La necesidad de asegurar el abastecimiento de fuentes de energía primarias, a la vista de su desigual y muy problemática distribución en el planeta, y ante un desarrollo aún insuficiente de las energías renovables, es el motor que explica la historia de este siglo XXI en su integridad y de buena parte del precedente. La humanidad, sobre todo en los países desarrollados, ha optado por llevar un modo de vida que requiere ingentes cantidades de energía y que nos condena a la servidumbre de su obtención.
Puede parecernos que poder conducir un vehículo de una o dos toneladas a ciento y muchos kilómetros por hora, sin más pasajero que el conductor, es un alarde de libertad. O que tener la posibilidad de escribir estas líneas a 22 grados, mientras hay una ola de calor que eleva los termómetros hasta los 40 grados en buena parte del país, conlleva una suerte de liberación.
Sin embargo, si para hacerlo dependo de quemar en gran cantidad un gas o un petróleo que no tengo, y que tengo que comprar o asegurar que me envíe otro, uno mi destino a lo que de ese otro sea, y por tanto a algo que excede mi voluntad. En el caso del vehículo no hay alternativa: ponerlo a esa velocidad me hace dependiente. Para escribir fresco aún he podido buscarme una solución que no me hace depender de lo que otro quiera suministrarme: levantarme a las 7:00 y hacerlo al aire libre.
Sin embargo, reconozcámoslo: nuestras estrategias para prescindir del consumo energético poniéndole imaginación o en su caso sacrificio son la excepción y no la regla, en ausencia de la fuerza mayor consistente en no poder pagar la factura. Quien tiene saldo en la cuenta para afrontarlo, baja el termostato del aire acondicionado, sube el de la calefacción o le pisa al coche.
La necesidad de asegurar la disponibilidad de combustibles fósiles explica hechos como la invasión de Irak, la indulgencia hacia los asesinatos de Estado y otras atrocidades saudíes, la coba que recibe a diario el emir de Catar, la absolución exprés de la dictadura bolivariana de Venezuela y sí, también y mal que nos pese, sobre todo en estos días, el apoderamiento por parte de Vladímir Putin y su camarilla de exagentes del KGB del Estado ruso.
Lo cuenta con claridad desoladora la británica Catherine Belton en su libro Los hombres de Putin: en el oscuro proceso de confiscación del sector energético ruso para usarlo como sostén de su sistema autoritario, Putin y los suyos contaron con la aquiescencia de Estados Unidos y Occidente y el concurso de compañías occidentales que cerraron los ojos a sus manejos a cambio de mejorar su posición en el acceso a sus reservas.
Con estos antecedentes, que una sociedad como la española debe dedicar todos sus esfuerzos a buscar remedio a su déficit de energía primaria, comenzando por la primera fuente que toda comunidad tiene para procurarse un recurso escaso, contener su despilfarro, es de una evidencia tal que resulta deprimente el ínfimo nivel del debate público al respecto, una prueba del daño intelectual que la infiltración del populismo ha causado en el discurso de nuestros líderes, de todos los colores políticos.
Que las medidas de ahorro se decidan sin una puesta en común previa de objetivos y necesidades, y que la discusión acabe reduciéndose así a un intercambio de memes de corbatas, o a poner el grito en el cielo porque los escaparates apagados a las 22:00 entristecen una calle emblemática, demuestra lo lejos que estamos de contar con una dirección coherente, responsable y adulta de nuestros asuntos públicos y, lo que es peor, con una alternativa para llevarlos por una mejor senda en el futuro.
Hay que ahorrar energía porque nos va en ello la libertad y aun la supervivencia. Hay que hacerlo con rigor, y sí, aunque a alguno(a) no le guste, el ahorro comportará algún sacrificio.