Dan vértigo, de entrada y a falta de más noticias, los dos nuevos capítulos de Sexo en Nueva York, precisamente porque una serie que no se parecía en nada a la vida -¿a quién le queda un tocado imposible como a Carrie?; las demás somos gallinas desplumadas con ellos- de repente se le parece demasiado. Nos gustó la liviandad. Los dramas fueron cosméticos, juguetones, superficiales: nuestras chicas favoritas se encontraban con un pene diminuto o se topaban con un follamises -véase: el tipo que sólo sale con bellezones- y de eso te hacían un capítulo que daba gloria verlo. Qué ligereza, qué paz. Reflexiones menuditas sin alardes intelectuales, ni falta que hacía. Sólo a ratos dolía el pecho -¿era amor, era ego?- cuando algún crack se pasaba de listo, pero lo suturaban rápido los cócteles y la sensación expectorante de continuo descubrimiento.
Cariño, si aprieta el costado por un desencanto, apunta: unos Manolo Blahnik -he tenido que buscar cómo se escribe, aquí somos de botas guerrilleras para salir corriendo hasta de las bodas propias-, una noche durmiendo con una amiga para espantar los terrores y una fiesta con Samantha para recordar qué ancho es el río. Next. Pero entonces el mundo era otro.
Cuando arrancó la serie, las cuatro mosqueteras tenían la edad que yo tengo ahora -treinta años-, una ciudad que salía a recibirlas y alegría de vivir, que diría el compadre Ray Heredia. Inauguraron hace dos décadas una conversación salubre y burbujeante sobre sexo que hoy resiste, pero de aquélla, si eras hembra y expresabas tu deseo, te convertías en poco más que un trozo de carne bautizada: se te giraban hasta los santos al entrar en la iglesia. Escenificaron el poderío de la amistad femenina: la resistencia posible. No me gusta la palabra sororidad, anda cursi y manoseada, suena a novicia. Ellas fueron otra cosa: un ejército de cuatro mujeres. Si te metías con una, te hacían comer bordillo todas.
Lo resume muy bien un poema maravilloso de Julio Martínez Mesanza: “A tu lado en el campo victorioso / y junto a ti estaré cuando el fracaso. / Tus palabras tendrán tumba en mi oído. / Celebraré el primero tu alegría. / Aunque el fraude mi espada no consienta, / engañaremos juntos si te place, / saquearemos juntos si lo quieres, / aunque mucho la sangre me repugne. / Tus rivales ya son rivales míos: / mañana el mar inmenso nos espera”. Así se querían ellas. Pero entonces las batallas eran otras.
Este regreso viene plúmbeo porque viene verosímil, y allá van todos los spoilers. Samantha ya no se junta con sus viejas amigas: un día se pilló un rebote y se fue a vivir a Londres. No les contesta a las llamadas. Todas temen la vejez, aunque Miranda se niega a teñirse las canas. Charlotte persiste tierna pero ahora recauchutada, como esas señoras operadas del Barrio de Salamanca que se parecen tanto entre sí, como si fueran sólo una que se mueve muy rápido.
Las antiguas modernas -nuestras protagonistas- ahora sufren por si molestan a alguien al presuponer su género o dudan si defender a una compañera negra en un altercado por si eso incurre en "salvación blanca no pedida". La sociedad te pide que seas muy explícita y que narres tu intimidad con detalle: si no serás una carca. Si no te echaremos del podcast porque no transgredes nada. Tu marido se ha quedado sordo. Tu hijo tiene sexo salvaje en el cuarto de al lado. El otro día pisaste por error un condón suyo usado. Y caminabas descalza.
Ya nadie mola como antes: o es que molar ahora cuesta muchísimo esfuerzo, muchísima corrección, cuando una vez resultó orgánico y libre. Las viejas preguntas de Carrie mientras tecleaba su columna en el ordenador se han canjeado en una sola certeza: el sexo puede ser febril, episódico, sucio, conyugal, caritativo o deportivo, el sexo puede ser millones de cosas y ninguna relevante, porque la verdadera tragedia es el amor. La única, en verdad. Siempre lo fue.
La tragedia es el infarto que arrasa con Mr. Big en el suelo del baño mientras Carrie está en un recital de música y no llega a tiempo para salvarlo. La tragedia es despedirse para siempre: de la juventud, de las amigas que fueron hermanas, de ese don escurridizo de caer en gracia, de los años alucinantes donde el dolor cicatrizaba rápido y los viernes tenían fuerza para vencer a todos los días laborables. La tragedia es la muerte: decirle adiós al amor de tu vida porque se fue así, de repente. Sin más. No hay nada épico, no hay nada poético. Ningún cóctel nos protegerá, ningún zapato obscenamente caro, ninguna nueva aventura posible. Las cosas siempre suceden de esta manera: con ordinariez. Ya sucedieron antes, nos sucederán a nosotros. Es horrible hacerse mayor.