¿Necesitamos un sistema presidencialista?
A 48 horas de que se convoquen nuevas elecciones, el autor analiza las causas que han abortado la posibilidad de un gobierno y plantea si un sistema presidencialista hubiera evitado el bloqueo.
“El eficiente secreto de la constitución inglesa descansa en la cercana relación, la casi completa fusión, entre los poderes ejecutivo y legislativo”. (Walter Bagehot).
Más de cien días sin gobierno invitan a la reflexión. Si van acompañados de la certeza de que, tan pronto como el lunes, los citados cien días se duplicarán para abocarnos a un nuevo proceso electoral, la reflexión se convierte en obligatoria. Si marchamos hacia las citadas elecciones envueltos en la certidumbre de que, más que probablemente, no arrojarán un resultado sustancialmente distinto, tenemos un problema.
No es la primera vez que ocurre algo parecido en una democracia europea. Sin irnos demasiado lejos, Bélgica estuvo recientemente más de un año y medio sin gobierno por la incapacidad de los partidos flamencos y valones de ponerse de acuerdo. Por otra parte, Grecia ha tenido serios problemas de gobernabilidad en el pasado lustro, que arrojaron al país a una espiral electoral que desembocó en el triunfo de Alexis Tsipras y el preocupante crecimiento de Amanecer Dorado, la fuerza de extrema derecha populista.
No obstante, se trata de la primera vez que ocurre algo parecido en España. Un país, por cierto, en que no puede achacarse el problema de gobernabilidad a un sencillo pero irresoluble puzzle nacional compuesto de dos piezas sólo unidas por una capital a la que ninguna quiere renunciar (como Bélgica), pero tampoco a una deuda de casi el 180% del producto interior bruto -quita incluida-, las devastadoras consecuencias de casi cinco años de rescate total de las finanzas públicas y la completa desaparición de un otrora todopoderoso bipartidismo.
Acostumbrados a las mayorías cómodas o absolutas, un escenario como el presente es complejo
Acostumbrados a las mayorías absolutas y, en detrimento de éstas, a las mayorías cómodamente complementables con una bisagra nacionalista siempre dispuesta a negociar el “qué hay de lo mío”, un escenario como el presente es complejo y retorcido. Sin embargo, por encima de todo, es una cosa que a veces se nos olvida destacar: desconocido.
El primer síntoma de ello es la actitud volátil y casi histérica de no pocos analistas precipitados, más pendientes del cálculo de la rentabilidad electoral de las decisiones de las fuerzas políticas que de las verdaderas decisiones de las mismas y su significado político. Tan pronto se declara la muerte de PSOE y Ciudadanos en nombre de la polarización del voto -diciembre y enero- como se augura el severo castigo a las fuerzas renuentes al pacto PSOE-Ciudadanos -febrero y marzo- o se declara el debilitamiento de PSOE y Podemos en beneficio del centro y centro derecha -abril-. Tan rotundamente se condena al ostracismo y la marginación a Mariano Rajoy y el PP, alabando la visión, valentía e inteligencia de Pedro Sánchez, como se declara amortizado al último por su arriesgada apuesta de investidura y se alaba el magistral manejo de los tiempos y la envidiable prudencia del primero.
Otro síntoma evidente es el constante vaivén de las fuerzas políticas y sus representantes. Las famosas “líneas rojas” se difuminan o mudan su color hacia tonos más amables en función de la encuesta semanal. Los líderes acuerdan sentarse o no sentarse; inician conversaciones, les ponen fin; se comprometen a no entrar en gobiernos, reculan y no cierran la puerta a la anterior posibilidad; prometen grabar y retransmitir por streaming unas reuniones que luego se dan a puerta cerrada; se autoconceden vicepresidencias, se las autorretiran; no se sentarán, pero se sientan. Un agotador culebrón nacional.
El modelo presidencialista evita situaciones de bloqueo en la formación del poder ejecutivo
El otro día, un conocido me daba su opinión al respecto. “La aritmética es tozuda”, declaró, citando al presidente del Gobierno en funciones. ¿La solución? un sistema presidencialista. Para aquellos que no estén familiarizados con el mismo, un sistema presidencialista, en lo que aquí interesa, se caracteriza por la absoluta separación entre los poderes legislativo y ejecutivo. El Gobierno y el Parlamento se conforman mediante elecciones distintas, lo que evita situaciones de bloqueo en la formación del ejecutivo.
El ejemplo paradigmático de este sistema es el de Estados Unidos, pero es compartido por la mayor parte de los países latinoamericanos y, en Europa, por la República Francesa. En los países en que no existe un bipartidismo tan sólido e inamovible como el norteamericano, suele existir una segunda vuelta entre los contendientes más votados; es el caso de Francia.
De las elecciones a la Asamblea Nacional surge el Parlamento configurado proporcionalmente, y de las elecciones presidenciales surge el presidente de la República. La ventaja de este sistema en cuanto a la facilidad de formación de los gobiernos es evidente: no hay posibilidad de paralización, de estancamiento, en la configuración del nuevo ejecutivo.
¿Cómo evitar una espiral interminable de comicios en el nuevo escenario cuatripartidista?
Por el contrario, en nuestro sistema parlamentarista, cuyo ejemplo esencial lo encontramos en Reino Unido, pero que también compartimos con Italia, Alemania, Bélgica, Holanda o Dinamarca, existe una clara interdependencia entre gobierno y Parlamento. Ello se debe a que ambos poderes emanan, en última instancia, de unas mismas elecciones generales. No existen elecciones separadas para el legislativo y el ejecutivo; los votos de los electores configuran un Parlamento (monocameral o bicameral), que deberá después investir a un presidente del Gobierno, primer ministro o canciller, generalmente coincidente con el cabeza de lista del partido con mayores apoyos.
La situación se complica cuando nadie obtiene una mayoría absoluta (lo que los británicos denominan hung Parliament), pero más aún cuando, como en nuestro caso, todas las opciones de gobierno pasan por el necesario acuerdo entre más de dos fuerzas políticas.
¿Qué hacer si vamos camino de unas nuevas elecciones que todos condenan y lamentan pero nadie se digna a impedir? ¿Cómo evitar una espiral interminable de comicios en el nuevo escenario cuatripartidista? ¿Cómo escapar del atolladero en que nos encontramos? Ciertamente un sistema presidencialista evitaría la actual parálisis institucional en la formación del gobierno, pero, ¿es un sistema presidencialista la verdadera solución al problema de España?
Con un sistema presidencialista mañana tendríamos gobierno, pero se vería maniatado por el Parlamento
Si ignoráramos el hecho de que semejante cambio de sistema requeriría de una reforma constitucional de dudosa viabilidad hasta la normalización de la actual situación, lo cierto es que proponer el sistema presidencialista como la solución al problema actual es poner el acento sobre la forma en que el problema se manifiesta, pero no en su verdadera naturaleza, en su origen inmediato.
La aritmética es tozuda, sí, pero no es el problema de fondo. Si mañana despertáramos todos en un sistema presidencialista tendríamos un gabinete en la Moncloa, pero se vería bloqueado constantemente por el Parlamento en la aprobación de leyes y presupuestos.
Como puede observarse, no es oro todo lo que reluce, pues si el sistema presidencialista ofrece una menor parálisis en la formación del gobierno, al tiempo, como consecuencia de la inexistencia del principio de confianza parlamentaria -así como las elecciones intercaladas que en muchas ocasiones arrojan resultados opuestos-, con frecuencia el ejecutivo suele encontrarse con constantes trabas o literalmente atado de manos, incapaz de implementar las políticas para las que fue votado.
En España, la política suele hacerse 'contra el otro', y ceder equivale a algoa así como salir derrotado
Es aquí donde la famosa cita de Walter Bagehot, salvadas las distancias, demuestra su vigencia. En efecto, el eficiente funcionamiento del parlamentarismo se debe a que los poderes ejecutivo y legislativo funcionan con una determinada coherencia y coordinación, al configurarse el primero a través del segundo. Si los ciudadanos optan por un giro en el timón de la política nacional, el mismo se dará -o no- en función de los resultados electorales, pero el barco no quedará al pairo y a merced de las corrientes, como un navío desarbolado y a la deriva.
Como vemos, el problema no es del sistema parlamentario, que funciona a la perfección en países como Alemania o Dinamarca con un nivel similar de dispersión del voto. El problema no es tampoco, en realidad, de una “tozuda aritmética” insalvable. El problema es de sentido de Estado, de lealtad institucional y de altura de miras.
En nuestro país, desde hace décadas la política suele hacerse “contra el otro”, las elecciones se ganan declarando la práctica inmoralidad del contrario y ceder es considerado en la mayor parte de las ocasiones como equivalente a salir derrotado. Por supuesto, esto conduce a que todavía haya personas que prefieran la repetición de elecciones cuando su partido no puede gobernar; como si tirar los dados de nuevo fuese una jugada distinta y no la manera más absurda -y cara- de paralizar innecesariamente al país, aplazando el problema hasta dentro de unos meses; como si tolerar el gobierno de otro que cuenta con más apoyos implicara concederle la monarquía absoluta y al tiempo renunciar a las propias ideas; como si jamás hubiera existido un gobierno en minoría.
Los programas no pueden ser tan distintos cuando PP y PSOE votan juntos en la UE el 80% de las veces
Lo llaman Democracia, y comporta, entre otras cosas, la “mayoría de edad”, en términos kantianos, de una sociedad: el derecho a equivocarse democráticamente, incluso si es en beneficio del rival. Y lo anterior puede aplicarse al Partido Popular de los 122 diputados -si tenemos en cuenta las fuerzas del Pacto de El Abrazo- como al PSOE de los 90 diputados -si hablamos de fuerzas en términos individuales-.
Europa nos está exigiendo un recorte de varios miles de millones para el año que viene. No nos digan que el PP no puede beneficiarse de ver a Pedro Sánchez aplicarlo mientras escapa del foco mediático, pone en marcha su mecanismo propio de democracia interna, implementa medidas contra la corrupción y espera su oportunidad en las siguientes elecciones.
No nos cuenten que el PSOE no puede beneficiarse de permitir gobernar, en detrimento de cualquier otro pacto alternativo, a un Mariano Rajoy que deberá volver a sacar la tijera (esta vez en minoría parlamentaria). En ocasiones el interés general puede coincidir, según se mire, con el partidario, y esta vez no estamos ante un problema de partidos: estamos ante un problema de personas.
Señores Sánchez y Rajoy, hablemos con franqueza. El programa del adversario no puede ser tan distinto para servir como excusa de un bloqueo similar, si en Europa -donde no escenifican y rentabilizan el eterno guerracivilismo- votan ustedes juntos en más del 80% de las ocasiones. No hay aritmética tozuda, sino, en su caso, egos tozudos, ambiciones desmedidas y poco, muy poco, sentido de Estado.
Los días para el fracaso se cuentan ya con los dedos de una mano. ¿Un cargo vale un año sin Gobierno?
*** Carlos Sánchez de Pazos es abogado.