El día que hice la maleta para venir a Madrid, prometí entregarme casi entero a la ciudad. Han pasado varios años, pero el compromiso sobrevive: todavía está a salvo la mirada de niño de provincias. La defiendo con las uñas manchadas de parque y los dientes de leche. Cuando la noto languidecer, me obligo a cortarme el pelo de madrugada o a comprar libros viejos bien entrada la noche.
Esa mirada es la de la respiración entrecortada ante la aparente normalidad. La primera vez que pude ponerle nombre fue en un cajero. Tendría ocho o nueve años. Había un billete de cincuenta en su ranura y, cuando quise cogerlo, el capitalismo lo engulló de golpe. ¡Pero si lo había tocado! La mirada de la que hablo es esa: la inocencia que palpita en el brazo que se estira hacia el dinero.
El otro día, salía de hacer deporte en el parque de Canal. Iba con el tiempo justo: ducha rápida y a la redacción. Pero una avería -aprovecho para avisar a los lectores que puedan caer por allí- había decretado el cierre de los vestuarios.
El calor ya es lo suficientemente pegajoso como para prohibir ese remedio que, precisamente, poníamos en práctica los niños de provincias a espaldas de nuestras madres: un poco de agua en la cara… y cambio de ropa.
Necesitaba tiempo para pensar, pero no lo tenía. Tampoco lo tenía como para invertir en un taxi, regresar a casa, darme una ducha tradicional y plantarme en el periódico. Abocado al fracaso y a la composición de una mentirijilla que justificara mi demora, me refugié en la terraza de un bar que sólo ofrecía limonada y té verde.
Bebí un vaso de trago y asumí mi puerco destino. Estaba condenado al sudor. Armado de valor, bajé las escaleras para ir al baño. De pronto, algo sucedió. El camarero dijo: “Al fondo a la izquierda”. Oiga, será “al fondo a la derecha, como siempre”. No, no, “al fondo a la izquierda”.
Abrí la puerta. Era un lugar de esos que mi abuela llamaría “moderno”. Con luz tenue y paredes marrones. Al lado del váter, una cortina. La corrí y… sí, había una ducha. Pero no una de esas que hay en algunos sitios casi como por equivocación, de tubería estrecha y condimentada con mugre. No, no, era una señora ducha.
Como el veganismo todo lo permite, pensé en la limonada: “Me han debido de echar algo en el vaso”. Abrí el grifo. Salía agua. El suelo estaba reluciente, desinfectado con motivo de la pandemia. Me fui en busca de un camarero.
-Disculpe, pero ahí dentro hay una ducha.
-Sí. Es cierto.
-Pero… ¿podría usar yo esa ducha?
-Claro, es toda suya.
Total que regresé al baño, eché el pestillo y me metí en la ducha. Canté un rato. Porque las mejores duchas conviene cantarlas. A tres metros de mí, preparaban litros de limonada y aperitivos. Con el agua, froté bien mis ojos. Cuando los abrí, habían desaparecido las cataratas madrileñas que comenzaban a cegar al niño de provincias. Entonces, grité: “¡Me estoy duchando en un bar!”. Había encontrado el santuario de la escritura.