún otro, se le metió en el amplio saco del pop fácil y edulcorado y ya no hubo forma de librarlo del destierro.
Pero fue un sambenito injusto. El denominado “rey del pop” también triunfó en el rhythm and blues. Y en el soul. Incluso cosechó éxitos en el funk y en las contadas ocasiones que se acercó al rock. Bad fue el primer disco que tuve en mi vida. Me lo regaló una de mis primas mayores siendo yo todavía un crío. Supongo que, aquel año, Man in the Mirror estaba siendo número uno en medio planeta. Por aquel entonces, como es natural, ni siquiera reparé en la calidad musical del disco. Dudo que fuese capaz de distinguir entre el sonido de un teclado y el de un mapache. Pero cuando volví a escucharlo muchos años más tarde, habiendo participado ya en alguna que otra producción discográfica, sabiendo lo complicado que es lograr según qué ejecuciones y sonidos y disponiendo de los suficientes conocimientos musicales como para emitir un juicio justo, me pareció un álbum fantástico. Todavía hoy es mi disco favorito de Michael Jackson.
Pero estas cosas a la inercia suelen darle igual. De repente el mundo se dio cuenta de que Jackson no sólo carecía de los mimbres de los que están hechas las estrellas del rock y el pop, como un ego superlativo, un carácter distante y cierto malditismo, sino que su personalidad era exactamente la contraria. Ante los medios se mostraba como un tipo ingenuo, pueril y desconectado de la realidad. Como un niño apresado en el cuerpo de un adulto. Con el nuevo siglo el público dio por hecho que Michael Jackson era un bicho raro de cuarenta y pico años, aparentemente perturbado y cuyo talento no distaba mucho del de NSYNC o los Backstreet Boys. Y su carrera se fue definitivamente al carajo.
Más adelante se demostraría que no dormía en una cámara hiperbárica. Y que los cambios en el color de su piel se debían al vitíligo —así lo reveló la autopsia—. Y que no había emborrachado ni violado a aquel niño en el año 2003, como así lo determinó la justicia. Y que tampoco había abusado de Jordan Chandler en 1993 —él mismo lo confesó siendo adulto, explicando que su padre, Evan Chandler, le obligó a mentir para conseguir el dinero; Evan Chandler se suicidó poco después de la muerte de Michael—. Pero ya era demasiado tarde. Michael Jackson, el niño prodigio que se había coronado rey del pop, aquel hombre traumatizado que, como Peter Pan, se negaba a crecer y seguía viviendo en el país de nunca jamás, el juguete roto al que ya todos consideraban un monstruo, había muerto por una sobredosis de calmantes suministrada por su médico en 2009. Y tal vez, a la vista del infierno en que empezaba a convertirse su vida, aquel no fue, ni mucho menos, el peor de los finales.