El secreto de las mejores patatas fritas de Mercadona está en el perol: así las hacen
- La empresa andaluza Los Monti ha aumentado su facturación un 15% desde que elabora sus aperitivos para la marca Hacendado.
- Producen 16.500 paquetes al día y facturan 400.000 euros al mes. “O calidad o muerte”, se preguntaron. Y eligieron bien.
- Las patatas que hoy salen de sus peroles estarán en las mesas de los clientes en apenas 48 horas.
Patata, aceite y sal. Estos tres ingredientes no han parado de darle quebraderos de cabeza a Antonio en los últimos 50 años. La primera vez que las echó al perol hirviendo apenas sabía cómo freírlas para sacarles el máximo sabor. Lo suyo eran más los números. En la actualidad, ha depurado un método de producción de patatas artesanales, tipo churrería, que seducen los paladares del gran consumidor. Y siguen dándosele bien las cuentas; su marca, Los Monti, también ha conquistado los lineales de Mercadona, distribuidor para el que elabora 16.500 paquetes de patatas fritas al perol marca Hacendado al día. Su secreto: “Cuando hubo que elegir entre calidad o muerte, nosotros apostamos por la primera”. Y les va bien.
En Montilla, en la carretera que une Málaga con Córdoba, una gran chimenea no para de echar humo blanco desde primera hora de la mañana. Es el vapor que resulta de echar finísimos cortes de patatas en peroles de dos metros de diámetro con aceite de girasol alto oleico hirviendo. La nube parte de las instalaciones de Los Monti, una empresa familiar en la que pocas manos consiguen sacar adelante una ingente producción de las chips de los anglosajones, ni más ni menos que patatas fritas; con una importante diferencia, las de esta marca cordobesa son tradicionales de churrería, hechas como hace 50 años. Sin aditivos ni conservantes: solo patata, aceite y sal.
Antonio Córdoba Jiménez, de 75 años, fundó la empresa con otros cuatro socios, todos hijos de panaderos de Montilla, un pueblo de la Campiña Sur cordobesa de poco más de 23.000 habitantes y famoso por el vino elaborado con la uva blanca de la variedad Pedro Ximénez. Corría el año 1969 y cada uno puso 500 pesetas. También consiguieron que los padres avalasen un préstamo de 100.000 pesetas adicionales con las que adquirieron una panadería en desuso con un par de hornos morunos.
“La idea surgió una noche de borrachera”, recuerda Antonio, un hombre alto, de pelo cano, inquieto, con el andar un tanto torpe y un exiguo hilo de voz por un cáncer de laringe fruto del tabaco del que se recuperó hace treinta años. “Yo no tenía ni idea, pero confiaba que ellos, al ser hijos de panaderos, sí —narra el septuagenario a EL ESPAÑOL—; a mí se me daban bien los números y tenía mucha inquietud”.
Los cinco empezaron haciendo mostachones, como los afamados de Utrera, pero de un tamaño inferior. También picos. Hasta que un día pusieron al fuego un perol de unos 70 centímetros de diámetro y empezaron a freír patatas.
—¿Estaba buena esa primera fritada de patatas?
—Yo ya no me acuerdo, pero se vendió entera.
Renqueando, y devolviendo lo pedido a los prestamistas, consiguieron campeárselas hasta meses antes de la muerte de Franco. “Ahí todo se empezó a complicar, los sindicatos apretaban mucho”, recuerda con asombrosa nitidez en el que fue su despacho en la empresa, un espacio con un escritorio de madera y sillas de cuero en el que él pasaba pocas horas. Siempre prefirió estar en la fábrica y ver de cerca el producto.
Los Monti, una empresa familiar
Los socios de Antonio se esfumaron cuando la empresa se embarcó en la compra de una nave de cuatro millones de pesetas. “Aquello no había forma de pagarlo”, confirma. Y se quedó solo. Ante tal tesitura, decidió echar mano de sus padres, agricultores y propietarios de una pequeña bodega de caldos de la tierra. Sus progenitores aceptaron prestar la ayuda, pero con la condición de que incluyese en la empresa a sus dos hermanos, menores que él.
Los Monti se convirtieron en una empresa familiar. “El nombre fue idea mía, buscaba un nombre corto; era fácil, le quité el ‘lla’ de Montilla y no me arrepiento, porque me siento orgulloso de llevar el nombre de mi pueblo por toda España”, explica el fundador.
En la nueva nave se dejaron de elaborar mostachones y la fabricación se centró en los picos y en las patatas, para las que se compró un perol mucho mayor, de unos dos metros, del que había que sacar las patatas manualmente con una espumadera enorme. Eran los 80 y el cambio fue notable para la empresa. De vender en el pueblo, pasaron a establecer rutas comerciales por la provincia de Córdoba. “Cargábamos la furgoneta de productos y cuando se vendía todo, se daban marcha atrás”, apunta Antonio.
—¿Cuándo empezaron a ir las cosas bien?
—Nunca. Siempre ha costado todo mucho trabajo. Nunca teníamos dinero, nos lo gastábamos antes, lo invertíamos en mejorar el negocio.
De la segunda nave, los hermanos Córdoba pasaron a comprar una finca de diez mil metros cuadrados por cinco millones de pesetas. En la operación, y en la posterior construcción del edificio, se gastaron todos los ahorros.
Pese a que no se considera un profeta en su tierra, Antonio nunca tuvo la tentación de irse fuera de Montilla, pero era su pueblo y daba de comer a muchas familias; unas 75 antes y unos 50 ahora con la automatización de la fabricación. En la actualidad, la empresa se asienta en esa misma parcela, pero se ha construido la totalidad de la finca en una zona de oficinas, la parte de los picos y la fábrica de patatas.
“O calidad o muerte”
En 2012, la empresa se enfrentó a una disyuntiva. “O calidad o muerte”, explica. Su modelo era incapaz de competir con las grandes marcas del sector y decidieron cambiar la forma de elaborar: de una línea de fritos, el habitual en la industria, pasaron a hacerlo en peroles.
“Con el industrial, se le quita el almidón y los azúcares a las patatas y eso cambia su sabor —explica didáctico Antonio—; además, muchas empresas les echan blanqueadores o agua caliente para que no se les quemen las patatas y salgan todas blancas”. “Eso cambia el sabor, la patata no sabe igual”, subraya.
Por eso en su empresa, hay una línea en la que las empleadas, eminentemente mujeres, van eliminando aquellas patatas más oscurecidas. Los Monti solo empaquetan las patatas perfectas. Su apuesta por la calidad tuvo una rápida repercusión en sus ventas. De facturar 55.000 euros al mes con el antiguo modelo industrial, pasaron a los 100.000 en apenas ocho meses.
De dos peroles de más de dos metros de diámetros, que la casa compró de segunda mano —“pero que freían muy bien”—, se pasó a cuatro en un plazo de dos años. Con ellos, ya han alcanzado la cifra de 400.000 euros mensuales. Y en 2019 ya está prevista la incorporación de otros dos peroles más para multiplicar su capacidad productiva, 76.800 paquetes de 150 gramos a la semana.
El secreto de una patata perfecta
Al mes gastan 450 toneladas de patatas, de las variedades agria, Hermes y lady amarilla, las mejores para freír. No tienen proveedores fijos, van variando en función de la época del año para asegurarse un flujo continuo. A finales de mayo empiezan a comprar en Sevilla, cuando se agotan las adquieren en Córdoba, de ahí se pasan a Badajoz, Ciudad Real y Castilla y León; por último, Francia. En su almacén hay 700 toneladas de patatas, que se liquidarán en apenas mes y medio.
Por cada kilo de patata cruda se usa 92 centilitros de aceite de girasol alto oleico de Andújar, Jaén, “que no tiene nada que envidiarle al de oliva”, y seis gramos de sal marina por cada cien gramos de producto acabado.
El aceite se limpia, se renueva y se decanta de noche. También se hace descansar. La temperatura de la fritada se mantiene entre los 14 y los 155 grados. Nunca por encima de los 160, para evitar la a acrilamida una sustancia química que se crea en productos con alto contenido de almidón al cocinarlos a altas temperaturas y que ha puesto en jaque a los productores y consumidores por estar considerado un componente cancerígeno.
En resumen: “La nuestra es una patata perfecta, crujiente y muy seca, de poco aceite, fina y con el justo punto de sal”, describe el fundador de Los Monti.
—¿Están ante un punto de inflexión en la historia de la empresa?
—Sí, ahora, gracias a Dios, vamos bien; En su almacén hay 700 toneladas de patatas, que se liquidarán en apenas mes y medio..
El ingrediente en esta ecuación, además de las patatas, el aceite y la sal, es Mercadona, el gran distribuidor español que tiene a Los Monti en su lista de proveedores. “Ellos vinieron a nosotros”, apunta el heredero de la empresa familiar, como su padre, también Antonio Córdoba, pero de 38 años y licenciado en Económicas.
Su padre se negó en rotundo a incorporarlo a la empresa una vez acabados sus estudios. Le impuso ver calle, solo entonces —y casi nueve años después— lo dejó volver. “Le pedí cobrar más que nadie, y aceptó”, explica el hijo entre risas. Aunque más allá de la nómina, pesaron otros condicionantes.
La visión de una nueva generación
“Mi hija me vio un día moverme por la fábrica muy cansado, muy torpe y llegó a casa llorando, alarmada y asegurando que papá no estaba en condiciones de estar al frente del negocio”, recuerda Antonio padre. Y ahí el hijo decidió hacerse con las riendas del negocio familiar, pese a que su padre sigue yendo con frecuencia a controlar que la empresa no se desboque. “El día que deje de venir, me muero”, vaticina el fundador de Los Monti.
Antonio Córdoba hijo es, en buena parte, el responsable de que su marca fichase por Mercadona. La compañía de Roig inició una batida en agosto de 2017 buscando empresas con capacidad de incorporar estas patatas fritas de perol a sus estantes. “Y no fue fácil que nos eligieran”, apunta el hijo. “Yo no creía en esto, porque los veía muy chuminosos, nos hacían mandarles pruebas y más pruebas; pero mi hijo insistía e insistía”, recuerda Antonio padre.
Los desencuentros empresariales entre el padre y el hijo acabaron llevándose a casa. “Llevamos un año de peleas”, confiesan entre sonrisas cómplices. “Él no me hace caso, pero sé que él solo va rectificando”, completa con autoridad Antonio padre.
El nivel de estrés familiar llegó a tal extremo que ambos acabaron acudiendo, por separado, a un psicólogo. “Él me decía que yo estaba loco y yo se lo decía a él”, dice el hijo. Hoy ambos ríen. “Cada uno le contaba su película y a los dos nos mandó a casa diciéndonos que estábamos bien”, completa el padre.
Más listo se anduvo Antonio hijo, el actual director, que llegó a usar en varias ocasiones el comodín de la llamada María Luisa, su madre para que mediara en el asunto. “Era mi as en la manga”, apunta el hijo. Ella consiguió que su padre confiase en la apuesta de Mercadona. “Teníamos que crecer”, zanja el joven.
—Antonio padre, ¿hoy está más convencido?
—Totalmente, para nosotros Mercadona no solo significa el beneficio económico; ellos nos han aportado muchísimo en calidad y en seguridad alimentaria, y hemos aprendido también a hacer las cosas bien, muy bien. Hemos mejorado muchísimo nuestro producto.
—¿Y se parecen las patatas actuales a aquellas que freía usted en el perol de medio metro?
—No me acuerdo del sabor de las otras, pero las de ahora son mejores. Por mucha tecnología que apliquemos, las hacemos igual; muy controlado, de forma artesana.
Y un elemento clave: las patatas que hoy salen de los peroles de Los Monti estarán en las mesas de los clientes en apenas 48 horas, un plazo muy corto que hace que el producto conserve todas sus propiedades. “Es que los de Mercadona son muy buenos”, presumen en la familia Córdoba.
Mercadona, futuro y tranquilidad
Herminia y Antonio también celebraron el fichaje de Monti por Mercadona. Ambos son trabajadores de la empresa con más de una treintena de experiencia a sus espaldas. Él es el contable y ella operaria en la fábrica, a la que ha vuelto hace ocho meses después de pasar 17 años dedicada a la crianza de sus dos hijas. A más demanda de patatas, mayor aumento de la plantilla y más seguridad de cara al futuro.
“Yo me las como de golpe, y con una cerveza”, apunta el contable, que recuerda a su hoy jefe corretear por la fábrica con apenas diez años. Asegura que confía en él para comandar el futuro de la empresa, que en su caso ha dado para pagar la hipoteca de su casa, el coche, las facturas y los estudios de sus hijas. “Les estoy muy agradecido a los Córdoba”, puntualiza.
Su mujer, acostumbrada a freír patatas en la empresa, explica a EL ESPAÑOL que no logra darle ese punto en casa. El secreto: “La materia prima es de mucha calidad, están muy bien fritas y el aceite está muy limpio —enumera Herminia—; no hay mucho más”.
Dos plantas más arriba, en la zona de oficinas, Francisco ofrece los mismos argumentos. A sus 51 años lleva en la empresa desde 1988, primero como conductor de una furgoneta vendiendo producto; ahora como director comercial. Él es uno de los que más ha notado la influencia de Mercadona en la empresa.
“Se ha traducido en más ventas y en que muchos clientes ya saben de lo que somos capaces y nos reciben con otro talante —resume Francisco—; antes teníamos que llamar, ahora nos llaman”. La marca está presente, además de en Mercadona bajo la marca Hacendado en otro tipo de superficies, tanto grandes como en supermercados de barrio con otras marcas como Abuelo Antonio, Monti o una amplia variedad de picos y productos ecológicos.
Antonio Córdoba, el padre, sigue deambulando por su empresa. Defiende que para que salga la patata perfecta hay que estar implicado al cien por cien. Y por eso baja con frecuencia, aunque no tantas veces como su torpeza de piernas le permite, a la zona de elaboración para comprobar que todo se hace según su mandato.
No le duelen prendas en reprender a quien no lo realiza como corresponde. Eso sí, con la ternura de un abuelo que corrige a sus nietos, porque muchos de ellos llevan décadas trabajando para él y conocen a la perfección la obsesión del jefe por la calidad.
Tiene la tranquilidad de tener solvencia económica, aunque llegó a arruinarse por culpa de la empresa. Y aconseja a su hijo que, en caso de duda, esté tranquilo, que la calidad hablará por ellos. También descansa sabiendo que ya hay una tercera generación de los Córdoba para que Los Monti sigan deleitando el paladar con tres ingredientes básicos: patata, aceite y sal.
—¿Hay futuro?
—Claro que o hay, y pasa por la tradición, por la vuelta a los orígenes. Si vamos bien, ¿para qué vamos a cambiar?