“Estos vinos tienen muy poca rentabilidad, pero los hacemos porque son el alma de la bodega, lo que te comunica con tu pasado, tu historia, lo que eres. Tu identidad, en definitiva”. Quien se expresa así es Carmen San Martin Gutiérrez, la bisnieta del fundador de la bodega De Alberto, que también es la gerente de la firma y miembro de su accionariado. Y los vinos de los que habla con tanto amor, son los “pálidos” y “dorados” de Rueda. Vinos históricos y únicos elaborados desde siglos en la zona, ahora prácticamente abandonados y que esta casa defiende mientras hace de banderín de enganche para otros elaboradores.
La denominación de origen Rueda se crea en 1977 fruto del interés, entre otros, de la poderosa y centenaria bodega riojana Marqués de Riscal, que buscando por toda España variedades de uvas con fuerza suficiente para aguantar un buen envejecimiento en madera, dieron con la verdejo en las orillas del Duero, en la provincia de Valladolid. Pero esa fecha es su nacimiento administrativo. Desde muchos siglos antes, los suelos de los pueblos de La Seca, Serrada, de la misma Rueda…estaban horadados de calados subterráneos donde se elaboraba y vendía vino.
80 años de vinos
Uno de los más sorprendentes es la bodega donde tiene su sede De Alberto. Se trata de una casa de labranza de los dominicos, dependientes de la iglesia de San Pablo, en Valladolid. Allí, además del vino, los monjes guardaban todo tipo de productos de la tierra, empezando por los cereales. Hay documentos que hablan de esa actividad datados en 1657. Tras la desamortización de Mendizábal, bodega y terrenos pasaron por diferentes manos hasta que, en 1941, Alberto Gutiérrez la adquirió y comenzó la elaboración de vinos, trabajo que continúan sus descendientes por cuatro generaciones.
Entonces se hacían vinos blancos, también tintos y unos vinos muy especiales, que eran los “pálidos”, elaborados como en Jerez, bajo levadura de flor o crianza biológica, que gustaban mucho; y otros vinos llamados “dorados”, cuya elaboración entronca con los “rancios” catalanes y franceses. No hay que remontarse a demasiados años atrás cuando los viajeros procedentes de Madrid u otras zonas, camino de Galicia o Asturias, cruzaban la localidad de Rueda, por cuyo centro pasaba la carretera general. Llamaba la atención ver, a los lados de esa carretera, “damajuanas” o recipientes de vidrio expuestos al sol y al calor del verano, a los fríos y heladas de invierno, durante todo un año, sólo protegidas por unas mallas metálicas para evitar que si les caía granizo se rompieran. Esos vinos macro oxidados que tomaban ese color dorado eran una delicia que se disfrutaban y vendían de forma excelente.
El paso del tiempo ha ido arrumbando estas elaboraciones que está documentado que se hacían desde el siglo XIV. Incluso los pálidos desaparecieron del reglamente del Consejo Regulador de la Denominación de Origen Rueda en el año 2007, y se han vuelto a recuperar en dicho reglamente hace tan sólo dos años. Se elaboran como otros vinos generosos, al estilo de Jerez y de Montilla-Moriles. El vino, elaborado con la variedad verdejo, se “encabeza”, es decir, que se le añade alcohol vínico hasta los 15 grados, y se mete en barricas de roble rellenas sólo hasta la mitad. Una capa de levaduras, que llaman de flor, como si fuera una nata, cubre el vino que se cría bajo ella, con eso color pálido y cristalino tan característico.
Este pálido de De Alberto presenta una nariz intensa y elegante, cargada de frutos secos de avellana y almendras y una boca punzante, amplia, que entusiasma, seca y salina, muy sabrosa. Un generoso de casta en mitad de Castilla sin tener que bajar a Andalucía a disfrutarlos. Sólo hacen 1.400 botellas de medio litro, a un precio de 37 euros cada una.
De Alberto es una bodega potente de Rueda. Elaboran más de cinco millones de kilos de uva y controlan 720 hectáreas. Carmen San Martín ha sido la primera y única mujer presidenta del Consejo Regulador de Rueda. La bodega subterránea de los monjes, junto a las posteriores que se montaron, es un espacio extraordinariamente bonito y curioso que merecer visitarse. Los vinos, claro, se elaboran en las instalaciones en superficie. Y allí también están las damajuanas alineadas con un volumen para 16 litros cada una, lo que se llamaba una “cántara”. Hay unas 10.000 damajuanas expuestas al sol en verano y a las nevadas en invierno. “Es un patrimonio inmaterial, no sólo de nuestra bodega; sino de toda Rueda, que ahora está viviendo una segunda juventud”, comenta San Martín, que recuerda que en su infancia los niños se movían entre las damajuanas recogiendo los tapones que saltaban por efecto del calor y la presión dentro del recipiente de cristal, y volviéndolos a poner.
Los dorados, procedentes también de la verdejo, se encabezan a 17,5 grados, pasan un año al sol y al frío; luego se llevan a una “pre-solera” que homogeneíza, y luego a una solera con barricas de 80 años, de la que se saca, como en Jerez, un porcentaje de un 10% por añada que se embotella. En total son cinco años de elaboración. Hacen dos dorados, uno seco y otro dulce.
El seco, con ese color dorado de la evolución del vino que le sale, es una delicia. Una nariz extraordinariamente compleja, elegante, fina, donde el recuerdo de orejones y frutas escarchadas se junta con aroma de frutos secos y pasas. En boca es potente, intenso, redondo, con mucha personalidad. Su precio está en 27 euros, la botella de medio litro. El dulce, que se ha encabezado igual que el otro y que se le ha dejado algo de azúcar residual, pero sin pasarse, también es muy expresivo con recuerdo de albaricoques y fruta en sazón en nariz; y una boca potente, sabrosa y larga. Muy rico. (34 euros).
Carmen San Martín comenta que ella como el resto de los descendientes del bisabuelo Alberto, se sienten como el eslabón de una cadena, que han recibido un legado y su deber es defenderlo y mejorarlo para la siguiente generación. Pálidos y dorados ya estaban ahí cuando nacieron y ahí seguirán en el futuro. Representan una joya enológica exquisita que se han conjurado para defender.