Bruno Bimbi, columnista y miembro del consejo editorial de la revista digital CTXT, publicó hace unos días una tribuna donde relataba su experiencia como alumno de un curso en la Universidad de Barcelona. Sin contemplaciones, la tituló ¿Cómo se dice xenofobia en catalán?
En ella denuncia cómo una profesora insistió en dar una clase en catalán, a pesar de que la web de la universidad anunciaba que sería en castellano. Sólo dos de los once grupos de esta asignatura obligatoria eran en castellano, y ahora Bimbi descubría que sólo era uno. Se cambió de clase, pero descubrió que el otro también era en catalán. Cero de once.
Los ofendidos respondieron al testimonio de Bimbi con una sucia avalancha de insultos homófobos y racistas: “puto”, “sudaca”… Por fortuna, los editores de CTXT acudieron raudos al rescate… de sus suscriptores, y anteayer publicaron una carta de arrepentimiento por haber dado el visto bueno a la tribuna.
De los insultos xenófobos dirigidos a quien denunciaba xenofobia decían que eran “ironías de la vida”, y después reiteraban su compromiso con “la riqueza lingüística y la plurinacionalidad del Estado español”. Lo que viene a decir la carta es que hay testimonios que no deben tener cabida en la esfera pública, con independencia de que sean verdaderos o falsos, porque perturban el relato oficial.
La tribuna denuncia no sólo el conocido arrinconamiento del castellano en la universidad catalana, sino la estafa en que caen muchos alumnos extranjeros que eligen Barcelona como ciudad para sus estudios o periodos de intercambio. Los políticos nacionalistas saben que el castellano es un activo poderoso, un cebo aún más potente que la Sagrada Familia o el Parque Güell, y no dudan en utilizarlo para atraer estudiantes que descubrirán la realidad cuando ya sea demasiado tarde. Lo más triste es que esta historia no es nueva para quienes nos dedicamos a la enseñanza.
Pero lo más revelador no ha sido el relato de Bimbi, sino la tenebrosa estructura que ha aflorado en la reacción: oleada de violencia verbal, refutación por parte de un profesor universitario y, finalmente, una carta de arrepentimiento digna de la peor prensa del Movimiento. ¿Cómo interpretar este efecto?
Para empezar, como dicen en las películas policíacas, hay que seguir la pista del dinero. Se sabe que la Generalitat es generosa con los medios que publiquen en catalán, siempre que sean fieles al dogma nacionalista, por eso sospecho que la presión más dura no la han ejercido los suscriptores, sino los acreedores.
La hegemonía se reconoce por sus zarpazos. Y en este caso se ha revuelto exponiendo sus mimbres de supremacismo, hostigamiento y protección mediática subvencionada. El affaire Bimbi debe servirnos para recordar quién manda aquí. Y también quién sufre aquí, pues lo peor del nacionalismo es el sufrimiento que provoca. Un sufrimiento velado por su relato de la bella pluralidad que cierta izquierda insiste en remedar por ingenuidad, cobardía o por dinero.