Es natural que la buena gente esté animada por el encomiable deseo de regenerar la sociedad en la que vive, reformar sus malas costumbres enseñando las buenas. Toda realidad humana es por definición defectiva y debe corregirse. La sana crítica es la que observa el contraste entre las imperfecciones de la realidad y la perfección del ideal, vigente en la conciencia del observador, y, conmovido por esa diferencia, la denuncia para propiciar el mejoramiento colectivo. Sin crítica no hay progreso.
Pero no toda crítica es sana. De hecho, normalmente no lo es. Porque no nace de las condiciones descritas –contemplación de un ideal, sincera voluntad de mejorar lo dado–, sino de una pulsión interior non sancta. Y es que criticar entraña necesariamente el peligroso ejercicio de censurar a otro, cuyo comportamiento el censor condena.
Quien critica asume como premisa que está libre de aquello mismo que critica, porque, de lo contrario, su argumento decaería al instante, refutado a la luz del proverbio “médico, cúrate a ti mismo”. De lo cual se sigue que la práctica de la crítica promueve una visión dualista del mundo con fundamento moral: a un lado, el que juzga, intachable; al otro, los juzgados, sorprendidos en falta. La explícita denuncia del vicio ajeno está proclamando implícitamente la decencia propia.
Ahora bien, la ley de oro de la vulgaridad moral reza así: "Yo no he sido". En una situación de malestar, una conciencia infantil, o adulta pero no educada, se apresura a autodisculparse y, en cambio, culpabilizar al otro conforme al mencionado esquema de moralización dual. Entonces, la crítica no brota de la distancia observada entre ideal y realidad, sino de una propensión oscura a descargar la causa de su dolor en terceros, previamente desacreditados. A lo que se añade que el descontento dominante en nuestras modernas sociedades ha exasperado aún más la pulsión a la constante culpabilización de los demás.
Esta clase de crítica suele revestirse de moralidad, pero, bajo la invocación de sublimes principios, se esconden las tretas de una conciencia vulgar que intenta justificarse. De modo que la gigante ola de moralismo que se ha levantado en nuestros días, provocada por la proliferación de esa mala crítica que no deja títere con cabeza, sería paradójicamente expresión inequívoca de la hegemonía de la vulgaridad moral en nuestro tiempo.
Quien no tiene ideas propias, moraliza; quien se siente mal y no se soporta a sí mismo, moraliza
Esta conclusión –el moralismo como vulgaridad– ayuda a entender un fenómeno rigurosamente novedoso que, pese a su fastidiosa omnipresencia, ha escapado hasta ahora al análisis de los investigadores. Es sabido que en una democracia liberal, que presume que sus ciudadanos son mayores de edad, todas las opiniones son bienvenidas, lo que tiene como resultado práctico esta inflación opinativa que nos aturde.
Ocurre que esos ciudadanos hiper-opinantes, titulares del derecho fundamental de libre expresión y exhortados por la tecnología a ejercerlo sin freno, no tienen, la mayoría de las veces, nada que decir digno del más mínimo interés.
Así que, abismados ante su ausencia de ideas, llenan el espantoso vacío poniéndose moralistas y, cuanto más faltos están de ellas, más implacables y severos. Ahí son las lecciones morales, los discursos edificantes, las socorridas llamadas a la ética, el lamento por el encanallamiento presente, la nostalgia por una edad de oro donde reinaba la virtud. Quien no tiene ideas propias, moraliza; quien se siente mal y no se soporta a sí mismo, moraliza; quien no estudia el ser, recurre al deber-ser.
De la sana crítica uno aprende, de la insana no aprende nada, salvo paciencia para sufrir a sus autores, esos representantes del yo-no-he-sido que claman por la reforma moral de los demás sin antes probar a reformarse ellos mismos. Cuando uno de ellos nos venga con su surtido variado de opiniones no solicitadas, le atajaremos al punto diciéndole con voz clara y potente: “Por favor, déjanos en paz”.