Por primera vez en más de cien años, la Cámara de Representantes de los Estados Unidos no ha sido capaz de escoger a un presidente (speaker en la terminología parlamentaria americana) ni en la primera, ni en la segunda, ni en la tercera votación, que tuvieron lugar el martes. Tampoco en la cuarta, la quinta y la sexta, celebradas ayer miércoles.
La responsabilidad recae en el Partido Republicano, mayoritario en la cámara, pero cuyo candidato Kevin McCarthy no ha podido vencer la resistencia de un grupo de 20 congresistas de su propio partido, la mayoría de ellos englobados en el llamado House Freedom Caucus, que le consideran demasiado blando con el Partido Demócrata.
Ni siquiera el apoyo de Donald Trump a McCarthy ha servido para torcer la voluntad de esos 20 congresistas, pertenecientes a los sectores más conservadores del partido. El hecho de que la mayoría republicana sea muy ajustada (222 congresistas republicanos contra 212 demócratas, con la mayoría absoluta en la cota de los 218 votos), obliga a los conservadores a conseguir la casi total unanimidad de sus representantes.
Los motivos del sector rebelde republicano para rechazar a McCarthy son prácticamente incomprensibles fuera de los sectores más extremos y puristas de la derecha americana. Porque McCarthy es un conservador clásico contrario al aborto, defensor de la libertad de expresión (en los Estados Unidos de hoy, una bandera de la derecha) y partidario de la Segunda Enmienda, que defiende el derecho de los ciudadanos a poseer y usar armas.
Pero el sector rebelde republicano, partidario de una política de concesiones cero al Partido Demócrata, considera que la labor de McCarthy en la Cámara de Representantes no ha sido lo suficientemente beligerante en defensa de los valores conservadores.
Una crítica a la que los republicanos más pragmáticos han respondido acusando a los rebeldes de infantiles. "Carecen de la madurez política necesaria para entender que esto no es un tema personal. Son negocios" ha dicho el estratega republicano John Feehery.
El problema para el Partido Republicano no es ya el de si conseguirá convencer a los congresistas reacios para que voten a McCarthy. Ni siquiera el de si lograra encontrar un candidato alternativo capaz de aunar el 'sí' de los congresistas que apoyan a McCarthy y el de aquellos que le detestan. Sino la imagen de caos y división interna que está transmitiendo el partido a los ciudadanos americanos.
Como se han preguntado ya varios de los medios americanos afines al Partido Demócrata, y entre ellos el New York Times y el Washington Post, ¿con qué autoridad y con qué galones pretende el Partido Republicano pedirle a los americanos que le otorguen la responsabilidad de dirigir el país si son incapaces de dirigir su propio partido?
Resulta tentador atribuir al virus trumpista, y a su política polarizadora y dicotómica, la incapacidad del Partido Republicano para poner de acuerdo a todos sus congresistas. Pero la desobediencia del ala dura republicana a la petición de Trump de dejar a un lado las discrepancias en beneficio de un bien superior demuestra que ese virus ha adquirido autonomía y ya no obedece ni siquiera a su creador.
Y ese sí es un problema considerable para el Partido Republicano y, sobre todo, para el aspirante más probable a la candidatura presidencial republicana dentro de dos años, el gobernador de Florida Ron DeSantis.