Dime a quién votas y te diré qué opinas sobre la obra de Andrés Trapiello. Cuéntame cómo ves el conflicto palestino-israelí y conoceré tu opinión sobre la teoría queer.
Como ha demostrado Pepu Hernández esta semana, en contextos de polarización y desinterés por la verdad se cronifican los sesgos habituales y uno termina pensando en pack, asumiendo conclusiones de las que desconoce las premisas y haciendo el ridículo. La primera víctima en una guerra cultural siempre es la inteligencia.
Basta con saber lo que un individuo opina sobre A para presuponer qué opina sobre B. ¿Hay alguien capaz de pensar fuera del argumentario? Bien sabemos que el votante racional nunca ha existido: uno no vota en función de lo que piensa, sino que piensa en función de lo que vota.
Pero el descaro con que individuos, aparentemente en plenas facultades mentales, se adhieren a consignas imposibles ha alcanzado límites preocupantes.
Entiendo la comodidad de este proceder. Pensar los asuntos uno por uno lleva tiempo. Es más fácil recurrir al todo incluido. Pero esa pereza intelectual conlleva riesgos.
Piensen en lo que ha pasado en Estados Unidos en los últimos años: no hay discrepancias sobre asuntos concretos, sino que todos los temas han sido empaquetados en un conflicto unificado. No es un país habitado por millones de individuos con diferencias puntuales, sino un país compuesto por dos culturas en pie de guerra.
Los frentes los perfiló en 1992 el conservador Pat Buchanan en un discurso ante la Convención Nacional del Partido Republicano, tres meses antes de las elecciones que ganaría Bill Clinton.
Buchanan clamó por un reagrupamiento ante la guerra cultural que asolaba Estados Unidos y advirtió que la contienda se decantaría del lado del mal si los demócratas reconquistaban la Casa Blanca. Buchanan lo temía todo de Clinton, incluido el feminismo de su Primera Dama y el ambientalismo del vicepresidente Gore. Pero él no veía temas independientes, sino dos bloques compactos e irreconciliables.
Hay quien presume de haber cambiado de opinión cuando quien cambia de opinión es el partido. Ahí tienen el caso de la mochila austriaca. Repudiada cuando apareció en el programa de Ciudadanos en 2016, ha pasado a ser aceptable cuando la receta el Banco de España.
Para cambiar de opinión, primero hay que tener una opinión. Y no se trata de ser fiel a ningún pensamiento, sino al pensar mismo. Y un argumentario, mal que pese a políticos y comentaristas, no es una opinión, como una ocurrencia no es un pensamiento.