El Vaticano permite bendecir a parejas homosexuales. El Vaticano no permite bendecir a parejas homosexuales, pero sí a las personas en uniones homosexuales.
El Papa abre la puerta a los gays. El Papa abre la puerta a los gays, pero sólo un poco. El Papa posturea con su apertura a los gays.
La Declaración Fiducia supplicans que ha publicado el Vaticano sobre el significado pastoral de las bendiciones esta semana está dando de qué hablar y aquí hay interpretaciones teológicas, doctrinales y sociológicas para todos los gustos.
No entro a valorar ese asunto, porque me parece que ha pasado de largo el verdadero fondo del debate. La cuestión es que, quizá, la afirmación más provocadora esté en la parte final del documento: "Este mundo necesita bendición". Así, tajante.
¡Ay, qué soberbia! Tiene un punto de arrogante esa aseveración de que el mundo te necesita, de que necesita de algo que le diga desde arriba (o desde su lado): "Oye, vas bien".
Pero es totalmente cierto.
Qué universal es esa vulnerabilidad del ser humano que, como un niño que se gira hacia su padre y dice "¡mira, voy sin ruedines!", busca siempre una confirmación de que no está viviendo sin más, sino que está viviendo con sentido.
Resulta que personas que viven en una situación irregular (qué espantoso término, como si no tuviéramos todos nuestras irregularidades), pueden querer girarse hacia la Iglesia y suplicarle que, por favor, las bendiga.
En tiempos de individualismo en los que el único horizonte moral que se le propone a la persona es el de la autorreferencialidad, estamos descubriendo que hay en el hombre una necesidad de volverse hacia algo más grande que él y a quien preguntar si su vida es buena, bella y verdadera.
Quizá, por causa de este espacio irreductible del hombre no llegan a triunfar las ideologías identitarias que empequeñecen al sujeto a una sola de sus dimensiones, le niegan la posibilidad de plenitud y le encierran en un mundo sin opción de verdad.
Todas estas opciones le prometen al individuo la posibilidad de convertirse en el hombre nuevo de Nietzsche. Y, cuando llega, resulta que lo que el individuo quiere ser es un hombre bueno.
Y para eso no tienen respuesta muchas corrientes de pensamiento contemporáneas. Por eso hemos visto a las dirigentes de las universidades de élite de Estados Unidos tartamudeando sin respuesta frente la pregunta de si hacer un llamamiento al genocidio de los judíos está mal.
Por eso hemos visto a Reino Unido decidir que Indi Gregory no merecía agotar todas las posibilidades para la vida. Por eso hemos visto a quien dice defender los derechos de la infancia, aprobar leyes que permiten la hormonación de adolescentes sanas.
Qué vacías de propuestas para la vida están algunas ideologías.
Ante las promesas nihilistas de que el ser humano no necesita más conciencia que la que decida él mismo autoimponerse, surge la realidad de que vivir sin más quizá no sea el máximo bien al que puede aspirar un ser humano.
Vivir según las apetencias del momento es una satisfacción de corto recorrido. Vivir para algo y tener la certeza de que ese algo es bueno es la verdadera plenitud.
¿Hay algo en medio de mis irregularidades, de mis miserias, que sea bueno? ¿Hay algo en mi vida lo suficientemente bello como para que vaya a permanecer cuando yo no esté? ¿Hay algo fuera de mí que me pueda servir de brújula para saber dónde está el ideal al que aspiro?
Esas preguntas son intrínsecas a la experiencia humana, son las que salvan al hombre de llevar una existencia estéril.
¿Quién necesita entonces la bendición? Y quién no. Solo cabe esperar que la Iglesia esté a la altura de las preguntas que el individuo se plantea.