Vivimos tiempos en que se quiere reconstruir el relato histórico de la Transición ocultando datos para que encaje con un discurso político rupturista. Fuera de mitos de un lado y otro, el camino a la democracia fue una cesión constante, con grandes dosis de responsabilidad. La Guerra se echó al olvido, y se creó un consenso político por parte de las élites que permitió la paz en medio de grandes conflictos y tensiones.
El anticomunismo era una de las señas de identidad del franquismo. La demonización del PCE desde 1936 como la antiEspaña era continua. Bien es cierto que episodios como las 345 checas en Madrid -puestas desde noviembre a las órdenes del PCE de Carrillo-, el posterior genocidio de Paracuellos o el de Torrejón, las masacres en Barcelona o Valencia, las declaraciones psicópatas de personajes como Margarita Nelken, y la actuación internacional del comunismo soviético y chino, no ayudaban a pensar otra cosa. Sin embargo, Santiago Carrillo llevó al PCE al eurocomunismo, junto a sus homólogos de Italia y Francia, aceptaba la democracia y hablaba de “reconciliación nacional”.
El 19 de julio de 1974, el Príncipe asumió la Jefatura del Estado de forma interina por la enfermedad del dictador. Diez días después se constituyó la Junta Democrática, liderada por el PCE, con Juan de Borbón en el horizonte, y la idea de la ruptura. El primer contacto entre un enviado de Juan Carlos y Carrillo se produjo en agosto de ese año. El interlocutor fue Nicolás Franco, sobrino del dictador, quien se encontró a un comunista dispuesto a aceptar la monarquía, quizá porque creía que sería breve.
Mientras la tensión política y militar aumentaba tras la muerte de Franco, las propuestas de diálogo se intensificaron
En diciembre de 1975, el enviado por el Rey fue Manuel de Prado y Colón de Carvajal, que uso al dictador rumano Ceaucescu para comunicar a Carrillo la disposición de Juan Carlos de promover la legalización en un año o dos si se moderaba. El dirigente del PCE, según escribió en El año de la peluca (1987), rechazó la oferta.
Al tiempo que la tensión social, política y militar aumentaba tras la muerte de Franco, las propuestas de diálogo se intensificaron. En marzo de 1976 el enlace entre ambas partes fue el abogado Jaime Sartorius, que propuso a Carrillo que los comunistas se presentaran a las elecciones como independientes, no como partido. La respuesta de Carrillo fue declarar en Roma que España necesitaba una República a no ser que el Rey apostara por una democratización.
Entre tanto, la situación en el Ejército era muy complicada, especialmente cuando el búnker alentaba a los que aún se aferraban a la victoria militar como fuente de legitimidad del régimen. Por eso, Adolfo Suárez, cuando en julio de 1976 fue nombrado presidente del gobierno, aseguró a López Rodó y a altos mandos militares que el PCE no sería legalizado durante su mandato, tal y como cuentan Carme Molinero y Pere Ysàs en un reciente libro.
Suárez promovía que el PCE fuera legal para presentarse a las primeras elecciones con legitimidad democrática
El equilibrio que debía mantener Suárez para el éxito del proceso político exigió esas mentiras. De hecho, la negociación prosiguió con José Mario Armero de mediador, quien se encontró con Carrillo el 28 de agosto del 76. El enviado comunicó el deseo de la legalización del PCE, pero le advirtió de la necesidad de evitar la movilización callejera porque sería un pretexto para los golpistas, como cuenta el historiador Alfonso Pinilla en La legalización del PCE (2017).
Suárez y Carrillo se reunieron en secreto el 27 de febrero. El juego consistió en el intercambio de la legalidad por el de la legitimidad. Suárez promovía que el PCE fuera legal para presentarse a las primeras elecciones, que habrían de celebrarse en junio de 1977, a cambio de la legitimidad que la presencia de los comunistas proporcionaba a la transición a la democracia.
El presidente del gobierno se reunió con sus ministros militares para pulsar su opinión. El ministro del Aire, Franco Iribarnegaray, dijo que no se oponía, mientras que Álvarez Arenas, de Tierra, y Pita da Veiga, de Marina, reconocieron su negativa. Suárez y otros muchos dudaban del PCE, sobre todo por el aumento de la conflictividad laboral por la acción de CCOO.
Izquierdistas descontentos con la vía legalista del PCE provocaron incidentes que reprimieron los grises con porras
Las dudas sobre el comportamiento de los comunistas se disiparon con la reacción a los asesinatos de los abogados laboralistas de Atocha, el 24 de enero de 1977.
El gobierno permitió al PCE organizar el entierro, que se desarrolló entre la tristeza y la calma. Al tiempo que Marcelino Camacho, líder de CCOO, reafirmaba en el funeral la lucha pacífica por la libertad, en el centro de Madrid se vivían episodios violentos. Izquierdistas descontentos con la vía legalista del PCE provocaron incidentes que reprimieron los grises con porras y botes de humo. Esa diferencia entre unos y otros hizo que el gobierno se fiara del PCE. La confianza llegó al punto de que se permitiera la celebración de la Cumbre Eurocomunista en Madrid, el 2 y 3 de marzo, con los secretarios generales del PCI, PCF y PCE.
El primer intento para la legalización falló. El 11 de marzo se presentó un grupo de comunistas para registrarse con unos estatutos asépticos. El gobierno envió la solicitud al Tribunal Supremo para no responsabilizarse, pero el 1 de abril, la instancia judicial se declaró incompetente.
En la sede del PCE interior izaron una bandera roja en el patio y el ministro de Marina, dimitió porque se sintió ofendido
Suárez consultó con el Rey y envió la petición a la Junta de Fiscales del Tribunal Supremo. El informe del fiscal decía que no había indicios de criminalidad en el PCE. Fue el primer acto de olvido del odio de la Guerra y el abandono del ajuste de cuentas. Carrillo declaró a la Agencia EFE que era un “acto de credibilidad y fortaleza al proceso hacia la democracia”.
Gutiérrez Mellado, vicepresidente de Defensa, comunicó el 6 de abril que se iba a proceder a la legalización, pero no dijo que sería ese fin de semana. Dos días después el gobierno ordenaba la retirada del yugo y las flechas de la fachada del edificio del Movimiento Nacional en Alcalá 44. Era un síntoma. El 9 de abril, el periodista Alejo García daba la noticia en el informativo de Radio Nacional. Fue el llamado “Sábado Santo Rojo”.
En la sede del PCE, situado en la madrileña calle Peligros, se congregaron muchos militantes. En su patio interior izaron una bandera roja. Pita da Veiga, ministro de Marina, dimitió al enterarse porque se sintió ofendido. El Consejo Superior del Ejército manifestó su malestar, pero su acatamiento. Carrillo interrumpió una reunión del Comité Central del PCE e instó a que aceptaran inmediatamente la monarquía y la bandera nacional. Convocó una rueda de prensa y apareció el Comité con la enseña rojigualda, como de “todos los españoles”, y aseguró que defendería la unidad de la “patria común”.
El diario ABC reaccionó en su editorial del 10 de abril diciendo que la legalización era una “gravísima decisión”, un “error de nuestros gobernantes” de impredecibles resultados. El País coincidía con el ABC en denunciar que eran los mismos dirigentes de la Guerra Civil, a lo que añadió que se acababa la “rentabilidad” política que el PCE le sacaba a la clandestinidad, y alertaba de que su “postura democrática” era “meramente táctica”. La Vanguardia, entonces La Vanguardia Española, resaltaba que era la hora de legalizar al PSUC, que era como el PCE, decía, pero “bajo disciplina catalana”.
La legalización del PCE de Carrillo no fue el resultado de la presión de los demócratas al Gobierno de Suárez, sino un arriesgado acuerdo calculado entre ambos. Su contribución a la Transición fue decisiva, aunque cinco años después, en las elecciones de 1982, el viejo partido comunista fue arrollado por el PSOE de González.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense y coautor del libro 'Contra la socialdemocracia' (Deusto).