Los análisis previos al debate de este lunes destacaron que Pedro Sánchez llegaba a la cita en un momento dulce de pujanza mediática que ya parecía estar traduciéndose en un recorte de la distancia con Feijóo en los sondeos.
Pero las altas expectativas sembradas por su desenvoltura en los platós acabaron jugando en contra del presidente. Este séptimo cara a cara de la democracia no le ha permitió mostrar el mismo arrojo que había exhibido en sus anteriores apariciones televisivas durante la precampaña.
Por su parte, Feijóo había sido inteligente en la gestión de las expectativas, colocándose la víspera del debate en una postura menos ambiciosa. Eso le permitió dar la sorpresa y mostrar una actitud mucho más combativa de la que se había vaticinado y que desconcertó por momentos a su rival.
El problema para Sánchez es que había depositado en este debate gran parte de las esperanzas de seguir impulsando su ascenso en la campaña. A la vista del resultado, parece claro que el relato de la remontada pierde consistencia.
Si Feijóo se había propuesto ganar el debate en las formas, lo ha conseguido. Sánchez transmitió ansiedad desde la primera intervención de su contrincante. Porque en el momento en que Feijóo logró desarmar la favorable panorámica económica pintada por Sánchez, el presidente se quedó, ya en el primer bloque, sin la principal baza con la que pensaba imponerse a su rival.
A partir de ahí, el socialista entró en una dinámica atropellada de interrupciones constantes, de desacato a los moderadores y de exasperación gestual que han transmitido sensación de nerviosismo frente a un Feijóo que logró mantenerse sereno de principio a fin.
Las alusiones extemporáneas de Sánchez al 11-M o a la guerra de Irak pueden leerse también como síntomas de lo desencaminado de su discurso. También la torpeza de introducir por iniciativa propia en el debate todos los marcos de la derecha, como el lema del "que te vote Txapote" o la polémica por el uso del Falcon.
Pero lo que realmente ha marcado (y desequilibrado) el debate es la invitación de Feijóo a "solucionar esto de los pactos esta misma noche".
Es cierto que ya había ofrecido antes su compromiso de abstenerse en caso de que el PSOE gane las elecciones a cambio de que Sánchez haga lo propio si el PP es el más votado. Lo novedoso es que Feijóo ha dado un paso más, presentándolo por escrito y firmándolo ante las cámaras.
Sánchez no se esperaba un gesto tan rotundo. Y la burla que ha dedicado a la propuesta, refugiándose en Guillermo Fernández Vara, evidencia que el acting ha sido un acierto expresivo.
Está claro que el ofrecimiento de Feijóo tenía más credibilidad antes del viraje del PP en Extremadura. Pero eso no altera la validez de la propuesta en otro escenario, como el del Gobierno de la nación. Y, sobre todo, no se entiende que Sánchez rehúse firmarlo si tan convencido está de que ganará las elecciones.
Feijóo ha demostrado con ese movimiento la sinceridad de su compromiso por liberarse de Vox. Sánchez, al no rubricar el acuerdo, confirma que repetirá la fórmula de gobierno apoyada en extremistas y separatistas que ha practicado esta legislatura.
Ciertamente, tan injusto es asimilar a Sánchez con ERC y Bildu como identificar al PP con Vox. Por eso Sánchez ha insistido en subrayar que, técnicamente, no ha gobernado con Bildu, mientras que el PP sí lo ha hecho con el partido de Santiago Abascal en comunidades y ayuntamientos.
Pero poniendo de manifiesto la pinza tácita entre Sánchez y Vox (una concurrencia de intereses que ha quedado probada este mismo lunes con el bloqueo a la investidura de López Miras en Murcia), Feijóo ha podido mostrarse mucho más convincente y creíble que su rival en su deseo de librarse de los radicalismos.
Porque la propuesta del pacto de abstención para no depender de las minorías es una buena solución para ambos. Y del desdén mostrado por Sánchez sólo puede colegirse que hay dos marcos para la política española: uno que quiere acabar con la política de bloques, y otro que no.