Israel no libra una guerra entre Oriente y Occidente, sino contra la civilización de los tiranos
Este es el adelanto del libro La soledad de Israel, del filósofo francés Bernard-Henri Lévy, publicado en España por la editorial La Esfera de los Libros.
6 octubre, 2024 02:56Y entonces, llegó la tercera sacudida.
Durante un instante, un breve instante, el mundo vio algo que no habría querido ver.
Y lo que vio fue un planeta que se detenía por completo para, más tarde, ponerse otra vez en marcha, pero según unos nuevos parámetros.
En 2018, escribí un libro: L’Empire et les cinq Rois (El imperio y los cinco reyes), que hace referencia a la historia bíblica de los cinco reyes contra los que Abraham combatió para salvar a su sobrino Lot. En él, describía un imperio, que, resumiendo, sería Europa, su excrecencia estadounidense y todos aquellos que, en todo el mundo, tuvieron fe en la Ilustración occidental. Hablaba de su retroceso en todos los sentidos, tanto en lo mental como en lo terreno.
Mostraba cómo el espacio que se había quedado vacío gracias a esa retirada daba lugar a fracturas por las que se colaban cinco reyes, cinco potentados cuyo nexo era el de reinar en países que antaño fueron el epicentro de poderosos imperios y que aspiraban a volver a serlo.
Y mi tesis era que esos cinco reyes (Rusia, China, el Irán de los ayatolás, la Turquía neootomana y los califas, o aspirantes a califas, del yihadismo) estaban dispuestos a limar asperezas si con eso conseguían resucitar la gloria de Pedro el Grande, de la dinastía Qin y la dinastía Ming, de los visires otomanos, de los Shas de Persia o de los sultanes omeyas y abasíes.
Escribí el libro tras analizar la guerra contra el Dáesh, el papel que habían tenido los kurdos en ella y, más tarde, la batalla de Kirkuk (el equivalente, desde mi punto de vista, a las batallas que en la Antigüedad pusieron fin a la hegemonía de Esparta, de Atenas o de Macedonia) y la desvergüenza con la que los aliados occidentales los abandonaron después de haberlos usado a su antojo.
Mi tesis pareció confirmarse con la guerra en Ucrania, donde vimos cómo, a este mismo grupo de cinco, se les unía (¿un nuevo aliado?) una Corea del Norte borracha de sí misma. De nuevo unidos frente a un Occidente que, en unas ocasiones mostraba resistencia y, en otras, más bien parecía un gigante con los pies de hormigón pero la cabeza de barro, una amalgama que alejaba cualquier autoridad y contención. Una mezcla de extremo poder y pusilanimidad.
Y los cinco continúan con su empuje, siguen consolidando su alianza y nos someten a un nuevo desafío, esta vez en el frente israelí.
Y aquello que era cierto en la historia kurda y después en la ucraniana, vuelve a serlo ahora con Hamás, pero a la inversa, desde el lado oscuro de la fuerza.
Y en torno a él, en torno a ese minúsculo Hamás, a ese Liliput bárbaro al que la noche anterior sin confesarlo habríamos dejado al diablo o al buen Dios, se están realineando los planetas negros y el nuevo mundo se está recomponiendo.
La diferencia con respecto a los años de L’Empire et les cinq Rois es que ahora Estados Unidos no parece ser el mismo imperio titubeante, aturdido y dispuesto a abdicar y a dejar a un lado su corona.
Pero los reinos revisionistas están ahí.
Y vemos a los cinco, en llamas como nunca antes, y dispuestos a formar parte de juego.
No tardó en ocurrir lo mismo con las potencias sunitas que son aliadas naturales de Hamás: hubo bailes en Kabul, hubo gritos que afirmaban que Bin Laden había sido vengado en Islamabad, y, en Catar, a nadie se le ocurrió molestar al señor Ismail Haniya y a su corte, que eran, hasta nueva orden, los jefes supremos de Hamás. Como mucho, se les pidió de manera educada, eso sí, que cerraran sus lujosas mansiones y se tomaran unas merecidas vacaciones en Argelia o alrededores.
Erdogan lo tuvo claro. Siendo el gran maestro de la Hermandad Musulmana donde Hamás estaba en primera fila, no perdió ni un minuto en aclarar las dudas que había podido crear al acercarse a Tel Aviv por intereses en torno al gas. El 24 de octubre hizo unas declaraciones en las que afirmaba que "Hamás no es una organización terrorista" sino un grupo de "muyahidines que defienden su territorio". Lo vimos, con una kufiya en el cuello, durante una monstruosa concentración en el antiguo aeropuerto de Atatürk, en Estambul, donde dijo al "mundo entero" que Israel comete "imperdonables crímenes de guerra". Más tarde, el 27 de diciembre, en Ankara, este gran humanista del que, transcurrido un siglo, seguimos esperando que reconozca el genocidio armenio y se abstenga de perpetuarlo en el Alto-Karabaj, comparó a Netanyahu con Hitler y los campos de refugiados palestinos con los campos nazis. Además, ni su presencia en la OTAN, ni la dependencia económica que tiene de Estados Unidos lo disuadieron, el 12 de enero de 2024, de anunciar que su gobierno contaba con "pruebas sólidas" que demostraban actividades "genocidas" por parte de Israel y que las facilitaría sin demora a la Corte Internacional de Justicia que está analizando la acusación presentada por Sudáfrica.
Irán empezó negándolo todo. Y quizá por el buen recuerdo que le dejaron aquellos días en los que se fraguó la gran obra que fue, para el presidente Obama y su vicepresidente Biden, el pacto nuclear con Teherán, la administración americana simuló confirmar, en las primeras horas, que no había "pruebas" de una implicación "directa" de Irán en el asalto. Pero pronto supimos, por la agencia de prensa oficial iraní, que el 14 de octubre tuvo lugar una reunión, en Doha, entre Ismail Haniya, que aún no se había marchado a Argelia, y el ministro de Asuntos Exteriores iraní, Hossein Amir Abdollahian. Más tarde, el 26 de octubre, en Moscú, hubo otra entre el viceministro iraní Ali Bagheri y otro delegado de menor rango de la organización terrorista. Después, en Teherán, probablemente a principios de noviembre, se produjo un encuentro entre Ismail Haniya y el guía supremo en persona, el ayatolá Jamenei. Más tarde, supimos que hubo más, muchas más reuniones, en agosto, en septiembre, y, por lo tanto, mucho antes del acontecimiento, y que, según "fuentes situadas en lo más alto de Hezbolá y de Hamás" citadas por el Wall Street Journal, representantes de los Guardianes de la Revolución y, al menos en dos ocasiones, el mismísimo ministro Abdollahian habrían, durante estos encuentros, ayudado a "poner en marcha" la operación, "perfilado los detalles" y, el 2 de octubre, en Beirut, habrían terminado dando "luz verde". A aquellos que aún lo ponen en duda, fue el ministro de Patrimonio Cultural, general retirado de los Guardianes de la Revolución, Ezzatollah Zarghami, quien dio a la historia la rúbrica que necesitaba: ¿acaso no fue él quien afirmó, en una entrevista emitida por la agencia pública Mehr News, que él no tenía "miedo de nadie" y reconocía de buen grado que su país había facilitado a Hamás un buen número de misiles balísticos Fajr-3 del mismo tipo que aquellos que habían sido empleados contra Israel? Se añade, para que el cuadro esté completo, Irán fuera de Irán, es decir, los disparos de Hezbolá en la frontera norte del Estado hebreo, pero también la entrada, menos esperada, de otros dos satélites de Teherán: las milicias chiitas iraquíes multiplicando sus ataques contra las posiciones estadounidenses en el Kurdistán sirio e iraquí y los hutíes de Yemen que, equipados con un completo arsenal, único en la región, de drones, misiles balísticos de medio alcance y misiles antibuque, respaldados por un buque espía de los Guardianes de la Revolución que ya no se esconde en guiar sus ataques, acribillan, en el mar Rojo, a los barcos que, estén lejos o estén cerca, les parecen vinculados de alguna forma a "la entidad sionista".
China, por su parte, ¿estaba tanteando, igual que hizo en Ucrania, la capacidad de resistencia del enemigo en el enfrentamiento venidero? ¿Estaba empleando la "trampa de Tucídides", ese dudoso momento, aunque bendito para ella, en el que, según el historiador griego de la guerra del Peloponeso citado por el estadounidense Graham Allison, la potencia en decadencia (antaño Esparta, hoy Estados Unidos) comete el terrible error de responder por la fuerza a la potencia en ascenso (Atenas y ahora China)? O, al contrario, ¿corría el riesgo de caer en la "trampa de Heródoto", a la que yo mismo daba nombre en L’Empire et les cinq Rois, como homenaje al gran historiador de las guerras médicas que narra la victoria, después de todo, de la democracia ante la tiranía? ¿Fantaseaba con la idea de aumentar tensiones en Taiwán y, antes de eso, quería comprobar si empeoraba la herida de Estados Unidos y se aceleraba la hemorragia de su influencia? De una forma o de otra, Xi Jinping, al igual que hizo con Ucrania, sale de su reserva. Y, fíjate que, tras terminar de asfixiar el Tíbet y aniquilar a sus musulmanes uigures, se abstiene de condenar a Hamás, se niega a calificarla de organización terrorista, deja que, en televisiones públicas y en Weibo, prosperen noticias falsas del tipo "Los judíos solo representan el 3 por ciento de la población estadounidense pero controlan el 70 por ciento de su riqueza" y asume el mando de la cruzada antiisraelí que está preparándose entre los BRICS.
Sin embargo, la atracción principal fue Putin. Estaba bien posicionado, tenía algunos idiotas útiles por aquí y por allá que nos recordaron la historia del pequeño Vladimir, un hombre hecho a sí mismo, pobre y perdido, educado por una familia judía a la cual aún estaría unido y debería un cierto filosemitismo. Pero el admirador del zar Nicolás I recordó que Rusia, en los tiempos en los que era una gran potencia, masacró a decenas de millones de rusos, persiguió a centenares de miles de judíos y contó, en los últimos coletazos del estalinismo, con recibir su justa parte en la "solución final del problema judío". Y, sobre todo, el KGBista de los mil trucos, el faccioso coronado que no ha conocido más que complots, asesinatos, peones que avanzan y peones que son ejecutados, poder tomado a golpe de fusil y de sobornos, el Mad Max posmoderno que ha sustituido las motos del apocalipsis por tanques y misiles hipersónicos y que desea ser bendecido por papas con Rolex que llevan koukoulion como Atila llevaba sus tocados, es consciente del beneficio que va a sacar con esta nueva guerra que está robando toda la atención a los crímenes que está perpetrando él en Ucrania. Y entonces, da vía libre a su jauría de bárbaros. Permite que sus esbirros revivan el viejo antisemitismo nacional y adviertan a los israelíes de origen ruso que no serán bienvenidos cuando deban huir como pollos sin cabeza, bajo las bombas, de su famosa "tierra refugio". Permite que se diga que los dirigentes de Hamás mantuvieron conversaciones, en septiembre de 2022 y en marzo de 2023, con Serguéi Lavrov, cuyo objetivo era "debilitar a Occidente" y, más tarde, regresaron a Moscú para reunirse con oficiales iraníes montando toda una parafernalia de alfombras rojas. Todo esto mientras el Kremlin sigue sin condenar la masacre y nosotros los recibimos, de nuevo, tras el 7 de octubre.
El círculo era casi perfecto.
Y es el mismo cuadro, aunque más grave, cuyo esbozo pudimos ver durante la guerra kurda y, posteriormente, vimos dibujado al completo con la guerra de Ucrania (que continúa desarrollándose con más intensidad en un mundo en el que, de un día para otro, todo está dividido en dos: la atención de la opinión pública, la vigilancia de las cancillerías y hasta la ayuda militar que algunos, a la espera de Trump y aprovechando la agitación generalizada, querrían, simple y llanamente, anular).
¿Podríamos decir que, en esta ocasión, la sacudida no es tal porque seguimos en el mismo cuadro?
¿Y no son, en efecto, las viejas trampillas y fosos de Europa (y Estados Unidos) con sus antiguos parapetos las que sueltan sus venenos y dejan escapar a sus eternos Norpois y Munichois?
Sí y no.
Porque son como placas tectónicas que entran en contacto, se rozan, se deslizan, se superponen entre ellas, se separan y, de pronto, encuentran el punto exacto en el que encajan.
Y esto, para el "pintor de batallas" actual, es un panorama en el que, de repente, todo está en su sitio.
Hamás ya no es Hamás, sino el arma y el juguete de un contraimperio en el que están reunidos los protagonistas de guerras precedentes.
E Israel, a su vez, es algo más que Israel y, sin saberlo, es el altavoz de los uigures chinos, de los intrépidos blogueros de las autocracias arabomusulmanas, de los militantes por la causa armenia que, en Estambul, están hartos de Erdogan y de sus cuentos de Gran Turco, de las resistentes almas del Kurdistán, de los insurgentes que, en Irán, siguen gritando: "Mujer, vida, libertad", de los opositores deportados, condenados al exilio interior y asesinados por Putin y, quizás pese a él, y con casi total seguridad pese a ellos, también de los palestinos que participan en una revolución silenciosa contra la dictadura de Hamás.
Nada que ver con una guerra entre Oriente y Occidente.
Ni con una guerra de civilizaciones que algunos, habiendo escogido ya su bando, desean.
O quizás sí, pero es una guerra contra la civilización de tiranos o, al menos, de demagogos, a la que se alistan soldados tanto del oeste, como del este y del sur. Una bella contienda internacional por la amistad, la libertad, los derechos y el espíritu de resistencia en antiguos y nuevos imperios.
El Maharal de Praga, en su Nétzaj Israel, dice que, si comparamos Israel con un gran reino o un vasto imperio, no es más que un punto, un simple punto, ¡pero qué punto! El punto clave, escondido. El punto secreto y fundamental sobre el que se apoya, en la atroz dramaturgia de la historia, una parte de la supervivencia del ser humano.
Eso es.
Israel no es un peón, sino un punto.
Y es el foco del que nacen una luz y una palabra sin las cuales algo del ser humano se perdería.
La soledad de Israel, por supuesto.
Terrible soledad.
Pero, parafraseando a Camus, hay muchas mujeres y muchos hombres que estarían tremendamente solos sin ese solitario Israel y que, de manera más o menos secreta, más o menos silenciosa, con la audacia que su situación de prisioneros de los cincos reyes les permite, rezan, cada noche y cada mañana, para que Israel gane esa guerra contra el imperio de Hamás.