Una noche de marzo de 2005 se reúne un puñado de gente en una cena de homenaje a Santiago Carrillo, que cumple noventa años. Entre ellos el presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero y su vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, Jordi Pujol, José Barrionuevo, José Luis Corcuera, Fernando Morán, Herrero de Miñón, Gabriel Cisneros, Sabino Fernández Campo, Gregorio-Peces Barba, Adolfo Suárez hijo, José Saramago, Iñaki Gabilondo, José Sacristán, Joaquín Sabina, Víctor Manuel y hasta el jefe de la Casa Real Alberto Aza, que lee una nota del Rey Juan Carlos.
Muchos de los presentes, más centenares de espontáneos, se apiñan después, de madrugada, en la madrileña Plaza de San Juan de la Cruz. Llega un helicóptero. Llegan dotaciones policiales. Llegan operarios con todo el equipo y proceden, oh sorpresa, con el regalo: el despiece de una estatua ecuestre de Franco. Por fin la guerra civil la ha ganado el bando correcto.
Ese obsequio de Zapatero jamás lo habría podido esperar el taimado don Santiago de Felipe González, quien consideraba “una estupidez eso de ir tumbando estatuas de Franco”. Aducía el líder sevillano que “Franco es ya historia de España” y que “no podemos borrar la historia.” Años antes, en una premonición de lo que nos deparaba su sucesor, había afirmado González: “Algunos han cometido el error de derribar una estatua de Franco; yo siempre he pensado que si alguien hubiera creído que era un mérito tirar a Franco del caballo, tenía que haberlo hecho cuando estaba vivo”. Toma.
El socialismo del siglo XXI es una ideología homeopática. Ha encontrado en la redecoración de la historia una causa lo bastante motivadora para olvidar la ausencia de principios activos en su ideario. Que hoy se arranquen las estatuas está más que asumido, por eso los señoritos y señoritas sin estudios podrían escandalizarse si leyeran las citas de González que dejé supra. “Necesitamos crispación”, confesaría muy quedo el otro presidente, sin atributos pero a dos carrillos.
Dos Carrillos. El viejo Carrillo que propició la Transición merece el homenaje de todos los demócratas. El jovencísimo Carrillo que organizó la represión de retaguardia como consejero de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid, el asesino de Paracuellos, no merece más que la condena de cualquier hombre de bien. Estos matices van a ser imposibles si el PSOE sigue cabalgando hacia la nada, ahora que planea penas de cárcel, inhabilitaciones y destrucción de archivos para quien le lleve la contraria.