El Cántico espiritual de San Juan de la Cruz es una de esas combinaciones milagrosas de palabras en que consiste el secreto de la verdadera literatura; en cambio, las Declaraciones de las canciones entre el Alma y el Esposo, los comentarios en prosa que el poeta compuso sobre sus propios versos para explicar su significado a las monjas carmelitas, son literariamente deficientes, porque neutralizan dicho secreto insondable y lo subordinan a la tiranía del concepto, en este caso los preceptos del magisterio eclesiástico. El Cántico es arte, las Declaraciones son doctrina, ilustración del catecismo.
Es inherente al arte poseer un cuerpo, un soporte material donde lo bello acontece: la literalidad de las palabras, la secuencia de notas del pentagrama, la madera en la que se labró la talla, la superficie del lienzo donde se pintó el retrato. No puede prescindirse de ese componente de corporalidad, porque en la naturaleza del arte está el saltar a la vista, patentizar mediante la representación, mostrar a la intuición sensible.
Por otra parte, toda obra de arte trasciende su concreción en vuelo a una universalidad, porque, sin ella, caería en la irrelevancia. Aristóteles enunció este universal estético cuando escribió aquello de que “la poesía dice lo universal (por eso es más filosófica y seria) y la historia lo particular”. Por supuesto, el griego hablaba de una universalidad no científica, es decir, no conceptual, pero quien más insistió en esta propiedad exclusiva del arte es Kant. “Lo bello –leemos en su tercera Crítica– es lo que, sin concepto, es representado como objeto de una necesaria satisfacción universal”.
La diferencia entre “me gusta esta ánfora” y “esta ánfora es bella” estriba en que en el primer caso enuncio una inclinación personal mientras que el segundo es un juicio pronunciado con la pretensión de obtener la aprobación de todos, consenso basado, no en el conocimiento, sino en un placer que nadie de buen gusto debería negar.
En suma, el arte bello es un objeto trabajado por mano humana cuya contemplación produce un placer universal que no se deja categorizar. En esta paradoja reside su halo inaprensible, ese hechizo que embriaga al espectador mientras la obra se mantenga ajena a fines espurios. La belleza admite, claro está, un análisis sociológico o político, a veces fecundo para la investigación, pero goza de plena autonomía respecto a los intereses forasteros y posee su propia ciencia: la estética.
Confundida la cultura con la política cultural, el arte pierde el relámpago de su universalismo sensorial y se reduce a demostración
La vulgaridad, estado actual de la cultura, ha obrado últimamente la sustitución del arte bello por el arte interesante. Llamo interesante a la obra cuya razón de ser reside, no en ella misma, sino en el discurso que la sustenta. La prevalencia del discurso (concepto) en la obra conlleva la pérdida de autonomía del arte, contaminado de intereses adventicios que lo desnaturalizan: causas sociales, éticas o políticas, acaso justas pero antiartísticas.
Confundida la cultura con la política cultural, el arte pierde el relámpago de su universalismo sensorial y se reduce a mero ejemplo o demostración didáctica de una idea. Este giro supone desconocer que el artista, a fuer de ciudadano, puede tener compromiso político (que acabará impregnando su obra), pero el arte no, porque si asume alguno ya no es arte sino vulgar propaganda.
El Partenón respondía al programa político de Pericles para Atenas, pero hoy admiramos esa grandiosa fábrica cuando dicho programa no importa a nadie. Picasso, ciudadano con convicciones, pintó la escena de un cruel bombardeo, pero elegir un tema político no convierte su arte en política, igual que pintar una Madonna no lo convierte en religión. Si seguimos deleitándonos en el Guernica se debe a la primavera interminable de su arte, no a la fidelidad a un ideario. El panfleto pasa, el arte perdura.
Arte interesante es el que pone la Declaración de las canciones por encima del Cántico espiritual.