Una imagen de la película.

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Quentin Tarantino: odiosamente brillante

El director reincide en el western con una película de tres horas que ojalá durara cinco. 

Desirée de Fez
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Los odiosos ocho es tan buena que sabe a poco (y sabe mal) abordarla con todos los tópicos sobre el cine de Quentin Tarantino y reducirla a una colección de adjetivos superlativos. Aunque es tentador, Tarantino se merece mucho más que eso. Se lo merece más que nunca por hacer una película perfecta y por conseguir algo muy difícil de lo que, ya desde su primera película, ha estado siempre muy cerca: convertirse en un cineasta único (mucho más que un cineasta con personalidad), con su propia dialéctica y su propia mitología, pese a llevar la referencialidad y los géneros puros en las venas. Qué más da a quién copia: sus homenajes están tan interiorizados que, por locos que sean, ni son fanfarronadas aisladas ni rompen el tono de sus películas. Qué más da si se repite. ¿Para qué reincidir en su naturaleza de embellecedor de lo ajeno, su gusto por la violencia estilizada y desligada de lo real o su fina melomanía? Ha llegado a tal nivel de excelencia, búsqueda y exigencia que los lugares comunes de su cine han pasado a un plano mucho más profundo.

En Los odiosos ocho reincide en el western y antepone engañosamente la palabra a la acción. Digo engañosamente porque, tal y como sugiere su arranque en movimiento (una diligencia va reclutando bajo la nieve a algunos personajes de esta historia), el filme de Tarantino está tan lleno de acciones como de estrategias verbales. Los odiosos ocho ni es ni parece una obra de teatro. Prácticamente todo pasa en un escenario (una parada para diligencias) y los personajes hablan mucho. Pero se me ocurren pocas películas de acción, rodadas en exteriores y con muchas localizaciones, con más maniobras —físicas y mentales— y más ideas visuales para reproducirlas que ésta. No sólo en su apabullante tramo final, en el que Tarantino se suelta la melena y lleva al límite la acción a puerta cerrada. Los odiosos ocho es puro cine también cuando todas las cartas parecen haber sido jugadas a la palabra.

El director de Pulp Fiction (1994) filma con maestría ese espacio cerrado. Todo es perfecto. Los movimientos de cámara, la planificación, la disposición y la coreografía de los personajes en plano. También la forma de acercarse a éstos para activar el misterio y el juego de identidades. La perfección de los personajes de Los odiosos ocho es un combinado de la manera de rodarlos, el magnífico trabajo de los actores (lo de Jennifer Jason Leigh es muy fuerte) y, sobre todo, la descripción que hace Tarantino de ellos a través del físico y del diálogo. Deposita en ellos los temas de siempre: el honor, la traición, la venganza, la crueldad y la justicia personal. Pero se los lleva a un nivel más abstracto, complejo y meditabundo que en su filmografía anterior.

En Los odiosos ocho, la conducta y la moral de los personajes son mucho más ambiguas e imprevisibles que nunca, lo que activa una potente reflexión sobre los estereotipos del género y, ¿por qué no?, un estudio de la naturaleza humana desde la ficción más chiflada. Ésta es una de las razones por las que Los odiosos ocho es otro nivel. Su director escribe uno de sus mejores guiones, no sólo por la cantidad de capas que da a los personajes y a la historia a base de genio, ingenio y humor, sin que se note, como si fuera lo más fácil del mundo. También porque es una de las películas en las que más exprime su naturaleza de brillante contador de historias y mejor utiliza la comedia. El cineasta rompe y enriquece el relato con ingeniosas decisiones narrativas, con quiebros inesperados que apelan a nuestra sorpresa, introducen el recurso de la leyenda (qué bonito cuando hace eso) o, en un caso determinado que vale la pena no desvelar, recordarnos que lo que estamos viendo no es cualquier película: es una película de Quentin Tarantino.