El póster del Che Guevara
La izquierda democrática tiene una ocasión pintiparada para desmarcarse de la dictadura cubana y de los nostálgicos del Che Guevara, aunque es de prever que no sabrá aprovecharla.
Quienes en nuestra adolescencia tuvimos colgada en la pared la cara del Che Guevara tenemos una especial responsabilidad en estos días. Éramos muchos y, tal vez por ello, éramos idiotas. El imaginario compartido era épico, idealista y contestatario, y conmovidos por una abstracta sed de justicia, el ideal de la revolución cubana sirvió para apuntalar algunos afectos nobles sobre lo que luego supimos que era sólo una coartada emocional. Luego vendrían otras.
El tiempo pasó, claro, y algunos asumimos el reto de hacernos mayores. Sin el refugio de los prejuicios, la vida es más incómoda, más solitaria y arriesgada, pero también más verdadera. Primero tuvimos que hacernos demócratas, para aceptar que el matiz de ser de izquierdas o de derechas era sólo una forma adjetiva de la misma realidad.
El compromiso con el imperio de la ley, las garantías procesales, la separación de poderes o las instituciones democráticas son dispositivos mucho menos efectivos que una canción de Silvio Rodríguez, que un puño en alto o que un grito compartido. Lo jodido es que no hay otra manera de crecer, y leer a Norberto Bobbio es más cansado que agitar banderas.
Las ideologías totalitarias, como todo gregarismo, prometen no poco. Un sentido para la vida, una colección de imágenes que adorar, una constelación de principios rectores y, sobre todo, una colección de brazos en los que refugiarte cada vez que tropiezas. Cuba representaba todo aquello, como una Jerusalén terrestre en medio del Caribe.
Parte de nuestra izquierda, instalada en la adolescencia política, ha asumido el impúdico reto de defender lo indefendible
En las últimas jornadas, en el contexto de unas protestas que ojalá conviertan a los cubanos en ciudadanos libres e iguales, parte de nuestra izquierda, instalada en una adolescencia política, ha asumido el impúdico reto de defender lo indefendible. Que nuestro Gobierno haya titubeado a la hora de reprobar la dictadura cubana es grave. Pero que algunas de nuestras ministras no hayan dudado en exhibir la condición abiertamente antidemocrática es ya el síntoma inequívoco de la gran estafa que supuso la renovación promovida por quienes quisieron hacer una nueva forma de hacer política. Lo bueno es que ya no podrá existir ninguna duda.
A Alberto Garzón le hemos visto con una sudadera de la DDR y a Yolanda Díaz, la última esperanza de quienes quisieron ver en Podemos un partido homologable a las fuerzas democráticas, la hemos tenido celebrando en redes la figura de Fidel Castro. Es muy de agradecer la sinceridad con la que se expresan, aunque algo me dice que esa impudicia moral tiene más que ver con la torpeza que con una decidida gallardía.
Durante años he escuchado a viejos comunistas defender el régimen cubano sobre la base de criterios pragmáticos, aunque a ninguno de ellos se le habría ocurrido la sandez de decir que Cuba era una democracia. Eran comunistas, pero nunca fueron idiotas ni cobardes.
Para el régimen castrista había siempre una explicación: la eficacia de la centralización, la alfabetización... Aunque a fuerza de leer comprendí que la defensa de la democracia no puede ser nunca utilitarista ni pragmática, sino apriorística. Uno no defiende la democracia porque funcione, sino porque el dominio y el sometimiento de otros seres humanos no pueden justificarse bajo ningún pretexto. Aunque funcione.
Cada vez que desde Unidas Podemos hablen de democracia sabremos exactamente a lo que se refieren
La sanidad en Cuba son los pantanos de Francisco Franco. Quienes legitiman una dictadura en virtud de sus avances no están más que supeditando una forma de régimen a sus consecuencias prácticas. Y, qué duda cabe, si suspendiéramos las garantías procesales tendríamos más seguridad y, por cierto, un menor coste en el sostén del poder judicial.
Pero poco importa en este mundo invertido en el que las categorías no es ya que resulten inexactas, sino que, en ocasiones, se antojan abiertamente contrarias a su justo sentido. Sospecho que nuestras ministras ni siquiera han teorizado a fondo sobre los fundamentos teóricos del Estado y que viven instaladas, todavía, en la coartada simbólica. El riesgo de los símbolos, cuando son demasiado buenos, es que no nos permiten ver la realidad a la que apuntan.
En cualquier caso festejemos la claridad con la que han hablado. A partir de ahora, y por si cabía alguna duda, cada vez que desde Unidas Podemos hablen de democracia sabremos exactamente a lo que se refieren. Menos suerte estamos teniendo estos días con Más País, quienes, por cierto, guardan un revelador silencio.
Cuba será libre tarde o temprano y el proceso liberador de un pueblo nos regalará, por cierto, algo tan valioso como una hemeroteca para la historia. Recuerden los nombres, los conceptos y las definiciones, para constatar quién dijo qué mientras se derrumba, a Dios gracias, otra antigua dictadura. La izquierda democrática tiene una ocasión pintiparada para desmarcarse de la infamia aunque, mucho me temo, algunos no sabrán aprovecharla.
*** Diego S. Garrocho es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.