El vídeo viral del boxeador Antonio Barrul golpeando a un tipo que maltrataba a su mujer en el cine, durante la sesión de una película de Garfield, ha despertado una fascinación inquietante en el gran público. Reconozco que, en un primer momento, también en mí.
Es satisfactorio ver a un chulo bravucón cayendo al suelo en redondo.
Es mucho más satisfactorio aún si ese chulo bravucón que ahora se agazapa en un rincón de la moqueta protegiéndose la cabecita con las manos y gimoteando resulta ser, además, un ser de tan baja calaña que es capaz de insultar, amenazar y pegar a su mujer.
Es infinitamente más satisfactorio, si cabe, observarle una y otra vez pencar en formato vídeo, ya noqueado y humillado para siempre, por obra y gracia de una espontánea que filmó aquel delirio desarrollado en un lugar público, en concreto, en un cine. Y esto es así porque la sensación de impunidad del agresor le llevó a violentar a su esposa allí en medio, sintiéndose fuerte e incontestable, confiando en que nadie le rechistaría.
¿Qué no hará en su casa, con la puerta cerrada con llave, mientras le tapa la boca a la chica con una mano?
De alguna manera, la paliza que recibió el maltratador machista se sintió justicia poética: cuando empezó a sumar puñetazos de un profesional de la lucha, fue como si todos los matones misóginos del mundo que hieren salvajemente a sus mujeres en la repugnante tranquilidad de su hogar fuesen sacados a la palestra para ser hostiados por hombres más vigorosos que ellos.
Hay algo atávico y sucio y estúpido en esta alegría.
Hay una neandertal en mí que sonríe.
Uno no puede ni debe soñar con que haya un Antonio Barrul en cada casa en la que una mujer amoratada marque muerta de miedo el 016, pero vamos a ser honestos: un poquito de ganas entran. No porque yo experimente una excitación directa por la violencia o la testosterona mal gestionada (llevo toda mi vida adulta defendiendo el extirpar al macho para que florezca el hombre). Es por el extraño y sorpresivo placer que uno siente al ver a una criatura vil e iracunda probando su propia medicina.
No es que yo adore ese idioma (el de los puños), es sencillamente el que él ha elegido, el que él respeta. "Hablamos el lenguaje de la guerra porque ese es el lenguaje que entienden los hombres", decían las sufragistas cuando les preguntaban si no podían hacer una revolucioncita más tranquila, si no podían escribir más mensajitos en carteles e incendiar menos mobiliario público. Pues algo así.
¿Era esa la justicia que a veces extrañamos, la que no es cerebral, la que no es respetable, ni buenista, ni ilustrada, la que no está llamada a la reinserción, sólo al ojo por ojo? ¿Es esa la justicia equitativa que mamamos ancestralmente y aún nos conmueve, la de la ley del talión, la del garrulo medieval que llevamos dentro?
No sé si la justicia puede ser desapasionada. Quizá no. Quizá sólo la ley tenga que serlo.
Lo que no deja de resultar sorprendente es el quorum que ha habido ante este caso.
Mucho regocijo sentimental (el mío primero), y poco análisis serio.
Veamos. Es cierto que Barrul intentó disuadir al tipo con palabras después de que este cogiese del cuello a su mujer (porque ella había decidido no sentarse a su lado en la butaca, previsiblemente por una pelea previa), pero es fundamental subrayar que el boxeador no interrumpió corporalmente la agresión de la chica, sino que se encendió y acabó por defenderse a sí mismo después de un rato de matarile e idas y venidas.
"No tienes ni puta idea de nada", "yo también vengo con mi niño, maricón de mierda"... hasta ahí, Barrul se controló. Pero fue al oír el "me cago en todos tus putos muertos pisoteaos" cuando decidió intervenir físicamente. "Escucha, soy caló y te acabas de buscar la ruina conmigo", le respondió al otro bestia parda.
En definitiva, la mención a los familiares fallecidos fue lo que le hizo activar su ametralladora de cates, no exactamente la defensa urgente de una mujer maltratada.
¿Sobrerreaccionó? Sí. Sería populista decir lo contrario.
El boxeador se ensañó con el agresor. No hacía falta meterle ese palizón para reducirle.
Ninguno ha denunciado al otro porque ambos saben que tienen tela que cortar, cada cual en su estilo.
El machista, porque tiene antecedentes, porque fue detenido poco después por violencia de género y porque habla la ley de la jungla (y en su ley, las leches que recibió estaban justificadas por su vacile).
El boxeador, porque sabe en su fuero interno que su actuación arrancó por una buena causa y acabó en violencia desmedida por su propio ego. También lo saben las Federaciones de Boxeo y los jueces de internet, pero a nadie parece importarle demasiado. Esta es la parte más tosca y oscura de nuestra alma social actuando simultáneamente para defender lo indefendible, para crear un héroe de barro.
Conocemos que las reglas no son estas y que no hay una forma legítima de saltárselas.
Conocemos que despreciamos la jerarquía de la fuerza. Más que horripilante, es, sobre todo, cutre y demodé.
Conocemos que Antonio se aprovechó de sus dotes deportivas expertas para cebarse, lo que es, precisamente, antideportivo.
Conocemos que las masculinidades airadas se encuentran entre ellas, aunque haya unas mucho más honorables que otras. "Me sentiría poco hombre si no hubiese hecho nada", comenta Barrul. Pues eso.
Conocemos que en 2008, el profesor Jesús Neira acabó en coma por defender a Violeta Santander, una mujer que estaba siendo machacada por su novio, Antonio Puerta, en plena calle. Puerta fue condenado sólo a siete meses de prisión por los malos tratos que infligió ese día a su pareja. Ella siempre le defendió y repitió una y otra vez, en distintos programas de televisión, que nunca la había agredido y que Neira se metió donde no le llamaban.
Conocemos la arbitrariedad y el desvarío al que conduce la ira.
Conocemos dónde empieza la violencia, pero nunca donde acaba.
Y, sin embargo, nunca llegamos a darle una segunda vuelta al salvaje "ole" que nos sale del cuerpo cuando vemos un suceso como este. Ese será el centro mismo de nuestra perdición.