Podría pasarle cualquier día, si es que no le ha pasado ya. Imagine que tiene un billete de avión, y que justo la víspera del viaje, que es cuando le dejan facturar, se da cuenta de que hay una incidencia con el check-in online.
Puede ser por cualquier motivo nimio. Por ejemplo, que le hayan hecho la reserva con una mínima diferencia en su nombre, y que en el sistema de la compañía, de la que es usted viajero frecuente, salta por ello una incidencia. Se encontrará de pronto peleando con una aplicación que le hace una y otra vez desembocar en el mismo resultado: no se puede hacer el check-in online, acuda al aeropuerto.
Lo primero que sentirá es que ha fracasado en esa tarea que la compañía que le transporta le ha encomendado, hacerse usted mismo los trámites de facturación del vuelo. Y como el personal de tierra de la compañía está dimensionado para que la mayoría de la gente se los haga, sabe que o lo resuelve de alguna forma o tendrá que ir con una antelación suplementaria.
Supongamos que por lo que sea no puede ir con ese margen al aeropuerto. Decide entonces intentarlo con el teléfono de atención al cliente. Después de estar hablando un rato con voces robotizadas, y de reiterarles a todas que no le están resolviendo el problema (en realidad, sólo le redirigen otra vez a la web en la que se ha quedado atascado) le anuncian que le van a pasar con un operador humano. Lo que no sucede inmediatamente.
Tras unos minutos de musiquilla, una amable voz de acento caribeño le pregunta qué desea. Se lo explica y a continuación le pide el número de reserva, los apellidos, etcétera. Usted le da y le deletrea todo lo que le solicita, y al cabo de un rato la voz amable le informa de que el sistema no le deja hacer ningún cambio y que tendrá que ir al aeropuerto.
Le asalta la fundada sospecha de que la propietaria de la voz tiene exactamente el mismo acceso que usted al sistema de la compañía, por lo que no podía sino acabar obteniendo el mismo resultado.
La voz amable se disculpa y usted le da las gracias, porque a fin de cuentas es el primer momento de humanidad que le ha deparado la experiencia de tratar de autofacturarse el vuelo, que ya le ha costado un buen rato de su vida.
Mira usted el reloj, son las nueve y media de la noche, quizá haya alguien en la oficina de atención al cliente del aeropuerto y menos cola de la que se va a encontrar mañana, cuando además estará apurado. No lo duda un segundo: se calza, monta en el coche y va para allá.
Hora y media después está de vuelta en casa con la tarjeta de embarque y el asunto resuelto. El humano que le ha atendido en el aeropuerto ha podido comprobar en un momento el error que hace colapsar a la máquina y le ha dado sin más trámite su tarjeta de embarque. Porque para interpretar y subsanar los errores que los humanos cometen no basta la falsa inteligencia de la máquina: hace falta otro humano inteligente de verdad.
El balance que puede hacer de la experiencia es que un trámite que hace años se podía hacer en quince minutos en el aeropuerto, antes de embarcar, sin agobio para el pasajero (que lo tenía previsto, igual que las compañías disponían del personal necesario para solventarlo) se ha convertido ahora en una fuente de estrés adicional que al menor problema le puede costar dos o tres horas de su tiempo, amén de la angustia provocada por el riesgo de perder un vuelo que puede ser importante.
Y así con todo. Cada vez tenemos que dedicar más parte de nuestro tiempo personal y de nuestra previsión a autoprestarnos servicios que ya no nos prestan, pero nos siguen cobrando. Los billetes de avión no son baratos. Las administraciones que nos imponen sus trámites electrónicos no reducen plantilla ni dejan de cobrarnos impuestos. Es la era de la ciberservidumbre.