La vida es una conversación y el amor (y la amistad) consisten en elegir a los mejores interlocutores para echar este ratillo aquí abajo, a la fresca, observando graciosamente el tendío y escuchando al tiempo latir como un tambor sordo, medio tribal.
Sólo deberíamos tener un plan último, y es hacerlo interesante, porque la existencia de por sí ya es lo bastante lineal, lo bastante sórdida. Te araña la cara algún rato de felicidad y te da unos sustos de muerte hasta que un día, efectivamente, te mueres.
Y adiós, pequeña, adiós.
Nuestro radio de acción es limitado. Pero de nosotros depende, al cabo, tener los compinches perfectos para surfear los días y las noches, a menudo escarpadas, llenitas de preguntas. Lo escribió Jorge Teiller: "No hay casa, ni padres, ni amor. Sólo hay compañeros de juego".
Por eso se queda uno tan desangelado, tan descuajaringado, cuando un amigo desaparece de tu vida, especialmente si no hay traición de por medio. Es sólo que dejaste de gustarle. Es sólo que lo agotaste porque te agotaste en ti mismo, porque no resultaste un copiloto histórico. Nunca se ve uno tan extraño como en la vieja foto con un amigo que ya no tiene. Nunca es uno más extranjero, más marciano, más cubista. Nunca está uno tan mutilado como sin su brazo sobre el hombro.
Se interrumpió vuestra conversación, que era vuestra vida hermanada, y te quedaste flotando en esa hora bruja, un poco ahorcado, un poco en suspenso en lo último que os dijisteis. Tú lo sabes. Te colgarán siempre los pies.
De esta idea parte Almas perdidas de Inisherin, la película de Martin McDonagh que carga nueve nominaciones a los Óscar. El miércoles, los Verdi estaban llenos y la vi desde tercera fila como quien mide a un gigante. Es una historia extraña, salvaje y hermosa acerca de dos amigos que dejan de serlo en una isla irlandesa medio aislada, rural, permanentemente nublada y donde no hay nada que hacer, nada salvo pastorear a las bestias, tender la colada y mirar a la muerte a la cara bajándose unas pintas oscuras.
Sucede de repente, sin más. Un día, el protagonista (Colin Farrell) va a recoger a su compadre (un brutal Brendan Gleeson) a su casa, para ir en procesión al bar, como siempre, pero éste ya no quiere. No le habla apenas, no le corresponde. Le ha cogido manía, que es lo que sucede cuando miras de nuevo a alguien con la lente del amor arrebatada. Sus taras siempre estuvieron ahí, pero ahora puedes verlas porque tu ternura ya no las lima.
No sé si el amor es una elección, gravemente, pero seguro que el desamor lo es. Uno decide poner el ojo en lo irritante. Para detestar a alguien hay que investigarle un poco. Para detestar a alguien hay que quererle un poco.
Tras mucha insistencia, el amigo confiesa, sombrío: "No pasa nada, no me has hecho nada ni has dicho nada inapropiado. Es que ya no me caes bien".
El desconcierto mata al protagonista y se la pasa intentando recuperar el viejo afecto, mientras el colega hace por explicarle una verdad terrible: se ha dado cuenta de que malgasta su vida hablando con él, de que esas tardes de cháchara rebozadas en la nada le hacen componer menos canciones al violín, y enfrenta crudamente el tiempo perdido en sus tonterías comunes con la posibilidad de crear algo trascendente, como una melodía. Se ha dado cuenta de que la bondad del otro no es suficiente. Busca en él sustancia y no la encuentra. Adiós, pequeño, adiós.
Tiene derecho, al cabo, de no querer escuchar más gilipolleces. Es higiene. Y el otro se siente con derecho a exigir su parte del pastel, la atención que dio por supuesta, la compañía doméstica. El otro se siente con derecho a exigir que le quiera, que es una memez que la gente llama ahora "responsabilidad emocional". Yo lo llamo "el pataleo avalado por la modernidad biempensante".
De nada sirve que me zarandees. Si no te quiero, no te querré más. Tú eres el de siempre. Pero algo en mí cambió, oscuramente.
Todas las relaciones son relaciones de poder. Siempre hay uno que quiere menos al otro. Siempre hay uno que, aunque no lo haga, podría marcharse ahora mismo, para siempre, y salir indemne. Y otro no. Otro no.
Siempre hay una víctima. Procura no ser tú.
Dice mi amiga Mar que cuando nuestra vida no nos parece suficiente, cambiamos lo más cercano que tenemos con intención de cambiarlo todo. Es decir, le echamos la culpa a los nuestros de nuestra frustración, de nuestra insatisfacción crónica. Los convocamos a cierto ejercicio de minusvalía emocional. Es como decirles "me pareces incompetente para hacerme feliz". Jode.
El damnificado se pregunta qué será ahora de su identidad sin su amigo. Porque uno no tiene amigos, uno es sus amigos. Los amigos no son algo que pueda poseerse, sino que le edifican a uno, como un ejército dentro del cuerpo, copando los órganos y las membranas y los huecos y el hambre para siempre de los bocadillos con nocilla de la infancia y el rito del décimo cumpleaños al que faltó el niño más querido.
El damnificado se pregunta de qué sirve la vida si yo no puedo volver a llamar a tu puerta roja para contarte un pensamiento, a qué suenan las cosas cuando no suena Mozart en tu gramola, por qué todo el mundo pensaba que yo era mejor cuando estaba contigo.
Y se le muere el burro negro de pena negra, como en un cuento de Juan Ramón Jiménez o en un disco de Camarón.