Probablemente Pedro Sánchez nunca pensó, tras ser aplastado por la marea azul en las últimas elecciones municipales, que solo unos meses después se iba a encontrar liderando al mundo occidental en la relación de este con el presidente Zelenski. Ni que sería el anfitrión de la mayor parte de los líderes europeos en el marco impresionante de la Alhambra. Ni que se encontraría a un paso de ser investido presidente del Gobierno para los próximos cuatro años.
No, eso seguro que no lo pensó cuando, aquella noche, durmió sabiendo que casi todo el poder autonómico y gran parte del municipal desaparecía del control socialista. Pero su apuesta en principio irresponsable y también brillante de adelantar las elecciones generales, junto al desastre estratégico de la derecha, que tenía que hacer muy poco para barrer electoralmente a un PSOE hundido y sin embargo no lo hizo y, sobre todo, su capacidad para negociarlo todo, lo negociable y lo innegociable, le han conducido a una situación insólita: como acaba de revelarse en Granada, a pesar de todo, a pesar de sus incongruencias y sus inconsistencias, nunca ha estado más fuerte.
Desde luego eso parece, al verlo sonriendo rodeado de los grandes líderes europeos, y con el mundo atento a su decisión sobre el incremento de la ayuda a Ucrania. En su tiempo libre, hasta ha sido capaz de maniobrar para que España organice otro Mundial de fútbol en 2030. Sin duda, el líder de los socialistas aspira, y quizá ya se ve, presidente del Gobierno español en 2030, sea lo que sea España ese año.
Luis Rubiales tampoco pensó, ni se le pudo pasar por la cabeza, que, cuando sonó el pitido final del campeonato del mundo en Australia, sería ese silbato el último que escucharía como presidente del fútbol español. La selección que él presidía acababa de proclamarse campeona del mundo. Por muy desafortunada que fuera su gestión, por muy prepotente que hubiera sido su actitud, por muy arrogante que se haya mostrado siempre, algo debió contribuir el expresidente de la RFEF al título mundialista de nuestras jugadoras.
Por eso, y por todo lo demás, nunca supuso, seguro que no, cómo iba a hacerlo, que las chicas le iban a echar a patadas a él y a buena parte de sus mandados en la RFEF solo unos días después de aquella noche, y mucho menos imaginó que acabaría teniendo que defenderse de un posible delito que podría, quién sabe, llevarlo a la cárcel.
Pero así son las cosas: Sánchez estuvo a punto de ser devorado por la ciudadanía y ahora él está a punto de transformar el país en otro sin de verdad saber si es eso lo que desean sus votantes, y mucho menos la mayoría de los españoles. En el transcurso de ese proceso, el líder del PSOE ha normalizado la amnistía, esa que nunca dijo que defendería hasta que no le hizo falta hacerlo. Ahora ya está normalizando el referéndum, y a punto de enviar a alguien de la cúpula socialista a Waterloo, algo que hace solo unos meses parecería pasto de argumento para una estrafalaria película de Pedro Almodóvar.
Por su parte, el aún presidente de la RFEF alzó la Copa más importante del mundo y ya veía un futuro larguísimo repleto de halagos, prebendas y de caprichos. Esto va a durar mucho, se podía leer en el gesto de Rubiales cuando se cogió los testículos y levantó el puño, aquella noche. Pero no. De hecho, nunca sabe uno qué va a pasar el minuto siguiente, y eso es lo único seguro. Sin duda, que Sánchez siga en la Moncloa en 2030, cuando en Madrid o en Barcelona se dispute la final del Mundial ya no resulta, en absoluto, algo imposible. Es más, quizá sea hasta lo más probable.