El chófer de Lerroux
(11 de noviembre de 1935, lunes)
11 noviembre, 2015 02:16Noticias relacionadas
Resumen de lo publicado. -El escándalo del estraperlo ha dejado a Lerroux fuera del Gobierno y al Partido Radical al borde de la desaparición. En esa coyuntura, Josep Plá entrevista al chófer del líder radical para indagar sobre el asunto.
- Gracias, don Mariano, por haberme concedido estos minutos.
Pla había tardado varios días en conseguir la entrevista. Después de comprobar que no obtenía nada de radicales disidentes como Martínez Barrio, había tanteado el entorno directo de Lerroux. Pese a que el secretario resultaba inaccesible y Aurelio andaba, desde que lo habían cesado en la Telefónica, desaparecido (se decía que en la finca de los Lerroux en el pueblo de San Rafael, en la sierra, por donde no se había atrevido a merodear), por fin se había encontrado, por sugerencia de un diputado amigo, con el chófer Mariano, que justo ahora tenía mucho tiempo libre mientras Lerroux permanecía en su domicilio y a quien un discreto trasiego de billetes animó a acudir a este bar cercano a la plaza Mayor donde compartían una cerveza junto a la barra.
- ¿No le gusta el marisco?... Aquí se tiene verdadera pasión por ello.
A Pla lo que le disgustaba era el pisar las cabezas de gamba que alfombraban el suelo de ciertos bares. La cerveza, tenía que reconocerlo, era fina. Las cañas que tiraban en Madrid podían parangonarse con la cerveza alemana y le parecía positiva la costumbre del madrileño, cualquier día de trabajo, de comer marisco a la hora del aperitivo, esos langostinos y gambas cuyas cáscaras, una vez pelados con los dedos, acababan en el suelo. El marisco era fresco (el transporte de pescado desde el norte estaba bien organizado y casi se podía comer mejor pescado que en los puertos) y la cerveza una de las mejores del continente, siempre que se excluyeran la alemana y la checoslovaca. La francesa y la italiana, por lo menos, eran más pesadas.
- Bueno, pues qué quería usted saber. Pero le prevengo que no diré nada que perjudique a don Alejandro.
- Claro. Usted lleva muchos años a su servicio.
- Casi treinta, sí. A don Alejandro siempre le apasionó la velocidad. Primero fueron las bicicletas, ya sabrá que fue secretario general de la Unión Velocipédica. Durante años, él y varios redactores de otros periódicos se encontraban en el Retiro cada domingo. Luego, con la edad, se pasó a la motocicleta. Y cuando apareció el primer coche fue de los primeros en comprarse un Darracq y contratarme. ¡Anda que no habremos dado vueltas él y yo por los alrededores de la Villa! ¡Y anécdotas le podría referir así! –hizo una piña con los dedos-. ¡La de viejas que se han hecho cruces a nuestro paso! Al principio los labradores soltaban los arados y algunos caballos salían a galope, compitiendo con el auto. Las gallinas se nos tiraban bajo las ruedas, y cuando oían la bocina las madres abrazaban a los hijos. Mucho ha cambiado la cosa. Hasta las gallinas se han civilizado y han aprendido a apartarse. ¡Y la de accidentes que habremos tenido! El primero, yendo justamente a Barcelona con el señor Rocha, un gran amigo de don Alejandro. Pasado Calatayud, tocaba subir el puerto y una pareja de mendigos, hombre y mujer, nos pidió limosna. No eran viejos, pero iban cargados de harapos y olían fatal. Como el auto era grande, a don Alejandro le dio por mostrarse magnánimo y colocó al hombre delante, a mi lado, y a la mujer atrás, en uno de los transportines. Una vez en lo alto de la sierra les invitamos a bajar, considerando ya bastante servicio, que ni lo agradecieron porque no nos devolvieron el saludo. Y como después había un tramo con curvas ceñidas y pendiente, el coche empezó a dar botes sobre la grava. Yo grité, agárrese, don Alejandro, y acabamos en la cuneta, volcados. Al estar cerca de un pueblo nos vinieron a ayudar unos mozos. Y estábamos ya recolocándolo en la calzada entre todos, cuando los dos mendigos pasaron a nuestro lado, nos miraron y ni siquiera nos preguntaron si nos había ocurrido algo, sino que siguieron su camino oliendo a aguardiente y él dando caladas a su colilla.
- Supongo que habrá conocido a gente influyente, no solo mendigos…
- Y tanto. Hasta el rey, fíjese usted. Eso fue una tarde de verano que llevé a Aurelio y a don Alejandro en un paseo que solemos hacer, un circuito desde San Rafael hasta Segovia, La Granja, Guadarrama, Alto del León y de vuelta a San Rafael. Estando en La Granja apareció otro automóvil. A mí es que siempre me ha costado dejar paso. No me gusta ver a nadie delante, de modo que aceleré e hice sonar la bocina. Y Aurelio, atrás, dijo: "Tío, es el auto del rey". Y efectivamente, Alfonso, que iba conduciendo, se echó a un lado, haciendo seña de que pasara. Y don Alejandro, detrás, se quitó la gorra de viaje. Y el rey le correspondió. El caso es que la carretera estaba llena de pinos y curvas. Al cabo de dos kilómetros, nuestra rueda pinchó. Hubo que pararse a cambiarla y mientras yo sacaba la de repuesto apareció el propio don Alfonso, que tocó la bocina y se detuvo para mirarnos sonriente: "Señor Lerroux, ¿necesita usted algo?". Yo era la primera vez que oía su voz y me impresionó. Pero don Alejandro, tan republicanote, le dijo por supuesto que no…
- ¿Entonces conoce usted bien a don Aurelio? –se impacientaba Pla.
- Como a mi propio hijo. Me parece una canallada lo que se le ha hecho. Una auténtica canallada lo de este judío Strauss…
- ¿Y qué sabe usted sobre el asunto?
- Lo que todo el mundo.
- ¿Y no me puede usted contar nada más?
- Pero vamos a ver, ¿usted se cree que a mí me ha comprado? ¿Quién se ha creído que soy? Que uno puede cobrar, pero no se vende, señor Pla. Parece que no sabe usted cómo funcionan las cosas aquí en Madrid, por favor…
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