El viernes pasado iba caminando con una amiga por Gran Vía, en medio de la marea de la manifestación del 8 de marzo, y entre cántico y cántico charlábamos sobre las diferencias entre el feminismo liberal y el radical. “Yo creo que tú eres radical”, me aventuré a decirle, conociendo algunas de sus ideas sobre el tema. Ella abrió mucho los ojos: “¿Yo, radical? Con lo poco que me gusta esa palabra. Parece que vamos a quemar contenedores y a asaltar iglesias”, me respondió, con amargura, desde su condición de creyente. Le chirriaba el adjetivo, pero no los objetivos del movimiento. Su posición era que el concepto estaba mal escogido por cuestiones estratégicas: “¿Cuánta gente, entonces, será feminista radical sin saberlo?”, dijo.

Es muy probable que tuviese razón. Hay palabras que espantan al ciudadano dubitativo y poco beligerante -en ocasiones, desinformado; algunas veces, terco, y otras, equidistante-. Claro que a nivel márketing hubiese sido más transversal bautizar al “feminismo” como “igualitarismo” -que ya se nos cae el labio inferior de reiterar su significado genuino-; claro que resultaría más masticable -para los sensibles a los morfemas- que la corriente filosófica y política que nombró al “feminismo radical” como tal hubiese pensado en esta sociedad pusilánime de 2019, en este pueblo urticárico y huérfano de didactismo que teme a las palabras cuando representan justos puñetazos sobre la mesa. 

El drama, en el fondo, no es el concepto elegido, sino el mojigaterismo sociológico. El drama es la incapacidad de escucha y de lectura en estos tiempos modernos, en este rancho de las fake news y el canutazo, en este erial intelectual donde las ideas complejas están condenadas a ser resumidas en forma de tuit. La propensión al escándalo es inversamente proporcional a los ensayos feministas que pesan en las bibliotecas de los hogares de España. Caricaturizar a la “feminista radical” como a una hembrista histérica que revienta catedrales mientras agita los pechos desnudos sudando témperas es sólo una prueba más del infantilismo patrio. Más: del infantilismo machista.

El feminismo radical, en el que me encuadro -aun escuchando con interés a brillantes liberales como María Blanco, a quien entrevisté sobre el tema-, está, entre otras cosas, a favor de las cuotas y de las leyes de género y en contra de la prostitución y los vientres de alquiler. El feminismo radical no es, como señala Inés Arrimadas, decir “portavozas”, pero no deja de atender al machismo que supura esta lengua especialmente rica en cuanto a conceptos para insultar a las mujeres (del “zorra” al “perra” pasando por “loba” o “bruja”, ¿por qué no son equivalentes en masculino?). Más de 50 palabras en nuestro diccionario sirven para juzgar la vida sexual libre de las hembras. Todo un despliegue. 

Sin embargo, no es este el principal enemigo. Aquí algunas escuetas reflexiones dentro de un debate amplísimo: 

A favor de las cuotas y de las leyes de género:

A diferencia de las feministas liberales, yo, como feminista radical, entiendo que el machismo institucional y laboral no se combate sólo con la igualdad legal entre hombres y mujeres -buena prueba de ello es que la Constitución nos garantizó los mismos derechos a unos y otras hace más de 40 años, pero la herencia machista recibida sigue marginándonos socialmente-. No partimos del mismo sitio. En realidad, ya existen cuotas, ¡y son masculinas!, perpetuadas culturalmente. Se manifiestan, por ejemplo, en el fenómeno de la cooptación, esto es, que los hombres -que dominan las estructuras económicas- sigan prefiriendo promocionar a otros hombres. La feminista radical no confía sólo en la educación para resarcir esta feroz tendencia -que expulsa a las mujeres de los puestos representativos en un país donde, además, el empobrecimiento es femenino-. Cree que hay que intervenir e implantar cuotas para acelerar el hervir de la conciencia social.

Las cifras nos avalan: no es que con las cuotas queramos suplir nuestra falta de excelencia. Según los datos del Ministerio y la OCDE, las mujeres en España tienen mejor rendimiento académico que los hombres en la enseñanza obligatoria, en el Bachillerato y también en la Universidad -en esta última etapa, la brecha se agudiza: la nota media de ellas es de un 7,04 frente al 6,83 de ellos-. ¿Qué sucede después? ¿En qué clase de agujero negro caemos: nos exiliamos, desaparecemos, nos idiotizamos? Si nuestro currículum es superior al de ellos, ¿cómo se explica entonces la brecha salarial y el techo de cristal? (en este enlace pueden encontrar más datos sobre estos dos últimos conceptos).

En este contexto, claro que tienen sentido las cuotas como medida transitoria hacia la igualdad. Con ellas no se margina al hombre, se deja de arrinconar a la mujer. No consiste en infantilizar a la hembra -y así insistir en el tópico-, sino en neutralizar los privilegios sociales de los varones por el hecho de ser varones. Ante una situación excepcional, una medida excepcional. La lógica de la auténtica justicia, como escribió Aristóteles en Ética a Nicómaco, es “tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales”. Este mismo argumento, entendido en términos de violencia física y sexual, sirve para explicar la necesidad de leyes de género -a pesar de que sean, como hoy, imperfectas-. Disculpa que no me levante, Vox. 

Contra la prostitución:

Partimos de la base de que perseguir la prostitución es más eficaz que regularla a la hora de acabar con el esclavismo femenino. Pero, más allá de la tragedia de la trata -que sustenta la mayor parte de este negocio-, a mis ojos, que haya hombres que paguen por tener sexo con mujeres es el síntoma de una sociedad enferma. Las que hemos tenido otras oportunidades, las que no nos hemos visto abocadas a recurrir a ello, no podemos hacernos las sordas ante esta problemática. La prostitución es una forma de abuso: aún entendida como un contrato, anula el concepto de “consentimiento sexual” -ojo, en ningún caso "deseo": de nuevo la sensación de que las mujeres somos objetos receptores que penetrar con "autorización", no sujetos activos dispuestos al placer, capaces de elegirlo y gestionarlo-. Se anula, decía, por la coacción monetaria, teniendo en cuenta que la mayor parte de prostituidas son mujeres inmigrantes y de clase social baja, en especial situación de vulnerabilidad. 

Hay muchas formas de presionar: apuntar con una pistola es una, el dinero es otra. A quien alegue que “también prostituye sus manos, entonces, la fisioterapeuta”, le pediré que se deje de memeces y cinismos: en nuestra sociedad, la genitalidad posee una connotación concreta. ¿Es esto una moralidad? Sí, pero la ley también se dictamina en base a criterios morales -recuerdo a Julián Vara y Armando Zerolo, mis dos excelentes profesores de Filosofía del Derecho-. 

La prostitución no puede ser otra cosa que machista porque se nutre de la desigualdad de género: la demanda es espesamente masculina -¿dónde están los prostíbulos para mujeres? Los chicos de compañía son residuales, y, además, se contratan en condiciones mucho más emocionales: más cercanas al “vayamos juntos a cenar” que al “¿cuánto cobras por una cubana?”-. Este drama afecta a más de 40 millones de personas en todo el mundo, siendo la inmensa mayoría de quienes se prostituyen -esto es, de la "oferta", que ya el término aterra- mujeres y niñas. Lo decía Clara Campoamor ya en 1935, cuando abogaba por el abolicionismo: “Es una crueldad y hasta una ironía formidable ver a nuestras leyes civiles protegiendo al menor, privándole de personalidad hasta para celebrar un contrato, para adquirir dinero a préstamo, para enajenar un inmueble, para expresar su voluntad, y que, en cambio, no le rindan protección alguna cuando se trata de la libertad de tratar su cuerpo como una mercancía”. El cuerpo como mercancía: ahí el germen de la perversión.

España, desde su alegalidad, es el gran puticlub de Europa. Nos queda mucho que aprender de países como Suecia, Francia, Noruega, Islandia o Canadá, que ya persiguen activamente esta práctica. ¿Por qué, a pesar de todo ello, hay ciertas mujeres que dicen que son libres y que, desde esa libertad, eligen ser prostitutas? Antídoto Simone de Beauvoir: “El opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos”. Chute de Kate Millet: “Muchas mujeres no se reconocen como discriminadas: no se puede encontrar una prueba mejor de la totalidad de su condicionamiento”. Para todo lo demás, la filósofa Ana de Miguel. Sus argumentos contra el mito de la "libre elección" son imprescindibles. 

Contra los vientres de alquiler:

Lo de “gestación subrogada” es un eufemismo. Como feminista radical, estoy en contra de los vientres de alquiler porque la maternidad es un deseo, no un derecho -los derechos se regulan, los deseos no-. Estoy en contra de los vientres de alquiler porque no quiero vivir en un mundo donde los hijos puedan comprarse y donde las mujeres pobres den a luz para las ricas. Aquí no cabe el altruismo: de hecho, lo que hace es propiciar un mercado negro de vástagos en el momento en el que pone en contacto a la potencial gestante y a los potenciales padres compradores. 

Creo que la dignidad -de nuevo parece un concepto intangible y romántico, pero también está recogido en la Constitución- debe sortear las exigencias del mercado, más cuando en este sistema el cuerpo de la hembra y del varón no cotizan del mismo modo: es el primero el que se rentabiliza, cosifica y denigra constantemente. Estoy en contra de los vientres de alquiler igual que estoy en contra del tráfico de órganos.

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Soy feminista radical, entre otras muchas más razones -que dan y han dado para ensayo, no para columna-, porque busco cambios profundos -no estéticos, simbólicos ni meramente discursivos-, porque creo en las actitudes movilizantes. Soy feminista radical porque no acabo de entender qué propone el feminismo liberal para erradicar la desigualdad, aparte de confiar en la educación -¿es que piensa intervenirla?, ¿cómo?, nada, no, no se moja-: será que tiene mucho de liberal y poco de feminista. Soy feminista radical, entiéndanme, porque sé quiénes son mis adversarios ideológicos: y pocas cosas me excitan más que estar en la lista negra de Hazte Oír.