Contaba Gloria Fuertes en una vieja tertulia televisiva dirigida por Fernando Fernán Gómez que de unos años hacia allá sólo la erotizaba la “gente buena”: “No que se presente con buenas ropas o con elegancia exterior, sino con una elegancia que no se puede ver con estos ojos, una elegancia interior, y en vez de buenas ropas, buenas obras. Parezco de catequesis, pero es así”, sonrió, casi como disculpándose.
“Es que si tiene dinero pero no tiene gusto para entonar… no, eso no. Me fijo en que tenga una obra hecha, aunque no haya escrito ni pintado nunca”, lanzó, enigmática, ante la mirada levemente cínica de los presentes. Siempre la trataron como a una niña grande, siempre la infantilizaron hasta la desexualización, pero ella sabía de vinos y cigarros y amores tiernos y amores perros, y siempre que pensaba en tirarse a las vías del tren porque no soportaba la tragedia de la vida, acababa tirándose a la taquillera, así que eso ya es entender mucho.
A mí me interesa eso que decía Gloria, pero quizá no en su sentido más altruista: no es sólo la dádiva y la filantropía lo que me seduce de los otros, como a ella -aunque, bien mirado, hoy resulta prácticamente antisistema ser buena persona-, sino la idea de que nuestra existencia pueda ser una obra elaborada, cuidada, trabajada, pensada, echada abajo y reconstruida mil veces, como las ruinas bellísimas de un balneario de otro tiempo, una obra que es valiosa porque ha resistido, porque resiste todo el tiempo, una obra incómoda y lúcida y fuerte, una pieza artística, conmovedora, traumática, cómica e inimitable en sí misma. Pero noble, sobre todo, noble. Una obra que es uno mismo y que modifica al resto cuando los cuida bien, cuando los agasaja: "Primero la bondad, segundo el talento. Y aquí acaba el cuento", escribió Gloria, tan sabia.
De qué servirán los años si no, me pregunto, qué carajo estuvimos haciendo hasta llegar aquí, qué tendremos que ofrecerles a los demás si no somos conscientes de que nuestra gran obra es nuestra vida. Nuestra personalidad. Qué gracia tendrá el vivir a batacazos, sin consciencia de uno mismo, sin haber vuelto una y mil veces sobre los pensamientos que conforman las grandes estructuras de nuestro cerebro, de nuestros bodegones sentimentales, de nuestros honores y nuestras iras y nuestras lealtades y nuestras devociones y nuestras líneas rojas.
Qué habrá en este mundo mejor que conocerse a uno mismo, que dedicarse con cariño a estudiarse hacia adentro durante décadas -y aun así sorprendernos-, que observarnos envejecer cambiando de idea, perfeccionando el asunto, volviéndonos más poderosos, más cachondos, más valientes, mejor conversadores, más llenos de matices y de aventuras y de recursos literarios y de letras pequeñas, podando con cierto esmero los rosales de nuestras ideas, habiendo encontrado ya el mejor perfume, la mejor broma para el momento, habiendo aprendido a leer a los otros -que es una manera de intuir cómo hacerlos felices-.
A estas alturas del partido me parece delirante y hasta sonrojante conocer a hombres -y a mujeres- que se presentan en nuestras vidas tan panchos, con las manos y el pecho y la cabeza vacías esperando que les queramos; que mezclemos, de alguna manera, nuestra sufrida obra con su obra inexistente, y esperan que seamos nosotros quienes les sofistiquemos, quienes les reeduquemos las taras, las fobias, los dones; esperan salir mejor después de haber pasado por nosotros, como si fuéramos un puto túnel de lavado, como si estuviésemos aquí para abrillantarles el cráneo y el genital y la felicidad y la vida. Qué cansado: salgo corriendo. Ni un minuto en esos vagos mentales que no tienen nada que aportar.
Yo no le tengo miedo al tiempo: creo que ahora soy más salvaje que con veinte. Más segura, más exacta, más lista, mejor jugadora. Y ustedes también. El mundo que nos rodea es mejor, cada vez mejor, porque cuanto más maduramos más debemos saber que aún podemos elegir, que tenemos una voz creciente, una presencia creciente, que tenemos derecho a exigir nuestro espacio y a ser cada vez más selectos -más maniáticos, si quieren- con lo que depende de nuestras decisiones.
¿Por qué querría alguien volver a ser joven? No podría soportar tener que aprenderlo todo otra vez. Todos esos alumbramientos dolorosísimos. Toda esa belleza y esa energía inconclusa, sin devociones.Toda esa obra que entonces era solo una mole abstracta, una arcillita, un trozo de plastilina, pura potencialidad y, por tanto, pura vulgaridad.
Ahora ya tenemos forma. Ahora ya podemos, de verdad, amar y ser amados.