En la tarde del 21 de marzo de 1939, los representantes de las Federaciones Provinciales Socialistas que aún se mantenían en territorio republicano se reunieron en el número 5 del Paseo de la Castellana de Madrid con el objetivo de elegir una nueva Comisión Ejecutiva Nacional del PSOE. Ese mismo mediodía, el Cuartel General de Franco había comunicado al Consejo Nacional de Defensa, dirigido por el general Miaja y el coronel Casado, los términos para la rendición de Madrid. Consumada la ruptura con la corriente negrinista y las alianzas con los comunistas, la reconstrucción había arrancado antes incluso del desenlace oficial de la Guerra Civil.
La noticia de esa suerte de refundación del partido se propagó rápidamente y los primeros comités socialistas se constituyeron en el campo de concentración de Albatera. Desde allí y hacia todas las prisiones se distribuyó un documento, rebautizado como el Manifiesto y elaborado por Fernando Arias Parga, jefe del Servicio de Información del Ejército del Sur, que buscaba desterrar la resignación, la secuela de la derrota, y mantener viva la lucha de los militantes, encarcelados por doquier, que se habían quedado en la España franquista.
Empezaba así la nueva vida del PSOE en clandestinidad, una historia marcada por los fantasmas de la guerra, la cárcel y los campos, los trabajos forzados y la represión —la mayoría de miembros esa nueva ejecutiva acabarían siendo ejecutados—. Aunque sobrevivir era casi lo más difícil, la finalidad principal de este colectivo consistió en mantener la organización a toda costa para poder salir a la luz cuando el régimen de Franco se derrumbase. Un escenario que tardó en llegar mucho más de lo que se imaginaban.
Ese "trauma político y social sin precedentes en la historia contemporánea española" constituye el sujeto de estudio de la nueva obra de Gutmaro Gómez Bravo, doctor en Historia por la UCM y director del Grupo de Investigación Complutense de la Guerra Civil y el Franquismo (GIGEFRA). Hombres sin nombre (Cátedra), como así definió a los socialistas del interior Eduardo Villegas, el responsable del partido mediada la década de los años 40, es un ensayo revelador, con documentación política, militar y diplomática de numerosos archivos, que pone nombre a los hombres y mujeres, principalmente trabajadores manuales y maestras depuradas, que se jugaron la vida en la reconstrucción del socialismo y cuyas historias siguen siendo desconocidas.
El libro cuestiona la visión historiográfica dominante de que el monopolio exclusivo de la oposición al franquismo recayó en el Partido Comunista —en 1945 y 1946 había mayor número de militantes socialistas— y desmitifica el discurso transmitido por la dirección socialista del exilio, los Prieto, Largo Caballero, Llopis y compañía, que rara vez incluía a esas personas anónimas, que actuaron sobre todo en Madrid y la Zona Centro —en el norte y las áreas montañosas, el modelo de oposición optó por la guerrilla— y que estaban en primera línea de combate clandestino, con las fuerzas del régimen siguiendo sus pasos.
"Mi objetivo es demostrar que existió esta reconstrucción interior del PSOE y poner el foco en el rostro colectivo de esta gente", explica a este periódico Gómez Bravo. "Era un grupo de personas comunes que trabajaban por unas ideas, unos principios en los que se habían formado y que desde su experiencia intentaron mantenerlos a flote. Su lucha fue muy importante para mantener el prestigio que tenía el socialismo en los años 30 y poder llegar a la Transición".
Pacto con los monárquicos
Organizados por gremios, ramas, sectores y barrios tras quedar descabezados al término de la Guerra Civil, la verdadera resurrección del PSOE comenzó en 1942. La lucha desde los bares, tabernas o peluquerías, que se convirtieron en hogares políticos para recuperar el espíritu colectivo y distribuir periódicos como El Socialista, que informaba sobre "la orientación para la marcha de la organización, no fue ni mucho sencilla. Los militantes, que pagaban una cuota de un par de pesetas, se enfrentaron a continuas detenciones y caídas de sus ejecutivas al completo, como la presidida por el pintor Juan Gómez Egido en 1945.
La lectura de Hombres sin nombre desvela todo el dramatismo de esas ocultaciones y persecuciones y narra la utópica resistencia de los socialistas españoles en el interior, pero también arroja luz sobre otras cuestiones de gran interés, como la unidad de filas que logró este PSOE en comparación con las ejecutivas de Toulouse o México. "Fueron muy pragmáticos, solidarios y realistas frente al exilio, que era más teórico y político y mantuvo las divisiones tras la guerra. Lo principal para ellos era echar a Franco, mientras que los del exilio pensaban al revés: lo primero era discutir el régimen que permitiese echar a Franco", detalla Gómez Bravo.
En este sentido, se recogen episodios llamativos, como la respuesta de los socialistas en junio de 1945 a un cuestionario que les envió la embajada británica en Madrid, preguntando sobre cómo quería el PSOE que se produjese el cambio de régimen. El tránsito a la democracia, respondieron de forma realista, "debe realizarse metódica y escalonadamente", sabedores del nuevo baño de sangre que se podía desatar si el franquismo movilizase de nuevo al ejército.
Un año más tarde, en septiembre de 1946, el PSOE, a través de la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas (ANFD) —una herramienta que les permitió mantener la hegemonía entre las organizaciones opositoras dentro de España y asegurar la dirección ejecutiva socialista también en el interior—, alcanzó con los monárquicos un pacto por el que se constituiría un "gobierno de reconciliación" con tres generales, uno de los cuales debía sustituir a Franco en la presidencia y convocaría elecciones en el plazo de un año. Evidentemente, la operación no tuvo músculo para cuajar.
De todo este proceso, Gómez Bravo considera que 1946 fue el annus horribilis. "Fue un punto de inflexión, un año muy duro. La policía franquista desmanteló prácticamente toda la infraestructura más potente, que traía fondos de buena parte de Europa y también acabó con la militancia en Asturias", describe. A pesar del aislamiento interior y exterior, los hombres sin nombre, que firmaban sus escritos "en un lugar de España", lograron volver a empezar desde cero y siguieron actuando. Una batalla que no se acabó con la llegada del desarrollismo, sino que se prolongó, con la misma amenaza de hundimiento, hasta más allá de los años 60.