Decía el historiador británico Eric J. Hobsbawm que el "corto siglo XX" comenzó con la Revolución rusa de 1917 y terminó en 1989 con la caída del Muro de Berlín. En medio, y horquillado por estos dos hitos, quedaron contenidos los grandes acontecimientos de la centuria: las dos guerras mundiales; las revoluciones políticas, sociales, tecnológicas y culturales; la Guerra Fría; las guerras de descolonización… En todos ellos, el comunismo jugó un papel central, ya fuera como amenaza, como esperanza, como peligro a evitar batir o como recurso movilizador. Como dijo Jorge Semprún, uno de sus disidentes, con todas sus luces y sus sombras, el comunismo fue el gran proyecto del siglo XX, que murió cuando lo hizo aquel.

En España, la historia del comunismo y de su expresión organizativa, el PCE, arrancó en un contexto convulso que podríamos considerar, parafraseando a Hobsbawm, como el arranque del "corto siglo XX español". En la segunda década de los años 1900, el régimen de la Restauración, basado en el turno pactado entre conservadores y liberales, estaba en crisis. Cierto que la constitución de 1876 era la más longeva de todas las alumbradas hasta entonces y que el mecanismo electoral había venido funcionando como un reloj durante más de un cuarto de siglo, pareciendo haberse encontrado el bálsamo de Fierabrás contra las guerras civiles, las revoluciones y las asonadas que habían asolado el siglo.

Pero en 1917 las cosas habían cambiado. La industrialización se había afianzado en País Vasco y Cataluña. Nuevos agentes se sumaron al escenario político: unas burguesías periféricas que juzgaban insatisfactoriamente gestionados sus intereses por los gobiernos centrales; unas clases medias urbanas que aspiraban a superar la estrechez intelectual y moral derivada del atraso secular y del peso del clericalismo; un proletariado que había aprendido a organizarse y a conseguir sus primeras reivindicaciones. A todo esto había que sumar la perplejidad de una nación desnortada tras la pérdida de los últimos restos del imperio ultramarino y dividida en cuanto a la reconstrucción de su prestigio internacional mediante las costosas guerras de Marruecos, además de una intelectualidad que se interrogaba sobre todo ello con un ojo puesto en Europa y otro en el casticismo.

Una mujer levanta el puño durante una manifestación en Madrid en 1936. Archivo Histórico del PCE

1917 fue el fin del mundo pergeñado por el sagasto-canovismo. Todos los descontentos confluyeron en una huelga general, la primera de la historia contemporánea española, que vehiculó la reclamación de un cambio político profundo. El régimen no supo responder de forma distinta a la que conocía: pólvora y cuerdas de presos. A cambio, obtuvo una respuesta marcada por el desapego de las clases sociales y los sectores culturales más dinámicos y por la radicalización en los ámbitos de anarcosindicalismo y del socialismo marxista identificado con lo que estaba ocurriendo en Rusia.

La agitación obrera había llevado a un gran fortalecimiento de las organizaciones de la izquierda, especialmente entre 1914 y 1918. En 1917, la Revolución rusa se convirtió en el tema central de debate y en la piedra de toque de las posiciones del movimiento socialista en toda Europa. A la Internacional Obrera Socialista —o Segunda Internacional—, desprestigiada por no haber sabido detener la guerra imperialista y acusada de incurrir en las posiciones chauvinistas que habían conducido a la masacre a la clase trabajadora europea en agosto de 1914 se oponía la nueva Internacional Comunista (IC) —la Komintern o Tercera Internacional—, que agrupaba en su seno a los simpatizantes del Octubre soviético.

En Europa, unos tras otros, los congresos de los partidos socialdemócratas supervivientes de la Gran Guerra fueron poniendo a debate su identidad, sus estrategias y su alineamiento internacional. Unos, como la Sección Francesa de la Internacional Obrera (SFIO, el partido socialista francés) o el Partido Socialista Italiano se refundaron como Partidos Comunistas en sus congresos de Tours y Livorno. Otro fue el caso del Partido Socialdemócrata de Alemania, que resistió la transustanciación pero no pudo evitar la escisión que, a través de la Liga Espartaquista de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, acabaría dando a luz al KPD, el Partido Comunista Alemán.

Fotografía tomada en Madrid el 1 de mayo de 1919. Luis Ramón Marín

En 1919 el congreso del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) aplazó circunstancialmente su toma de decisión sobre la adhesión a la Komintern. Esperaba un dictamen de los dos enviados a Moscú, uno por cada tendencia: Daniel Anguiano, por los "terceristas" y Fernando de los Ríos, por los reconstructores de la Segunda Internacional. Ambos volvieron reforzados en sus convicciones: Anguiano, partidario de asumir las 21 condiciones de la Komintern; De los Ríos, tras una acre discusión con Lenin acerca del concepto de libertad, en contra.

En 1920 las Juventudes Socialistas decidieron no aguardar más y se constituyeron en Partido Comunista (PC), aceptando las veintiuna condiciones de adhesión impuestas por la Komintern, que implicaban —entre otras cosas— la sujeción a la estrategia mundial de la IC, la ruptura total con el reformismo, la adopción de un modelo de partido de vanguardia, centralizado y sometido a una disciplina casi militar, cuyas filas habrían de ser sometidas a una depuración sistemática y periódica. Poco después, la minoría "tercerista" que aún quedaba dentro del PSOE acordó separarse y fundar el Partido Comunista Obrero Español (PCOE). Un año después, y por orden de la Internacional, ambos grupos se fusionarían para crear el Partido Comunista de España (PCE).

Clandestinidad

La seña de identidad del nuevo partido fue el radicalismo, explicado, en parte, por la necesidad de diferenciarse de su matriz originaria y por el peso determinante de la juventud en sus filas. Frente al mundo de los "mayores", tildados de reformistas, los pioneros apostaban por la vehemencia programática, el maximalismo en los objetivos y la acción directa en la táctica. Los años iniciales estuvieron marcados por el izquierdismo a ultranza del nuevo partido y por los bandazos ideológicos de algunos de sus primeros líderes. Óscar Pérez Solís, atrabiliario personaje de origen militar, originariamente socialista, luego comunista y, por último, católico y falangista en los años 30, agrupó en torno suyo a un grupo de jóvenes cuya formación política era tan escasa como intensa su vocación por la acción.

Portada de 'La Antorcha', primer órgano oficial del PCE, del 2 de diciembre de 1921. AHPCE

Solís fue elevado al puesto de secretario general del Partido Comunista de España en julio de 1923, siendo cooptado como miembro del ejecutivo de la Internacional Comunista en julio de 1924. Su estrategia para compensar la relativa debilidad frente a los socialistas consistió en la creación de un núcleo de "hombres de acción", al estilo anarquista, que se vieron implicados en violentos altercados como la convocatoria en solitario de una huelga general en Vizcaya en protesta contra el embarque de tropas del regimiento Garellano con destino a Marruecos, el intento de atentado contra la sede del periódico bilbaíno El Liberal, en el que colaboraba Indalecio Prieto, el 23 de agosto de 1923, y el enfrentamiento armado con la policía por la toma de la Casa del Pueblo, en cuyo transcurso el propio Pérez Solís resultó herido de gravedad.

La Dictadura de Primo de Rivera, surgida, entre otras razones, con el pretexto de sofocar los efectos del violento enfrentamiento entre patronal y sindicatos, llevó al PCE a la clandestinidad, acentuando sus rasgos sectarios. La escasa proyección del partido apenas había permitido ampliar su base desde los primeros tiempos: la casi totalidad de los militantes del partido, según Vicente Uribe, que llegaría a ser ministro de Agricultura en los gobiernos de la República en guerra, "estaban en él desde el momento de su fundación". El partido carecía prácticamente de plataformas de expresión: La Antorcha, su primer órgano oficial, estaba suspendida, y los pocos números legales que pudieron aparecer del Joven Obrero, editado en Bilbao, fueron retirados por la policía.

Detalle de la portada del libro 'Un siglo de comunismo en España I'. Akal

El primer núcleo de dirección estable en los años 20 fue el conformado por José Bullejos, Gabriel León Trilla, Manuel Adame y Etelvino Vega. Sin embargo, ello no supuso un cambio de tendencia. El PCE se debatía entre el radicalismo, el voluntarismo, las confrontaciones personalistas intestinas y una deficiente praxis conspirativa. Los comunistas volcaron sus esfuerzos en difundir la propaganda antimilitarista en el interior de los cuarteles, estimulando el espíritu general de rechazo al servicio militar que caracterizaba a la opinión pública en aquellos momentos tan dramáticamente marcados por los desastres de la guerra de Marruecos.

Otro campo de actuación durante este periodo fue el del combate contra la institucionalización de la Dictadura primorriverista. Los comunistas llamaron al boicot de los comicios para la constitución de la Asamblea Consultiva, enfrentándose con ello a la postura del Partido Socialista, cuya tendencia mayoritaria era partidaria de participar en ellos.

Tutores del PCE

La Juventud Comunista operó durante todo este tiempo como el brazo ejecutor de la política más radical del partido. Algunos críticos posteriores de este periodo imputaban a la influencia de Bullejos la apuesta de las juventudes por el activismo violento y maximalista, pero este no era un rasgo exclusivo de la organización comunista española. En aquel periodo inicial, las Juventudes Comunistas no eran aún la mera sección juvenil de los partidos comunistas adultos. Antes al contrario, en muchas ocasiones eran difíciles de controlar ideológicamente, se comportaban como un pequeño partido comunista autónomo, aceptando a regañadientes las directivas de los adultos.

Un cartel propagandístico del PCE durante la Guerra Civil. BNE

Las juventudes cultivaban una identidad propia, con orgullo organizativo fuerte, consustancial a un movimiento que hacía del culto a la juventud una de sus banderas. Como contrapartida, constituían el sector más dinámico de la organización comunista, el más aguerrido y dispuesto a la lucha, se encontraban en la vanguardia del combate político y a ello se debía que aportaran el mayor contingente de detenidos y presos. La mayoría de sus miembros eran jóvenes obreros, aprendices, y empleados que se implicaban en un estilo global de vida difícil y peligrosa, portadora del futuro y dispuesta a todo por la revolución. Las Juventudes estaban integradas por la primera generación formada ya políticamente en el propio ideario comunista, sin ligaduras a la cultura socialista que aún teñía las mentalidades y las actitudes de los adultos que habían participado en la escisión tercerista. Fue por ello por lo que se convertirían posteriormente en un bastión para la bolchevización de los respectivos partidos comunistas y en una fértil cantera de futuros dirigentes.

El sectarismo y el incremento de la represión policial, que logró en varias ocasiones la caída de la dirección y del partido al completo —su tamaño era tan reducido que logró camuflarse bajo la cobertura de un club de fútbol, el Oriente FC—, contribuyeron a que su número de militantes nunca fuera demasiado importante. Es más, durante los últimos tiempos de la Dictadura experimentó un significativo declive. El cerco policial excitaba, por otra parte, los recelos de los restos de la organización superviviente, incrementando su aislamiento.

Dolores Ibárruri, la Pasionaria, durante un mitin en la plaza de toros de Madrid. Archivo Santos Yubero

Durante este periodo inicial, el PCE, como sección española de la Internacional Comunista se consideró a sí mismo como el destacamento de un ejército mundial cuyo Estado Mayor radicaba en Moscú. Sin embargo, España ocupaba una posición periférica y poco importante geoestratégicamente hablando, para una URSS que estuvo más interesada en los años 20 por la extensión de la revolución a Alemania. Por ello, los instructores enviados por la Komintern para tutelar al PCE fueron de una personalidad política discreta, como el expastor protestante belga Jules Humbert-Droz, al que sucedió ya en tiempos de la República el argentino Victorio Codovilla. Tanto uno como otro se encargaron de dirigir el partido en la práctica, mientras esperaban la capacitación de una dirección local con cierto nivel de autosuficiencia organizativa, lo que no ocurriría hasta 1932.

La proclamación de la República trajo consigo el retorno del PCE a la legalidad, aunque muy menguado en sus fuerzas: el 14 de abril de 1931, sus militantes recibieron al nuevo régimen al grito de "¡Abajo la República burguesa! ¡Vivan los soviets!" en medio de la incomprensión y el rechazo generalizados. La esterilidad de la violencia desestructurada, las nuevas posibilidades para la acción política legal otorgadas por la República, el relevo de la dirección encabezada por Bullejos en 1932 por otra liderada por José Díaz y Dolores Ibárruri, el abandono de las posiciones sectarias y, por fin, el giro impreso a la política de alianzas por el VII Congreso de la Komintern en 1935, que condujo a la formulación de los frentes populares antifascistas, acabarían con el aislamiento y la radicalidad izquierdista del PCE, abriendo el camino a su consolidación como una importante organización de masas en los primeros tiempos de la Guerra Civil.

* Fernando Hernández Sánchez es doctor en Historia Contemporánea y profesor de la Facultad de Formación de Profesorado y Educación de la Universidad Autónoma de Madrid. Autor de Comunistas sin partido: Jesús Hernández, ministro en la guerra civil, disidente en el exilio (Editorial Raíces, 2007), El desplome de la República (con Ángel Viñas, Crítica 2009), Guerra o revolución. El PCE en la guerra civil (Crítica, 2010), Los años de plomo. La reconstrucción del PCE bajo el primer franquismo (Crítica, 2015) y El bulldozer negro del general Franco (Pasado&Presente, 2016).