El 27 de noviembre del año 1095 se reunió en el corazón de Francia el Concilio de Clermont. En marzo de 1095, Alejo I Comneno, emperador de Bizancio, había solicitado al Papa Urbano II ayuda para defender la cristiandad frente al acoso de los turcos. Urbano pidió a los obispos y abades que trajeran consigo a los señores locales más importantes, frente a los que pronunció un discurso, quizá uno de los más importantes de todos los tiempos, que cambiaría para siempre el rumbo de la historia del ser humano.
En él hizo un llamamiento para que se arrebatase el control de Jerusalén de manos de los musulmanes, ofreciendo el perdón de los pecados a todo aquel que acudiese a la misión divina. La multitud se dejó llevar por el frenesí y el entusiasmo interrumpiendo su discurso con gritos de “¡Deus vult!” (¡Dios lo quiere!) que se convertiría en el lema de una Guerra Santa: la primera Cruzada.
Su resultado tuvo un gran impacto en la historia de ambos bandos, convirtiendo la guerra en una misión religiosa, lo que suponía el inicio de una nueva actitud que hizo posible que la disciplina religiosa, antes aplicable solamente a los monjes, se extendiese también al campo de batalla, dando origen al nacimiento de órdenes religioso-militares como la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén, la Orden de los Caballeros Hospitalarios o la Orden del Temple, pero, sobre todo, creando un nuevo y revolucionario concepto: el monje guerrero.
Siglos después de que aquellos monjes combinaran los hábitos con la espada, un joven sacerdote, harto de los desmanes que las tropas francesas cometían en tierras españolas, decidió alzarse en armas. Su valentía, inteligencia y reputación le convirtieron en una de las figuras más temidas por Napoleón Bonaparte: Jerónimo Merino Cob.
Jerónimo era el segundo hijo de Nicolás Merino y María Cob, nacido en el pequeño municipio burgalés de Villoviado, el 30 de septiembre de 1769. Desde los siete años trabajó cuidando del campo y del rebaño familiar, mientras su tío, el párroco del pueblo, le enseñaba a leer y escribir. Con 18 años es llamado a filas del Regimiento Provincial de Burgos para recibir instrucción y a su fin, el párroco de Covarrubias, a 20 kilómetros de su casa, se lo llevó para completar su formación y ser ordenado sacerdote, en 1790.
Desde ese momento ejerce plácidamente como párroco de Villoviado pero, en 1808, su vida cambiaría para siempre.
Desatando a la bestia
En enero de ese año llegó al pueblo una compañía de cazadores, pertenecientes a la retaguardia de una unidad del ejército francés que tenía por misión establecerse en la línea del Duero con vistas a la conquista de Madrid, que comenzaron a abusar de la población y a requisar el ganado y el grano. Algunos historiadores afirman que llegaron a violar a su hermana, lo que provocó que Jerónimo tratara de defender a su familia y a sus vecinos, lo que le valió para ser humillado por los franceses y ser enviado preso a Lerma.
Pero tras escapar de su cautiverio, decidió que no se quedaría con los brazos cruzados, sino que combatiría a los franceses con lo que tuviera a mano, dando origen a la leyenda del cura que ganaría 58 batallas al ejército del mismísimo Napoleón Bonaparte.
Primero con un criado, luego con un sobrino y poco después con una cuadrilla de valientes hombres del pueblo, comenzó atacando a combatientes aislados, escondiéndose en los montes para evitar ser encontrados, pero no sería hasta la noche de Reyes de 1809, cuando daría su primer golpe serio, atacando a un correo francés y su escolta.
A finales del mes de enero contaba ya con 20 hombres y algunas armas, que utilizaban para sembrar el terror en buena parte de la provincia de Burgos. Su fama comenzó a crecer, convirtiendo a su pequeño grupo en una auténtica milicia con una importante red de correos y espías que le permitían adelantarse a los movimientos franceses y emplear en su favor el factor sorpresa.
En poco tiempo su pequeño contingente ya contaba con más de 2.000 hombres, por lo que la Junta Suprema Central le nombra oficialmente su comandante y reconoce a sus soldados como combatientes del ejército español.
Nace un héroe
A finales de 1809, ya había ejecutado una serie de acciones que le habían convertido en una leyenda: se había hecho con un convoy francés de 118 carros cargados de granadas, 16.000 libras de pólvora, cuatro morteros y dos obuses, había apresado dos correos con sus valijas y dos columnas de munición, había rendido el Palacio Ducal de Lerma con toda su guarnición y había salvado el tesoro de Santo Domingo de Silos.
Su reputación le ayudaría a seguir reclutando hombres de toda la provincia de Burgos y, tras ser ascendido a capitán de infantería, pone en marcha una fábrica de municiones, un taller de reparación de armas y uniformes, crea un tribunal itinerante civil y penal y comienza a publicar su propia gaceta patriótica.
Su valor para la resistencia española era tan extraordinario que, en 1810, ya ostentaba el rango de teniente coronel, justo tras una emboscada en enero de ese mismo año, en la que sorprendió a una división francesa compuesta por 1.500 hombres. En julio de ese mismo año, varios de los soldados de Merino fueron apresados, fusilados y colgados en Burgos, provocando su terrible venganza, matar a 16 franceses por cada uno de los suyos que perdiera la vida. Poco después, tras reunir a los prisioneros necesarios, los mandó fusilar y envió a Burgos los cadáveres a los franceses.
En 1811 crea el Regimiento de Húsares de Burgos, compuesto por tropas de caballería con brillantes armas a lomos de sus hermosos caballos y el Regimiento de infantería de Arlanza, con los que, en 1812, conseguiría su mayor victoria. El 15 de abril, Merino recibe aviso de que el Batallón 1º del Vístula, formado por soldados polacos al servicio de Francia, había salido de Aranda. Se trataba de un convoy de 1.400 soldados, 150 caballos y dos piezas de artillería a los que emboscó un día después en Hontoria de Valdearados y a los que envió presos a Asturias, zona controlada por los españoles.
El azote de Napoleón
Todo este tipo de acciones consiguieron hacer sucumbir la moral del ejército francés, que no estaba acostumbrado a este tipo de guerra de guerrillas. Los guerrilleros de Merino eran como fantasmas surgiendo entre las brumas y la niebla, causando el pánico entre los invasores y consiguiendo poner extremadamente nervioso al mismísimo Napoleón, al que le había ganado en 58 batallas y que enviaría a España a cuatro altos mandos con el único objetivo de apresarle, algo que jamás conseguiría. Bonaparte llegó a exclamar en Burgos: “¡Prefiero la cabeza de ese cura a conquistar cinco ciudades españolas!”.
Merino, a quien ya se le nombraba en documentos oficiales como coronel y comandante de la División del Duero, terminó la guerra distinguido con la Cruz laureada de San Fernando, la Gran Cruz de la Orden de Carlos III y con los cargos de gobernador militar y comandante general de la provincia de Burgos, que ostentaría hasta 1814. Al año siguiente, renunció a sus honores militares y el rey Fernando VII lo nombró canónigo de la catedral de Valencia.
Poco después, decidió regresar a su pueblo para ejercer de nuevo como cura, pero a partir de 1820, durante el Trienio Liberal, retomó las armas para enfrentarse a los constitucionalistas y formó un nuevo ejército para defender los principios absolutistas, encarnados en Fernando VII, apoyando la invasión de los Cien mil Hijos de San Luis que acabarían con el gobierno liberal.
Tras el fin de la guerra, Merino alcanzaría el grado de general de división y se retiraría de nuevo a su pueblo, donde parecía que, por fin, podría descansar y disfrutar de la vida. Pero justo cuando todo parecía haber terminado, moría el rey Fernando VII, dando inicio la I Guerra Carlista, en la que el hermano y la hija del difunto rey, Carlos María Isidro de Borbón e Isabel, se disputaban el trono.
Alistado en el bando carlista, Merino reunió a 14 batallones y más de 10.000 hombres bajo su mando, proclamando a Carlos como rey de España el 20 de octubre de 1833, recorriendo casi toda Castilla, llegando a El Escorial y el Pardo y amenazando Madrid, hasta que recibió órdenes de replegarse a La Rioja. El 4 de noviembre de 1834, fue ascendido a teniente general y capitán general de Castilla la Vieja y ya era conocido como el héroe del Carlismo pero, debido a que su salud se vio mermada, tuvo que abandonar la acción directa, permaneciendo hasta el final de la guerra al lado del pretendiente.
Finalizada la guerra, Merino no quiso aceptar la rendición, por lo que en 1839 se exilió a la localidad francesa de Alençon, donde residía junto a algunos familiares ejerciendo como capellán en un convento de monjas. En Francia recibió una pensión vitalicia durante cinco años, hasta su fallecimiento, el 12 de noviembre de 1844, a los 65 años de edad.
En 1968, sus restos fueron reclamados y traídos a la localidad burgalesa de Lerma donde fueron enterrados, muy cerca del palacio de los duques de Lerma, bajo un monumento funerario flanqueado por los escudos de España y de la dinastía carlista, en recuerdo de aquel cura que desafió a Napoleón y que le ganó 58 batallas.