Dos fotógrafos en blanco: Luis Marín y Gabriel Casas
Aparecieron de la nada un siglo después de trabajar en Madrid y Barcelona. Son dos almas gemelas que no se conocieron, miraron lo mismo y atraparon la memoria del país.
14 agosto, 2016 02:38Noticias relacionadas
La fotografía es un viajero sedente que no tiene fronteras. Ni urgencia. Parte del pasado y aterriza en el futuro. A veces, se presenta sin avisar. Los dos últimos pasajeros en el tiempo, que cruzaron siete décadas en silencio y se plantaron en el nuevo milenio, con una memoria por descubrir, son Luis Marín (1884-1944) y Gabriel Casas (1892-1973). Cargados con miles de placas de cristal en las que habían hecho preso a lo imprevisto. Congelado.
La fotografía nunca muere, si no se destruye. Las hijas de ambos fotógrafos han rescatado el legado de sus padres para proteger de la extinción el pasado de un país. Lucía Marín y Nùria Casas habían cumplido con una vida hasta que decidieron poner a salvo la de ellos. Las familias no se conocen, ni siquiera saben de la existencia la una de la otra, como posiblemente no supieron Marín de Casas. Uno trabajó en Madrid, el otro en Barcelona, durante la década de los años veinte y treinta del siglo XX.
Asistieron a los espectáculos, a los eventos que movían a las masas, retrataron a las celebridades y a la vida de neón
Ambos fueron pioneros en el uso de la cámara y en otras facetas de sus vidas. Interesados en la velocidad, los coches y las motos que empezaban a verse por las calles de las dos grandes ciudades. Los atascos. Marín atendía a la actualidad, de un lado a otro, con una moto matriculada en Madrid, con el número “15”. Asistieron a los espectáculos, a los eventos que movían a las masas, retrataron a las celebridades y la vida de neón, primero para revistas, luego para periódicos. La fotografía convirtió a Marín y Casas en almas gemelas con vidas paralelas.
Josephine Baker, 10 febrero de 1930, cuatro años después de haberse dado a conocer en Europa, en el Teatro de los Campos Elíseos de París, la cantante norteamericana de charlestón sube al escenario del teatro madrileño Gran Metropolitano. Para entonces, a la “Venus de ébano” habían dejado de llamarle “Venus salvaje” y Marín la fotografió en el camerino, antes de salir a demostrar por qué era la reina del music-hall. Unas semanas más tarde, la Baker llevó su ritmo frenético a Barcelona, al Principal Palace, Casas estuvo con ella, de paseo fotográfico. Ninguno la retrató en acción, pero ambos dejaron constancia de aquel país que se echó a perder.
Ocurre en la fotografía que la fuerza de lo imprevisto termina por convertirse en escenografía y dramaturgia, tal y como es el gran escenario de la Historia. Del gesto espontáneo al puro protocolo, donde cada personaje pareciera cumplir con unas marcas asignadas por el propio fotógrafo antes de disparar. Todos ellos actuando para la posteridad, como si esa casualidad hubiera sido zurcida, puntada a puntada, con el paso del tiempo hasta convertirla en un relato armado.
Sus hijas, al rescate
“Marín destaca sobre el resto por cómo fotografía a la gente. Es un coreógrafo de los conjuntos humanos”, explica a este periódico Rafael Levenfeld, comisario junto con Valentín Vallhonrat, de la gran exposición en la que el fotógrafo renació. Han pasado casi diez años, su hija ha viajado por Moscú, Berlín, Dublín, Francia y otras tantas ciudades dando a conocer el trabajo de su padre.
Trece exposiciones en los Institutos Cervantes celebran el esfuerzo de varios años buscando techo a las casi 20.000 placas de cristal. En 2003 firmó con Alfonso Guerra, presidente de la Fundación Pablo Iglesias, la conservación del fondo. Ella sigue siendo su propietaria. La Fundación Telefónica organizó la gran exposición de 2007 y la VEGAP se encarga de pasar el cepillo. Ya es un fotógrafo más.
“Me gustaría que su trabajo se viera más, que tuviera mucha más relevancia. Igual que se habla de otros, que se hable de él”, cuenta a EL ESPAÑOL Lucía, que señala que en la primera retrospectiva apenas se vieron 300 fotos… de los 18.000 negativos. La crisis financiera paralizó el crecimiento de Marín y la inversión de entidades privadas como Telefónica en su conocimiento. Ninguno de los responsables del Ministerio de Cultura han preparado exposición alguna sobre su figura y las tarifas de la VEGAP impiden, por ejemplo, que en este reportaje haya fotografías suyas, pero no del catálogo en el que apareció su obra.
El caso de Gabriel Casas también padece la enfermedad del olvido. Muere en 1973 y 20 años después su hija Nùria logra que el Arxiu Nacional de Catalunya se haga cargo de la conservación de todos los negativos que habían estado “secuestrados” en el antiguo estudio del fotógrafo. Tras años de pleitos, logró que el pintor al que su padre cedió el estudio -con todo el archivo dentro- aceptara devolver a su heredera la labor de años de trabajo del fotógrafo.
A mi padre le hicieron una pequeña exposición hace 20 años, pero volvió a desaparecer hasta hoy
En 1996 tuvo una pequeña exposición en el Colegio de Periodistas y después… el silencio. “A mi padre le hicieron una pequeña exposición hace 20 años, pero volvió a desaparecer hasta hoy”, cuenta. Hace una semana el Ayuntamiento de Barcelona ha inaugurado una exposición con parte de su trabajo. Y en abril el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC) montó la primera gran retrospectiva, comisariada por Juan Naranjo, en la que se recuperaba parte de la obra del otro gran olvidado de los años en los que se perdió la democracia.
Cuenta Nùria que su padre era muy modesto, que no daba importancia a su trabajo aunque era un apasionado de la fotografía. Como Marín, fue un autodidacta. Los especialistas dicen que Casas arriesgó más en sus encuadres y sus composiciones, influido por los picados y contrapicados de la nueva visión que se imponía en Europa y que él debió ver en las revistas. “Le prometí antes de morir que sus fotografías irían al museo y lo he conseguido”, explica con satisfacción la mujer octogeneria. “Le gustaba Moholy-Nagy”.
Seguir la pista a la vida de Casas es muy complicado, porque no ha dejado nada más que sus fotos
Lluís Saura catalogó la obra y es el comisario de la muestra abierta en estos momentos, explica las virtudes de una visión fuera de convencionalismos, lejos del pictorialismo del que salía la fotografía española. Asegura que seguirle la pista al fotógrafo “es muy oscuro”, porque no ha dejado nada más que sus fotos. Saura cuenta que en el hogar de los Casas tampoco se hablaba de lo que Gabriel hizo antes de la guerra civil. “Nùria sabe de la actividad de su padre a partir de su fallecimiento, cuando su madre empieza a contarle su pasado. En casa debía provocar angustia y tensión hablar de estos temas”, dice.
Ley del silencio. ¿Por qué? Estuvo con Juan de la Cierva y su autogiro, con el Barça en Les Corts, en las bibliotecas al aire libre, en los bibliobuses, en las carreras ciclistas, a los boxeadores (Marín, a los mismos, Uzcudum y Carnera) estuvo en los rodajes y dejó testimonio del viaje de Buster Keaton a Sitges y Barcelona. Revisar su archivo es viajar en el tiempo, dejar que el pasado pase en una novela que ya hemos leído y que sabemos dónde desemboca. La guerra. Estuvo ahí cuando se proclamó la República, Marín también. Las calles de Madrid y Barcelona abarrotadas, masas en las calles celebran la nueva era del país. Hasta que los nuevos colores son aniquilados.
Casas se niega a firmar la adhesión al régimen de Franco que debía cumplir para seguir con su trabajo en prensa
Casas se niega a firmar la adhesión al régimen de Franco que debía cumplir para seguir con su trabajo en prensa. Y abandona su labor como fotoperiodista. A partir de ese momento se dedicará a la publicidad, que no solucionan las estrecheces económicas en casa. Saura asegura que la guerra no fue el motivo que acaba con su trabajo en presa, porque ya en 1931 empieza a tener otro tipo de clientes, aunque al finalizar la batalla sí trata de regresar a los periódicos. “Se sentía cómodo con los reportajes, no parece que le gustara demasiado el ritmo frenético de la actualidad”, añade.
Archivo casero
La niebla también cae sobre Marín en ese momento. Con la dictadura se incorpora al Ministerio de Agricultura, en el laboratorio fotográfico. Su labor en periódicos desaparece. Su hija cree que por causas familiares, no ideológicas. Pero tampoco lo sabe, porque su padre muere cuando ella tiene dos años.
“Yo creo que él no se encontraba bien y por eso decide cambiar de trabajo. No fue preso, ni fue afiliado a nada. Mi madre, su segunda esposa, tampoco convivió con él tantos años. No sé qué ideas políticas tenía, pero era amigo de Alfonso XIII. Hay fotos de amigo. Aunque también estuvo en el frente de Teruel con la República. Si estuviera señalado por el franquismo no podría haberse incorporado a un Ministerio”, cuenta.
Cuando me casé mi madre me dijo que me llevara el archivo, que ese era mi legado. Y al fallecer ella me lo traje a casa
Lo más que se sabe de su trabajo es que era muy organizado catalogándolo. Incluía en los bordes de las placas los personajes y la localización, las apuntaba en libros de registros y las guardaba en cajas. Todo aquel material queda en la casa familiar, una grande de 10 habitaciones, una de ellas para todo el archivo. De pequeña Lucía miraba al trasluz “las cristalinas”. Al mudarse a una casa más pequeña encuentran un hueco entre dos tabiques donde encajan las fotos, a buen cuidado de la humedad.
“Cuando me casé mi madre me dijo que me llevara el archivo, que ese era mi legado. Y al fallecer ella me lo traje a casa”, pero los cambios de temperatura de la calefacción central del nuevo edificio ponen en peligro los negativos y Lucía sale a buscarles un refugio a su medida.
Levenfeld habla del acentuado sentido de la oportunidad de ambos fotógrafos, que debían cargar con una pesada cámara que limitaba sus movimientos. Nada que ver con las de 35 milímetros que llegarían 15 años más tarde a cuando ellos asaltaban la calle. Un disparo, una sola vez. Se la jugaban a intuición o fracaso. Hablamos de dos fotógrafos autodidactas, que aprendieron el oficio a fuerza de error. “Estaban definiendo la profesión. No se les puede llamar fotoperiodistas, tampoco fotógrafos documentales. Lo hacían todo”, dice.
Aunque parezca increíble, como fotógrafos, Marín y Casas todavía están por construirse y reconstruirse. Sus carreras ahora dependen de las manos de quienes elaboren el relato de unas vidas en blanco. Son los responsables de ordenar el puzle de miles de imágenes que descubre quiénes fuimos. La realidad es un cuento que escribieron estos dos fotógrafos hace un siglo.