Todo el mundo sabe quién formuló la ley de la gravedad o quién descubrió la penicilina: científicos que, gracias a la excelencia de sus invenciones, contribuyeron sustancialmente al progreso humano. Todavía más populares son los grandes creadores de filosofía, literatura, música o pintura, cuyas obras inmortales no pierden nunca, debido a su perfección artística, la frescura del primer día. Algunas nos han llegado anónimas, pero no porque no correspondan a un creador individual, sino sólo porque desconocemos su nombre.
Ahora bien, también hay en la cultura creaciones originalísimas, innovadoras y complejas que no cabe atribuir a nadie en particular. Por ejemplo, el lenguaje. Escribo este texto usando palabras que no he inventado yo, sino que tomo en préstamo de mi comunidad lingüística. ¿Cómo se llama el inventor del idioma en el que nos comunicamos? No se sabe.
La lengua es fruto de un genio comunitario, como muchos otros descubrimientos humanos que carecen de autoría conocida, no porque ignoremos el nombre de su autor, como en las anónimas, sino porque dicho autor es de una condición supraindividual, innominada. Véase, por ejemplo, la cultura popular, cuyas obras –fiestas, canciones, folclore, mitología, refranes, romances, epopeya–, producidas por una colectividad genérica de personas, no reducible a la suma de sus componentes, exhiben muchas veces una inventiva mayor que las de origen individual.
¿Quién es el padre de fenomenales ideas regulativas? ¿Quién el fundador de la democracia liberal? Nadie con nombre y apellido
Y, con todo, aún más asombroso me parece el talento demostrado por ese yo colectivo en el terreno de la cultura política. Pensemos en instituciones como democracia, Estado de Derecho, dignidad o derechos humanos: responden a ideas de una sofisticación intelectual, sutileza y hondura comparables a las de los conceptos fundamentales de la historia del pensamiento.
Y, sin embargo, no se quedan en el orden especulativo de la conciencia, sino que, tras haber sido probadas durante siglos en el laboratorio de la Historia, se han constituido, superando tentativas y ensayos, en instituciones políticas reales que regulan bajo un principio de justicia las vidas de cientos de millones de ciudadanos.
¿Quién es el padre de estas fenomenales ideas regulativas? ¿Quién el fundador de la democracia liberal? Nadie con nombre y apellido. Luego lo único que explica satisfactoriamente su nacimiento es la hipótesis de una inteligencia colectiva.
No hay más remedio que atribuir a la inteligencia grupal, pues, el copyright de algunos prodigios de la civilización. Es como si la especie humana estuviera dotada de un discernimiento práctico que le guiase en su incesante adaptación al entorno, ese mar de contingencias formado por la naturaleza invariable y el cambiante devenir histórico.
Visto lo cual cabe preguntarse: este juicio natural, ¿nos lleva a algún lado? ¿Cuál es, en definitiva, el sentido de la Historia? La Historia no tiene sentido si por tal se entiende significado, es decir, una ley que reglamenta los acontecimientos humanos y los ordena de modo inteligible hacia un fin racional. Eso no. Pero sí lo tiene interpretado como dirección (en la acepción de “calle de doble sentido”) y así, cuando saltamos de las leyes generales a los hechos, observamos que la Humanidad ha seguido, de facto, una línea (no recta) de progreso material y moral constante desde el origen de los tiempos.
No hay legislación, pero sí dirección, cuyo rumbo puede describirse como la lenta transición del estatuto del esclavo, que actúa por miedo al castigo, al de ciudadano libre, a quien sólo le mueve el pudor. Y este éxito civilizatorio hay que imputarlo a las buenas artes de una inteligencia colectiva.
Claro que también puede fallar. Se sabe de especies animales que se han extinguido, ¿por qué no la humana? Podría ocurrir que la humanidad, embotado su juicio, obrase de modo que acabara destruyéndose a sí misma. De la hipótesis de una inteligencia colectiva falible se sigue, en buena lógica, la posibilidad de un acto inverso de estupidez colectiva.