"¡Este tío tiene cojones!".
¿Qué haríamos los españoles si no existiera en nuestro vocabulario esta voz multiuso como una navaja suiza para describir estados de ánimo o para referirnos a personas determinadas?
La frase la pronunciaba Santiago Carrillo, en presente histórico, recordando lo que pensó en su primera entrevista personal con Adolfo Suárez, vis a vis, de chulo a chulo, de extremo a extremo; uno procedente del comunismo de toda la vida, el de la hoz y el martillo, y el otro del falangismo azulón, el del yugo y las cinco flechas cruzadas apuntando al cielo.
Aquel primer día que se vieron frente a frente, un 27 de febrero de 1977, domingo para más señas, fue en realidad cuando se produjo, en diferido, la legalización del PCE, aunque en los libros de Historia aparezca como fecha oficial unas semanas después, el 9 de abril de ese mismo año, el famoso Sábado Rojo.
La técnica de Plutarco en sus Vidas Paralelas para poner en valor a los personajes históricos que maridaba, Alejandro Magno con Julio César o el rey Pirro con Mario de Roma, era la de descender a detalles aparentemente fútiles de sus elegidos, con sus anécdotas, con las palabras recurrentes que utilizaban, en vez de contar solo las batallitas que ganaron o las tropelías que cometieron en vida.
Es una pena que Plutarco (46 o 50-120 d.C) no estuviera presente en aquellos días decisivos en los que empezó a tejerse la transición española, porque Adolfo Suárez (1932-2014) y Santiago Carrillo (1915-2012), presidente del Gobierno y secretario general del PCE, respectivamente, habrían servido de inspiración al escritor griego.
Sin la legalización del PCE, llevada a cabo por este-tío-tiene-cojones, con la complicidad del parafraseado Carrillo, las primeras elecciones después de la II República, celebradas en España el 15 de junio de 1977, habrían sido un acto fallido, sin legitimidad internacional. Con lo cual, el marcador de la nueva era democrática no habría comenzado aquel histórico y soñador 15-J.
Miedo en el cuerpo
De los atributos de Adolfo Suárez hoy nadie duda –si es que alguien se acuerda ya de él, salvo los más mayores-. Cuando el Rey le eligió para ser presidente del Gobierno, sorpresivamente, en julio de 1976, nadie daba un duro por el abulense. Ni él se fiaba de nadie, ni nadie se fiaba de él. Unos le llamaban cabo furriel ascendido, otros kamikaze de la política al querer desmontar el férreo régimen franquista cuando él mismo había sido ministro secretario general del Movimiento, y no pocos le consideraban un traidor, un loco, un demente (enfermedad que acabaría padeciendo al final de sus días).
Por todo esto, cobra más valor que quien creyera en él, aunque a la fuerza ahorcan, fuera alguien en las antípodas políticas: Santiago Carrillo. Suárez pasó miedo cuando tomó la decisión de legalizar el Partido Comunista –sabía que los militares y la ultraderecha podían darle un golpe de Estado, incluso liquidarlo-, y a Carrillo se le cayó la peluca del temblor al ponerse en manos del exministro franquista y renunciar a sus grandes atributos vitales: a no hablar de la República –“aquí lo importante es democracia o dictadura, no monarquía o república”, le dijo a Suárez en su primer encuentro del 27 de febrero del 77; a aceptar la bandera rojigualda y olvidarse de la tricolor; a preferir el himno que sonaba a dictadura en vez de la Internacional con la lucha final; a enterrar la internacionalización y el derecho de los pueblos a decidir su futuro…
Aquí lo importante es democracia o dictadura, no monarquía o República
Do ut des. Doy para que me des. Esta máxima clásica estuvo presente aquel 27 de febrero en el chalet Santa Ana, situado en Pozuelo de Alarcón (Madrid), propiedad del abogado José Mario Armero y de su esposa, Ana María Montes. Armero, presidente, también, de la agencia Europa Press, fue el intermediario entre Suárez y Carrillo durante los nueve meses que duró el tanteo y el tonteo de los líderes antes del parto.
Durante ese tiempo, Armero se reunió en dos ocasiones en París con Giscard, el nombre en la clandestinidad del dirigente comunista, y en Madrid decenas de veces con Jaime Ballesteros, el tapado de Carrillo en España. Suárez le decía Armero, Armero a Ballesteros, Ballesteros a Carrillo, y viceversa. Los correos de los minizares tomaban notas en papelitos, servilletas de bar, facturas de la luz, etcétera, para recordar lo que se decían y se pedían Suárez y Carrillo a través de sus emisarios. Estos documentos, guardados por la esposa de Armero, Ana, descendiente del mismísimo duque de Ahumada, acabaron en manos de la espabilada y voraz periodista Pilar Urbano, gran narradora de la Transición.
La reunión de Suárez y Carrillo en el chalet de los Armero –supuestamente, secreta- fue, como decía más arriba, en la que se legalizó embrionariamente el PCE, aunque tal decisión no tomara cuerpo oficial hasta el 9 de abril, en pleno Sábado Santo. Fumadores empedernidos –Suárez se fumó una cajetilla de Canarios y Carrillo, dos paquetes de Peter Stuyvesant, marca con nombre holandés procedente de Sudáfrica-, ambos reconocieron posteriormente que ese día se miraron a los ojos y supieron que se entenderían.
Los dos tenían ya muchas horas detrás del toril, contemplando de cerca a verdaderos y peligrosos miuras. Suárez a Franco, con sus penas de muerte a cuestas y su dictadura añosa. Pero en lo peor le ganaba Carrillo: alguna vez contó el líder comunista español que cuando le llamaban en Moscú para verse con los jerarcas del comunismo soviético e internacional, sentía que cabía la posibilidad de saber por dónde y cómo entraba, pero no por dónde, para dónde o cómo saldría. Así funcionaba entonces el paraíso comunista.
Legalíceme, señor Suárez
En la entrevista en el chalet de Pozuelo, no suficientemente conocida, Carrillo exigió presentarse en las primeras elecciones con las siglas del partido. Suárez, por el contrario, le planteó concurrir con otras siglas, como independiente. "Esto es innegociable", señor Suárez, le respondió: "Usted tiene que darme la legalidad si quiere tener la legitimidad de su reforma política". El líder comunista pidió libertad para organizar sus sedes; legalidad para todos sus militantes; excarcelación de sus presos políticos; pasaporte para él y para quienes vivían en el exilio (como Dolores Ibárruri, La Pasionaria, entre otros muchos).
Como cuenta Pilar Urbano en el prólogo del libro La Legalización del PCE, escrito por el historiador Alfonso Pinilla, luego vinieron las peticiones del que tenía que dar la autorización, Suárez: el PCE proscribirá de sus estatutos la subversión del Estado, aceptará la bandera rojigualda, respetará la Monarquía, defenderá la unidad de España, romperá con la dependencia orgánica, económica y estratégica con sus homólogos internacionales…
Seguramente, el presidente del Gobierno de España, que tenía que refrendar su puesto en unas elecciones libres, y el líder comunista, que necesitaba que su partido se corporizara y saliera de la clandestinidad en unos comicios, se sintieron aquella tarde como Rómulo y Remo en la fundación de Roma. Se dijeron sí a todo y comenzó la cuenta atrás para la autorización del PCE como partido político.
Suárez volvió a Moncloa en un pequeño Seat blanco, satisfecho pero acojonado ("hay serios obstáculos, la legalización no depende de mí ni del Rey", le dijo a su interlocutor, "sino de otros poderes que son muy hostiles", en referencia a los militares). Y Carrillo salió del chalet de Pozuelo de Alarcón increíblemente contento; tanto que pidió a su anfitriona y choferesa Ana, la descendiente del fundador de la Guardia Civil, que le acercara a la embajada de Rumanía en Madrid, para contarle a Ceaucescu, vía telefónica, el resultado de la reunión.
Aunque en el comunicado de la legalización del PCE –noticia conocida a las 6 de la tarde del mencionado sábado 9 de abril- no aparecieron los agradecimientos por el acuerdo, de haberlos habido tendría que haber sido citado el dictador comunista rumano. Y, por supuesto, el Rey Juan Carlos I, al tanto de todo.
Fue precisamente Juan Carlos quien envío a su hombre de confianza, Manuel Prado y Colón de Carvajal, a Bucarest a finales de noviembre de 1975. Muerto Franco, quería saber qué pensaban los líderes comunistas españoles exiliados del futuro de España sin la presencia del dictador y con una monarquía decidida a darle la vuelta política al país como si fuera un globo de feria.
Prado con Ceaucescu
El entonces príncipe de España había conocido al presidente rumano en Persépolis (seguramente en la fiesta mundial del Sha de Irán en 1971), según contaba Prado. El heredero de Franco y el dictador comunista compartían aficiones como la caza. Ceaucescu le dijo a Juan Carlos: “Si algún día me necesita, estoy a su disposición”. Nicolae, años después fusilado y lapidado junto a su mujer por su pueblo, tenía una gran sintonía con Carrillo.
Prado, el donado hablador, largón y callador según le conviniera –hizo negocios millonarios con la importación de petróleo saudí a España a finales de los 70, con el nombre y el beneficio del Rey Juan Carlos-, contaba que se buscó la vida para entrar en contacto con el staff comunista rumano, a través de Domingo Dominguín, comunista y hermano de Luis Miguel Dominguín, franquista y mujeriego acérrimo.
Verdad o fantasía, lo cierto es que Prado se entrevistó con Ceaucescu en Bucarest y le transmitió preguntas y peticiones de parte de Juan Carlos. Según un documento conocido por este periodista, cada vez que Prado planteaba una cuestión importante a Ceaucescu sobre cómo actuaría Santiago Carrillo en un proceso de apertura democrática en España, el dictador rumano se ausentaba de la sala y luego volvía. Prado llegó a la conclusión de que Carrillo estaba en la sala contigua.
Juan Carlos también utilizó como correveidile para sus intereses aperturistas a Nicolás Franco Pascual de Pobil. El sobrino del dictador, muy amigo del rey y compañero de escopeta –de hecho, estuvo con él y Corinna en la famosa cacería del oso Mitrofán en Rusia, en 2006-, se reunió con Santiago Carrillo en París en agosto de 1974, con la ayuda de José Mario Armero, un personaje de incalculable valor en la transición española, cuyos méritos no han sido reconocidos suficientemente.
El Rey Juan Carlos el día que se anunció la legalización del PCE estaba en París; Santiago Carrillo, en Cannes. Dicen que Adolfo Suárez aconsejó al monarca que no estuviera en España en Semana Santa, que saliera de vacaciones fuera, por si pasaba algo al anunciarse la legalización del PCE. Y tenía que volver urgentemente. O no volver. Y en caso de volver, nadie estaba seguro de si para poner firme al Ejército o para retomar su papel de heredero de Franco. Así de inciertos eran aquellos tiempos.
Aquel día, 9 de abril de 1977, 40 días después de la reunión decisiva de Suárez y Carrillo en el chalet de Armero, no sucedió nada grave, más allá de que dimitiera el ministro de Marina, Pita da Veiga, y amenazara con lo mismo el titular del Aire, disuadido, al parecer, por los buenos oficios de la reina Sofía.
El periodista Alejo García se atascó al dar en Radio Nacional de España la noticia inesperada: "Señoras y señores (primero, ellas, luego ellos; Alejo fue un adelantado a su tiempo), hace unos momentos, fuentes autorizadas del Ministerio de la Gobernación han confirmado que el Partido Comunista… perdón…, que el Partido Comunista de España ha quedado legalizado e inscrito en el… perdón… (música)"... Alejo García se quedó sin resuello, producto de la emoción y de haber subido un piso corriendo para dar la noticia desde los estudios de la radio pública.
Al tiempo, Santiago Carrillo, desde Cannes, hizo una declaración pactada en todos sus términos con Adolfo Suárez a través de José Mario Armero, incluida la crítica que se desprendía contra el presidente para no calentar más a los militares: "Yo no creo que el presidente Suárez sea un amigo de los comunistas. Le considero más bien un anticomunista inteligente que ha comprendido que las ideas no se destruyen con represión e ilegalizaciones. Y que está dispuesto a enfrentar a las nuestras, las suyas. Bien, ése es el terreno en el que deben dirimirse las divergencias. Y que el pueblo, con su voto, decida". En la sede clandestina del PCE en Madrid, situada en la calle Peligros, premonitorio nombre, se quedaron algo confundidos.
Dos estadistas
El pueblo quería votar –"habla pueblo, habla"-, pero había aún fuerzas muy poderosas que se oponían. En las semanas anteriores a la reunión de A.S. y S.C. (como se encabezaban las notas que sus interlocutores transmitían fielmente), hubo asesinatos como el de Arturo Ruiz, manifestante a favor de amnistía, a manos de ultraderechistas; la muerte de la estudiante Mari Cruz Nájera en una carga policial; el acribillamiento de los abogados de Atocha, cinco muertos y cuatro heridos; otros tres policías muertos en Madrid por los Grapo; más el secuestro del presidente del Consejo Superior del Ejército, el teniente general Emilio Villaescusa...
España no era precisamente una verbena que esperaba, ansiosa, cerrar la fiesta con la llegada de Carrillo y La Pasionaria ("Se nota, se siente, Dolores y Santiago están presentes") Y, sin embargo, como dos grandes estadistas (estaqué, se diría de los de ahora), se estrecharon la mano como confiados amigos. El falangista Adolfo y el comunista Santiago.
"No cambiaré el rumbo hacia la reforma democrática", declaró Suárez el 29 de enero de 1977 ante la ola de asesinatos, muertos, secuestros y manifestaciones, en un discurso en TVE en prime time. Y cumplió su palabra.
Las vidas separadamente paralelas de Adolfo Suárez y Santiago Carrillo convergieron en la legalización del PCE y en el proceso de democratización de España. En realidad, se parecían mucho más de lo que nadie pudo pensar. Carrillo tenía más Historia detrás; de hecho, 40 años antes, el 6 de noviembre de 1936, fue nombrado comisario de Orden Público y miembro de la Junta de Defensa de Madrid, y el 7 y el 8 se produjo la matanza de Paracuellos.
Cuando en 1960 fue nombrado secretario general del PCE, en París, sucediendo a Dolores Ibárruri, ascendida a presidenta, Adolfo Suárez acababa de ingresar en el único partido en España, la Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (FET y de las JONS). Casi nada. Los dos, 17 años después, alcanzaron su cénit político, cada uno en su sitio, posibilitando las primeras elecciones democráticas de 1977 y el resto.
Cuando Carrillo fue nombrado secretario general del PCE, Suárez acababa de ingresar en Falange
A la vez, entre 1990 y 1991, abandonaron sus últimos cargos políticos. Suárez tras ser defenestrado de la UCD y del Gobierno por parte del Rey, en 1981, y fracasar con su CDS. Carrillo, años después de haber dejado el PCE, pronunció una frase lapidaria cuando por unos meses se planteó integrar el que era su nuevo partido, el PTE, en las filas del PSOE en 1990: "El PCE es un partido que está muerto, y el debate no es sobre si disolverlo o no, sino sobre si incinerarlo o embalsamarlo".
Los dos se vieron después en varias ocasiones ya como jubilados, alguna vez con Juan Carlos I, que era el único que aún mantenía el poder y un aura que perdería estrepitosamente pocos años después.
Creer en algo más
Si Plutarco viviera hoy, investigaría de qué hablaban Adolfo y Santiago cuando ya no eran nadie. Quizás de religión, porque siempre se necesita creer en algo más que en los partidos, tan efímeros, aunque este domingo el PCE cumpla 100 años de manera fantasmal.
Suárez acabó siendo un devoto de la religión, acosado y hundido por las enfermedades de su mujer, Amparo, y su hija Mariam; de comunión diaria y con sagrario en su domicilio de Palma.
Y Carrillo, tras perder la fe hacía muchos años en Marx y en Lenin, se hacía cuando venía al caso una pregunta de respuesta imposible. Podría llegar a creer en Dios si los creyentes pudieran explicarle el origen del mundo. Cuenta la periodista Pilar Urbano, vecina y amiga de Santiago Carrillo y miembro del Opus Dei, que en cierta ocasión éste le dijo: "Eso sí, Pilar, aunque creyera en Dios nunca dejaría de ser comunista". En sus días finales Carrillo decía comunista y no del PCE, el partido que de la mano del exfalangista Adolfo Suárez consiguió legalizar y, con ello, se abrió paso el proceso democrático en España.