La lucha contra las teocracias islamistas no es islamofobia
Es obligación de todos los ciudadanos de las democracias libres combatir las ideas religiosas totalitarias.
Entre las derivadas del conflicto que enfrenta a Oriente y Occidente, o a algunos países musulmanes con el Estado de Israel, hay una que consiste en acusar de islamofobia a todo aquel que piensa que el islam es un problema en el mundo de hoy.
En los países del Magreb ("donde se pone el sol") y el Máshrek ("donde sale el sol"), el choque de etnias, en formato de guerra fría o de conflicto armado, ha sido permanente a lo largo de los siglos: filisteos, armenios, kurdos, semitas, otomanos, persas…
Durante el proceso de construcción nacional y descolonización de los siglos XIX y XX, algunos Estados se construyeron sobre la base de un ideal étnico hegemónico. La Turquía otomana, la Irán persa o el Israel judío son ejemplos de ello.
Otros pueblos, como los kurdos, viven disgregados entre varios Estados.
Los diferentes pueblos árabes mantienen, por su lado, una batalla por la hegemonía en el espacio panarábico.
"No debemos caer en la confusión entre árabes y musulmanes, de igual forma que no identificamos a los europeos con los cristianos"
Obviamente, la construcción de identidades no debería ser fuente de conflicto en el mundo del siglo XXI. Los espacios políticos deben sustentarse en derechos y libertades compartidas, y no en monolitismos étnicos y lingüísticos.
Pero para algunos totalitarismos, tal y como hemos visto durante la invasión de Ucrania o en el conflicto árabe-israelí, no es así.
Y aunque no debiéramos caer en la confusión entre árabes y musulmanes, de igual forma que no identificamos a los europeos con los cristianos, la realidad es que, mientras que en nuestro mundo liberal la religión ha quedado relegada a la esfera privada, en el mundo del Magreb y del Máshrek esta sigue ocupando el poder político.
En muchos países musulmanes, las escrituras sagradas son la base de sus códigos civiles y penales.
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Las religiones sufren procesos evolutivos diferentes, pero también similares en algunos aspectos. La evolución de cristianismo e islam, por ejemplo, ha corrido paralela a lo largo de siglos de convivencia fronteriza.
Ambos han tenido etapas de asentamiento (la mayoría de ellas, sanguinarias) y etapas de consolidación como doctrinas de poder. También momentos de convivencia pacífica con otras confesiones. La tolerancia de las culturas cristiana, judía y musulmana fue una constante en la península ibérica durante los siglos IX e XIII, y tuvo su máximo esplendor creativo entre 1252 y 1284, en el Toledo de Alfonso X el Sabio.
Por supuesto, también han tenido sus épocas de fanatismo y sus momentos de gloria.
Pero más allá de sus ritmos evolutivos, y de su situación pasada o actual, es imposible negar hoy que el islam es un cuerpo doctrinal sustentado en el supremacismo y la eliminación del infiel. Por el contrario, el cristianismo está sustentado en el ideal de amor universal del Nuevo Testamento como enmienda liberadora a las antiguas escrituras.
Una diferencia de origen, al margen de los avatares posteriores, nada desdeñable.
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Este es un mundo globalizado, pero con múltiples realidades locales. La globalización económica no ha ido acompañada de una globalización política y moral. Y la lucha entre democracias y autocracias de distinta tonalidad cromática es el elemento central sobre el que debe pivotar cualquier análisis geopolítico.
Es importante no reincidir en los errores cometidos durante el siglo XX, que nos han dejado como herencia algunos de los problemas del mundo de hoy. Pero, sobre todo, no debemos caer en el error de pensar que la derrota de una autocracia pasa por aliarse con autocracias más "confiables".
Mientras en Europa el tránsito imparable de sociedades monoétnicas y monolingüísticas a sociedades multiculturales y plurilingües está siendo traumático socialmente, en el mundo del islam se vive una particular parálisis medieval. En el islam, las diferencias entre chiíes y suníes no permiten aliviar la opresión de sus poblaciones, aunque puedan influir en su mayor o menor capacidad de integración en la comunidad internacional.
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Dos han sido los modelos sobre los que se han asentado nuestras democracias. El modelo anglosajón se ha centrado mayormente en el ideal de la libertad, llevada a su máxima expresión en el acta fundacional de los Estados Unidos de América, la Declaración de Independencia. El modelo francés se ha centrado mayormente en el ideal republicano, con la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
La combinación de ambos textos ha tenido una potencia inmensa por su capacidad de universalización. Juntos, definían un mundo de luz y progreso, de libertad y justicia.
Los revolucionarios franceses fueron más allá del liberalismo y se adentraron en una senda de republicanismo cívico que homogeneizaba el Estado en torno a los ideales de un contrato con la nación (en la idea de Sieyès) que excluía del poder a los sectores parasitarios (la nobleza y el clero) y en el que los nuevos símbolos nacionales creaban una mística revolucionaria sustitutoria de la liturgia confesional.
"Los gobernantes franceses no han sabido abordar coherentemente el tránsito de la nación uniforme a la nación multicultural"
Esto ha convertido a Francia, durante los últimos dos siglos, en un referente de cohesión nacional y en uno de los Estados más homogéneos de Europa y del mundo.
Pero en las últimas décadas los gobernantes franceses no han sabido abordar coherentemente el tránsito de la nación uniforme a la nación multicultural. Han confundido cultura con ideología, han debilitado sus valores fraternales y laicos, y han creado las condiciones para un conflicto de convivencia entre una parte de la ciudadanía, educada en la defensa de estos valores, y otra parte que sólo acepta el marco geográfico del Estado francés, pero no sus principios democráticos y republicanos.
La crisis política, además, se ha agravado por culpa de una izquierda que, con sus derivas comunitaristas, bebedoras de los pensadores postmodernos, ha contribuido a destruir el ideal de la igualdad de los ciudadanos y dejado el campo libre para que la extrema derecha populista sea la única que aparece a los ojos de los franceses como defensora de los valores de la república y de la nación.
No es casual que esto pase en Francia con mayor intensidad. Desde hace algún tiempo, el pensamiento francés se ha alejado de ese ideal de la modernidad que él mismo ayudó a construir. En cambio, se ha abonado a todo tipo de ideas disgregadoras, tan atractivas como simples.
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No es posible construir sociedades plurales sin laicidad, igualdad ante la ley y respeto a los derechos humanos. La aceptación de cuerpos doctrinales, ideológicos o teológicos que se basan en el totalitarismo, la subyugación de la mujer y la exclusión del infiel o el disidente no lleva a sociedades multiculturales, sino a sociedades racistas sin cohesión interna.
Por eso debemos recuperar el ideal laico y diferenciar el sustrato del pensamiento popular del superestrato ideológico.
Y eso implica reivindicar la riqueza de la mejor tradición árabe, desde su edad de oro del pensamiento y el arte de los siglos IX-XII hasta las primaveras ciudadanas de hace una década, frente al fanatismo de la teología islámica fundamentalista de opresión, tiranía y terror.
Se podría pensar que, de la misma forma que las sociedades occidentales tuvieron que superar por sus propios medios el fanatismo religioso medieval que se extendió por Europa, nosotros debemos respetar ahora los tiempos de esos pueblos en su propia evolución.
"Debemos ayudar a las sociedades musulmanas y a los demócratas árabes a llevar a cabo procesos de reformas allí donde eso sea posible"
Esta idea, mezcla de neutralidad y de positivismo histórico, sería aceptable si no viviéramos en un mundo interconectado donde lo que viven otros seres humanos nos interpela directamente. Sería aceptable si no fuera, también, porque, al igual que ocurrió con el nazismo, su peligrosidad reside no sólo en su acción "nacional", sino en su pretensión de actuar más allá de sus actuales fronteras para "liberar" al mundo.
Debemos ayudar a las sociedades musulmanas y a los demócratas árabes a llevar a cabo procesos de reformas allí donde eso sea posible. Debemos defender también el "derecho a rebelarse contra la tiranía" (Locke) allí donde la situación sea insoportable, para que esos pueblos puedan escapar del yugo teocrático fascista.
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Se ha puesto de moda acusar a personas concretas, algunas árabes y progresistas como Najat El Hachmi, de islamofóbicas. Eso se hace con la misma ligereza con la que se llama fascista al que no comparte la tesis del "mundo feliz" inventado por una parte de la izquierda antiliberal.
Por eso es obligación moral de todo ciudadano libre combatir las ideas totalitarias. El objetivo es acabar con los cuerpos doctrinales totalitarios, limitar su propaganda y perseguir legalmente sus ataques a los derechos humanos. No es sólo un derecho de cualquiera persona de bien. Es la obligación de cualquier sociedad justa.
Acusar de islamofobia a alguien que quiere derrotar el poder totalitario teocrático, una ideología que oprime a una parte importante de los ciudadanos de los países árabes, es igual de extravagante que acusar de nazifobia a un ciudadano europeo de los años 30 del siglo pasado que combatía el fascismo.
Honrar la memoria de Mahsa Amini, que nos recuerda que existen mujeres en países musulmanes que luchan por su libertad en condiciones muy duras, o la memoria de los mártires de la primavera árabe siria, aplastados con la complicidad del ejército ruso, implica admitir que la lucha entre democracia y totalitarismo es una única contienda, aunque se libre en distintos escenarios.
Y esa lucha debería ser también la nuestra.
*** Xoán Hermida es historiador y doctor en Ciencias Políticas y Gestión Pública.