Las lecciones políticas de un año y medio de pandemia
"La mayoría de los hombres no están dispuestos a vivir y, sin embargo, no saben cómo morir" (Séneca)
Cuidémonos de la ceguera de una ilusión fomentada por los medios ávidos de entrevistas a pie de calle. Ahora que la crisis del coronavirus parece llegar a su última estación, nos vamos a reencontrar sumergidos en el mismo mundo que había antes de 2020.
Pero la realidad será otra: el régimen (en el sentido culto de esta palabra, como se utilizaba en la lengua del siglo XIX) político se ha transformado. Este último año y medio ha supuesto una revolución dirigida por las élites políticas, administrativas, mediáticas y médicas, y no por el pueblo.
Así, asistimos a una revolución sanitarista que encarna tanto el biopoder como el poder absoluto, es decir, ante el que todo debe plegarse. La crisis del coronavirus quedará grabada en la historia como el momento en que se ha producido una sustitución subrepticia de la democracia, de lo que quedaba de ella, o del poder del pueblo, por un poder inédito: el biopoder.
En año y medio, la política ha sido absorbida por una concepción biologizante de la existencia humana que hace que se considere la vida, aun en su mínima expresión, el valor supremo. Incluso a costa de confinar a las poblaciones, prohibir la socialización o destruir la libertad. En resumidas cuentas, al ir al encuentro de la esencia del ser humano que, como dijo Aristóteles, es “por naturaleza, un animal político”.
O, dicho de otro modo, un animal que sólo despliega su potencial en la vida social y que solamente se convierte en sí mismo cuando se arranca la pura y simple animalidad.
El biopoder exige lo contrario. Ya no sacrificamos la vida por algo más elevado que ella misma, como puedan ser la patria, Dios, la revolución, los valores o la nación, sino que se nos exige sacrificarlo todo en aras de la continuación indefinida de la vida.
La libertad es ese oponente contra el que la muerte no tiene nada que hacer
En esta revolución cabe distinguir una inversión de los valores revestida de neutralización de la esencia política del hombre, cuyas consecuencias refuerzan el nihilismo, ya que desemboca a la vez en el vacío axiológico y en la animalización del ser humano.
La libertad es ese oponente contra el que la muerte no tiene nada que hacer. Se pasa por alto que la fórmula “libertad o muerte” significa, en realidad, “libertad y muerte”. Sólo soy libre en tanto que acepto la muerte. También porque acepto que soy un “animal político”.
Ambas, la libertad y la muerte, van de la mano. Decir “la libertad no es más que la aceptación de la muerte” es decir lo siguiente: la muerte es el pedestal de la libertad, es aquello que la opresión no puede destruir. La indiferencia ante la muerte, o la valentía de afrontarla, es la condición de posibilidad de la libertad.
Sólo en una sociedad como la nuestra, que rechaza la muerte, puede echar raíces y crecer el biopoder, que transforma el Estado en una biocracia. Solamente en una sociedad donde se eclipsa a la muerte, el biopoder puede tejer su tela de araña.
De hecho, la biocracia nos conduce a una vida completamente administrada. Confiamos nuestra existencia (de la A la Z) al poder para que la proteja, la gestione, la administre. De esta manera, renunciamos al control de nuestra propia vida.
La tecnificación del instante de la muerte la arranca de manos tanto de la naturaleza como de la espiritualidad
Para que funcione bien, este sistema, que sobrevalora la vida, tiene que devaluar la muerte, llamada a convertirse en un simple aspecto técnico: de ahí la tecnificación médica del final de la vida y la promoción de la eutanasia.
La tecnificación del instante de la muerte la arranca de manos tanto de la naturaleza como de la espiritualidad, liberándola por entero a la voluntad: elijo morir artificialmente (suicidio asistido, eutanasia activa, etcétera) no por una causa, un ideal más grande que yo, sino porque la vida se me ha vuelto demasiado insoportable.
En resumidas cuentas, elijo morir en nombre del bienestar bajo el influjo (ciertamente paradójico en ese último instante) de la pasión del bienestar.
El hombre moderno no elige morir en nombre de la patria o de grandes ideas, como la del sacrificio, por los demás. Puede decidir morir en nombre del bienestar, para evitarse el malestar y, por ser más exactos, en nombre de su bienestar personal. Esa manera de morir (que desnaturaliza la muerte, que la devalúa, sobre todo en lo que atañe a su valor de intercambio absoluto, como moneda de cambio para obtener los bienes absolutos, como la libertad u otros de cariz histórico, político o trascendental que convierten la muerte en la prolongación del bienestar, que se administra porque el bienestar ya no es posible) es la única absolutamente compatible con el biopoder.
Esta nueva forma de poder deshumanizado, que infravalora la muerte, que infantiliza y animaliza a los hombres, al mismo tiempo que los despolitiza al reemplazar la libertad por la salud como condición de posibilidad del ser en común, extendiendo hasta el infinito los dominios de la vida administrada (pues la administración es lo contrario la política), llevada al límite, corre el riesgo de transformar la sociedad en un parque humano, por emplear la fórmula de Peter Sloterdijk.
Los hombres se limitarán a ser animales domésticos, por cuya buena salud hay que velar, y la política se hundirá entonces al nivel de los cuidados (o care, grita la gente al viento).
**** Robert Redeker es filósofo y autor de varios libros, entre ellos Los centinelas de la humanidad. Próximamente publicará Redes sociales: la guerra de los leviatanes.